Daniel Ortega resucitó el somocismo
Manifestaciones contra la dictadura de Somoza a finales de los años 70. (El Heraldo)
El 19 de julio se cumplen 38 años del derrocamiento de la dictadura somocista, sin duda la fecha más trascendente en la historia de Nicaragua. Sin embargo, su significado y sus consecuencias ―incluso sus causas últimas― son todavía objeto de debate. Las opiniones divergentes surgen no solo porque como hecho político y social albergó las contradicciones de la sociedad nicaragüense, sino también porque muchos de sus protagonistas impregnan de su experiencia personal la narrativa y la interpretación de lo ocurrido.
La mayor alteración, sin embargo, ha provenido de los intereses propagandísticos del régimen de Ortega, que ha pervertido el análisis ecuánime de los hechos. Como dijo alguna vez Fidel Castro, «la historia es un subproducto de los hechos», y la versión oficial la escribe el poder, alterando o negando hechos, quitando o colocando protagonistas.
El derrocamiento del somocismo significó innumerables actos de heroísmo individual y colectivo, precisamente por eso se ha tendido a mitificarlo o, desde el otro lado, a satanizarlo, algo comprensible en una sociedad dada a atribuir a causas providenciales los hechos extraordinarios. Pero no fue ni milagro ni suceso espontáneo. Fue el desenlace de un conflicto acumulado por décadas entre las fuerzas democráticas y la dictadura. Y así como esa jornada de lucha por la democracia no fue la primera, pues la historia precedente a julio del 79 es abundante en guerrillas y alzamientos que enarbolaron las banderas democráticas, tampoco sería la última.
El derrocamiento del régimen somocista solo fue posible cuando cristalizó la acción conjunta de las fuerzas democráticas y la incorporación masiva de la población en la fase final de la insurrección armada
El derrocamiento del régimen somocista solo fue posible cuando cristalizó la acción conjunta de las fuerzas democráticas y la incorporación masiva de la población en la fase final de la insurrección armada en un contexto internacional favorable. Así fue posible resolver la contradicción principal que había gravitado en la sociedad nicaragüense desde la década de los años 30 entre democracia y dictadura.
En lo social, la participación antisomocista abarcó un amplio arco que alcanzó los extremos la sociedad: desde los sectores de la burguesía excluida del usufructo del poder, hasta el lumpen proletariado. Un acierto indiscutible del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y la fracción insurreccional en particular consistió en concretar esa alianza sobre la base de un programa democrático que concitó un consenso nacional inédito e irrepetible hasta ahora.
Aunque el sandinismo fue la fuerza hegemónica, es necesario recordar, aunque parezca obvio, que no fue la única en la amalgama antidictatorial.
En el plano político, dos grandes bloques coincidieron en el objetivo de ese momento histórico. De una parte, el bloque de centroizquierda articulado en el Movimiento Pueblo Unido (MPU)-Frente Patriótico Nacional (FPN); y el de la derecha democrática agrupada en el Frente Amplio Opositor (FAO).
En lo militar, el FSLN, con sus tres expresiones, tuvo el predominio absoluto, si bien en la insurrección final operaron unidades menores del Partido Socialista Nicaragüense (PSN) a través de la llamada Organización Militar del Pueblo (OMP), subordinadas al mando sandinista y minúsculos grupos del maoísta Movimiento de Acción Popular (MAP) que actuaron al margen.
Mención aparte ameritan los medios de comunicación y el gremio periodístico, que durante décadas fueron un vehículo cotidiano de denuncia contra los Somoza. ¿Cómo escamotear el papel jugado por La Prensa y su director Pedro Joaquín Chamorro o por Radio Corporación y otras emisoras? Aunque dicho rol haya sido indiscutible, hoy la versión orteguista lo desdeña.
El derrocamiento del somocismo, que debió abrir paso a un proceso democrático, devino en la Revolución Popular Sandinista. El pluralismo político, uno de los tres pilares del programa convocante a la alianza antisomocista, muy pronto pasó a administrarse a conveniencia y solo se toleró en la medida que no pusiera en riesgo el nuevo poder.
En los últimos diez años ha rebrotado bajo el poder orteguista, que ha revertido las conquistas democráticas y resucitado las prácticas del régimen derrotado
Las consecuencias no tardaron. Ya en el primer año postsomocismo se inició una rápida decantación de las fuerzas políticas en torno al nuevo conflicto entre sandinismo y. antisandinismo. Los errores cometidos en la gestión económica, la pérdida de la base social campesina y una temprana alineación con los países socialistas ―pese al enarbolado no alineamiento en política exterior― terminaron por destruir el consenso.
La abierta injerencia de la administración Reagan fue un acicate a los restos del Ejército somocista derrotado y a la inconformidad en el campo. La confrontación se radicalizó, las conquistas sociales naufragaron y sobrevino la guerra civil, cuyas consecuencias dividieron y desangraron el país hasta el límite.
Con el retiro del apoyo militar de la URSS ―sometida ya a su propia crisis terminal―, la economía del país destruida por la guerra y sobre todo con la mayoría ciudadana clamando un cambio, el FSLN se vio irremediablemente obligado, a finales de los 80, a convocar elecciones adelantadas. Los resultados abrieron de nuevo la posibilidad de llevar al país hacia un proceso democrático, camino que el orteguismo, aliado con el liberalismo corrupto, se encargaría después de destruir, de la misma manera que destruyó al viejo FSLN para convertirlo en una agrupación de dóciles, sometidos al mando de una familia.
Si bien el 19 de julio de 1979 significó el fin del régimen somocista, su herencia cultural sobrevivió en la práctica y en el subconsciente de importantes sectores de la población e incluso entre militantes y dirigentes del FSLN. La Revolución no logró desterrar esa herencia nefasta del somocismo. En los últimos diez años ha rebrotado bajo el poder orteguista, que ha revertido las conquistas democráticas y resucitado las prácticas del régimen derrotado.
Vino nuevo ―y ya no tanto― en odres viejos. Por eso, y tampoco esta vez por milagro, ya está en un irreversible proceso de descomposición.