Daria Naválnaya: «Putin tiene miedo de mi padre»
Alekséi Navalni, el máximo opositor ruso al Gobierno de Putin, fue perseguido y envenenado y actualmente está encarcelado a cien kilómetros de Moscú. Su hija, Daria Naválnaya, habla por primera vez. «Hace cinco años a mi padre ya le rociaron la cara con un desinfectante».
Daria Naválnaya ha viajado desde California para acudir a la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo. Es su primera aparición tras la detención de su padre, Alekséi Navalni, en enero de 2021. La joven ha venido a Europa para recoger en nombre de su padre el Premio Sájarov, el galardón más importante que concede la Unión Europea en materia de derechos humanos. La conversación tiene lugar en un hotel de Estrasburgo. Naválnaya estudia Psicología en la Universidad de Stanford desde 2019.
XLSemanal. ¿Le dio su padre algún consejo para el acto de entrega del premio?
Daria Naválnaya. Sí, se lo pedí yo. Le escribí y le dije: «Entiéndelo, por favor, es el Parlamento Europeo, tengo solo 20 años y no estoy acostumbrada a estas cosas». Me contestó: «¡Tienes que hablar desde el corazón!». Es un consejo excelente, pero no para mí, que nunca he dado un discurso delante de parlamentarios. Así que volví a escribirle y le dije: «Mejor vamos punto por punto. ¿Qué tengo que decir, qué no?». El discurso es mío, pero él lo ha aprobado. Como es natural, me alegro mucho de que me eligiera a mí para recoger el premio.
XL. Ha crecido siendo la hija de un político odiado por los líderes de Moscú. ¿Cómo le influyó eso durante su infancia?
D.N. Nací en una familia normal y tuve una infancia normal. La primera vez que arrestaron a mi padre yo tendría unos diez años. Hablé con él y con mi madre y entendí que, aunque no le gustemos a la Policía, mi padre hace lo correcto. Siempre he estado orgullosa de eso, a pesar de que me haga temer por su vida y por la nuestra. Mi padre quiere el bien del país. Quiere que mi hermano pequeño y yo tengamos un futuro mejor.
«Casi me vuelvo paranoica. Pensaba: ‘Si pudieron hacer lo que hicieron en Rusia, ¿qué les impide terminar el trabajo en Alemania?'»
XL. Pero nunca quiso que usted fuera a manifestaciones, ¿no?
D.N. Me atraían enormemente, pero mi padre siempre me decía: «Lo mejor es que solo haya un Navalni arrestado. Quédate en casa, así no tengo que preocuparme de saber en qué centro de detención estás tú mientras yo estoy en otro».
XL. ¿Temía por la vida o la integridad física de su padre?
D.N. La primera vez que fui consciente del peligro que corría fue en 2017, cuando le rociaron la cara con un desinfectante. Entonces supe que los partidarios del Kremlin estaban dispuestos a todo para pararlo. Hizo falta una cirugía importante para salvarle la córnea, fue muy peligroso.
XL. ¿Temía por su propia vida?
D.N. Me preocupaban más mis padres. La idea de que le pudieran hacer algo a unos niños me parecía absurda.
XL. En 2019 fue admitida en la Universidad de Stanford. El año en el que su padre fue envenenado estaba usted en la otra punta del mundo.
D.N. Mis padres me acompañaron hasta allí y se volvieron. Luego, en marzo de 2020, empezó el coronavirus. Me sentía como si estuviera en medio de un apocalipsis zombi. El campus estaba desierto. No se veía a nadie por la calle. Teníamos miedo de que no me dejaran regresar a Estados Unidos si iba a casa. No viajé a Moscú hasta agosto, pude ver a mi padre antes de que lo envenenaran.
XL. ¿Cómo se enteró del envenenamiento?
D.N. Esa mañana, me desperté temprano. Sabía que mi padre volvía de un viaje a Siberia, estaba deseando verlo. La tarde antes habíamos estado hablando de la comida familiar que íbamos a organizar. El caso es que me desperté, abrí Twitter y me encontré con un montón de mensajes que decían que había pasado algo en el avión, que Navalni estaba inconsciente y que lo habían llevado a un hospital. Fui corriendo a la habitación de mi madre para decirle: «Vete para allá, yo me quedo con Sachar; lo importante es que estés con papá». Pero no estaba en casa, ya se había ido.
XL. Su padre entró en coma, fue trasladado en avión hasta Alemania. Allí encontraron en su cuerpo restos de una toxina. ¿Cuándo volvió a verlo?
D.N. A primeros de septiembre. Mi hermano, Sachar, y yo volamos de Moscú a Berlín. Fuimos al hospital, todo era como en las películas. Entras y te encuentras en la cama a una persona que te mira y te sonríe y habla contigo, pero notas que no puede hablar o pensar con normalidad. Era incapaz de pronunciar dos frases seguidas. Era terrible. En aquel momento, no pensé que se fuese a recuperar tan rápido. ¡Así es mi padre, un superhéroe!
XL. ¿Tiene la impresión de que se ha recuperado del todo?
D.N. El año pasado fui a Alemania por Acción de Gracias. Había hecho progresos enormes. Se había descargado en el móvil varios juegos sencillos para practicar, uno de países y banderas, por ejemplo. Resultaba interesante ver a un adulto aprender cosas de nuevo, como andar. Tenía que volver a recablear su cerebro. Cuando volvió a Moscú, me pareció que sí, que se había recuperado.
XL. Sobre el ataque con veneno, todo apunta a que empleados de un laboratorio químico del FSB –el servicio de seguridad nacional ruso– habían viajado en secreto hasta Siberia antes que su padre. Más tarde, Navalni se las ingenió para hablar por teléfono con uno de ellos. Todo aquello parecía tan descabellado como en un thriller malo. ¿Qué pensaba usted?
D.N. Me sorprendió que se pasaran tres años detrás de él. Y que también intentaran atentar contra mi madre. Era una realidad muy inquietante. Empecé a estar preocupada todo el tiempo, casi me vuelvo un poco paranoica.
XL. ¿En qué sentido?
D.N. Empecé a ver agentes secretos por todas partes. Pensaba: «Si hicieron eso en Rusia, ¿qué les impide que lo encuentren también en Alemania e intenten terminar el trabajo?».
XL. ¿Qué siente cuando piensa en los presuntos autores?
D.N. Ira. Incomprensión. Pero el hecho de que siguieran ciegamente la orden de matar a una persona por algo tan sencillo como no estar de acuerdo con el funcionamiento de nuestro Estado en realidad demuestra que Putin le tiene miedo a mi padre. Y que mi padre está haciendo algo bien.
«Solo tenemos permiso para visitarlo en la cárcel unas pocas veces al año, es muy triste. Los encuentros duran cuatro horas y, cuando terminan, siempre me pregunto cuándo podré verlo otra vez»
XL. El 17 de enero, su padre voló con su madre de vuelta a Moscú. Fue un paso valiente.
D.N. Nunca hablamos de si volvería a Rusia. Pero, cuando hacía deporte o jugaba a acertar países, lo hacía para volver a estar en forma y poder seguir adelante con su causa. Nosotros, me refiero a Sachar, mi madre y yo, siempre lo entendimos así y nunca le preguntamos nada. Estaba claro, no huye de sus problemas.
XL. ¿Cómo se despidió de él?
D.N. Creo que en lo más profundo los dos sabíamos que, aunque no fuese la última vez que nos veríamos, sí que pasaría mucho tiempo antes de que pudiéramos volver a hacerlo. Nos negábamos a admitir que era así. Cogí un avión de vuelta a Stanford, él me llevó al aeropuerto. Nos abrazamos y me dijo: «Aprende y haz siempre las cosas que te guste hacer».
XL. Su padre fue detenido en el mismo aeropuerto de Moscú; más tarde, un tribunal lo juzgó y lo condenó a varios años de cárcel. En estos momentos se encuentra en la colonia penal de Pokrov, a cien kilómetros de Moscú. ¿Cuándo volvieron a verlo?
D.N. He estado dos veces en el campo, la primera justo tras su huelga de hambre. Parecía un esqueleto, me preocupé muchísimo. Pero él siempre es muy optimista, hablaba como si no hubiera pasado nada. Por mucho que lo disimulara, se veía que estaba agotado.
XL. ¿Dónde tuvo lugar su encuentro?
D.N. En la propia colonia, en una sala pequeña con cabinas individuales, separadas por cristales. Hablas con un auricular de teléfono. Estaba con mi madre y al principio no usamos el teléfono porque la lámina de cristal no llegaba hasta el techo y se oía bastante bien. Pero obviamente controlan todas las conversaciones, así que entró un guardia y nos dijo: «Si no empezáis a usar el teléfono inmediatamente, la visita se ha terminado». Mientras hablábamos, teníamos las manos apoyadas en el cristal, papá también. Como en una película. A papá le habían rapado el pelo y llevaba el uniforme negro de la prisión.
XL. ¿Y el segundo encuentro?
D.N. En septiembre, antes de mi vuelta a Stanford. Tenía mucho mejor aspecto, se notaba que estaba haciendo deporte. Además, en los primeros meses en la cárcel discutía mucho con los guardias, pero después de la huelga de hambre decidió tomárselo con más calma. Estaba más animado y alegre. Pero solo tenemos permiso para visitarlo unas pocas veces al año, es muy triste. Los encuentros duran cuatro horas y, cuando terminan, siempre me pregunto cuándo podré verlo otra vez.
XL. ¿Cree que la experiencia de la cárcel y el envenenamiento han cambiado mucho a su padre?
D.N. Es el mismo de antes. Es una persona muy activa y todo el tiempo se le ocurren ideas sobre cosas que podría hacer. Y como ahora no puede hacer nada me escribe para decirme lo que yo debería hacer. Y yo le contesto: «¡Papá, que tengo que estudiar! ¡No puedo hacerlo todo!».
XL. ¿Qué cosas quiere que haga?
D.N. Que grabe vídeos para mi blog, que cuide mi Instagram, que haga un curso de programación porque para algo Stanford está al lado de Silicon Valley… Y yo le digo: «No, eso no es lo mío, las ‘mates’ no me van».
XL. Cuando lo entrevistaron tras el envenenamiento, su padre dijo que se había vuelto más emocional.
D.N. La prisión no lo ha cambiado tanto como el envenenamiento. Cuando has estado a punto de morir, ves la vida de otro modo: sabes que el final puede llegarte en cualquier momento. Creo que por eso se involucra más que antes.
XL. ¿Y usted? ¿Todo esto le ha hecho cambiar?
D.N. Ahora intento decirles a las personas que las quiero todas las veces que puedo. Antes me parecía importante ser intelectual, leer, ver películas. Ahora pienso que pasar tiempo con los amigos y la familia es mucho más importante.
XL. ¿Qué planes tiene?
D.N. Me gustaría hacer un máster en Psicología. Pero algún día me gustaría volver a Moscú. Sí, volver y establecerme allí.
LA INTERMINABLE PERSECUCIÓN DE PUTIN A NAVALNI
En agosto de 2020, Navalni empezó a sentirse mal durante un vuelo que lo llevaba de Siberia a Moscú. Su rápido empeoramiento obligó al avión a aterrizar de emergencia en Omsk. Dos días más tarde pudo ser trasladado en otro vuelo a Alemania, donde los laboratorios europeos determinaron que había sido envenenado con un tóxico del grupo Novichok. Tras recuperarse definitivamente en el hospital Charité de Berlín, donde se le terminó de salvar la vida, Navalni decidió volver a Rusia, donde, como se esperaba, un tribunal de Moscú lo envió a prisión, condenado por violar reiteradamente los términos de la sentencia por fraude de 2014 –una sentencia que en 2017 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declaró de «injusta y arbitraria»– y de incumplir las normas de su libertad condicional al no presentarse a las revisiones judiciales. La nueva sentencia relanzó el desafío del Kremlin a los llamamientos internacionales que insisten en la liberación de Navalni. Cabe recordar que el Tribunal de Estrasburgo condenó a Rusia por violar el derecho a un juicio justo de Alexéi Navalni y de su hermano, Oleg, ambos condenados en el mismo proceso por presunta malversación de fondos (unos 500.000 euros) en dos firmas rusas.
Recientemente, se le preguntó a Putin por Navalni en una rueda de prensa. El mandatario respondió: «Siempre ha habido, hay y habrá reos en cualquier país. Uno debería dejar de cometer delitos penales escudándose con actividades políticas. Con respecto al supuesto envenenamiento, hemos cursado múltiples peticiones oficiales desde la Fiscalía General de Rusia, solicitando algunos materiales que lo confirmen, pero nada». Putin recordó incluso haber propuesto a la entonces canciller de Alemania, Angela Merkel, que expertos rusos viajaran a Berlín y tomaran muestras a Navalni para comprobar si realmente había motivos para abrir un expediente penal por un presunto envenenamiento. «Pero nada, cero –ha dicho Putin—, y cuando pido que lo expliquen, mutismo. Así que no hablemos más del asunto; si no tienen respuesta, hay que pasar página».
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