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David Brooks: Personalismo, la filosofía que necesitamos

Una de las lecciones que se aprende en una vida en el periodismo es que la gente es siempre mucho más complicada de lo que piensas. Usamos etiquetas para hablar sobre «votantes de Trump» o «guerreros de la justicia social», pero cuando realmente te reúnes con personas concretas ellas desafían las categorías. Alguien podría ser una latina lesbiana que ama a la Asociación Nacional del Rifle (N.R.A.) o un vaquero Mormón socialista de Arizona.

Más aún, la mayoría de los seres humanos está llena de ambivalencias. Muchos activistas políticos que conozco aman algunos aspectos de su partido y desprecian otros. En esa complejidad se incluye toda una vida con experiencias, alegrías y dolores, y es un insulto a sus vidas el tratar de reducirlas a una etiqueta que ignora todo eso.

Sin embargo, nuestra cultura es eficiente a la hora de ignorar la singularidad y la profundidad de cada persona. Los encuestadores los ven como grupos demográficos amplios. Las grandes bases de datos cuentan a las personas como si estuvieran contando manzanas. En un extremo, la psicología evolutiva reduce la gente a sus impulsos biológicos, el capitalismo a sus intereses económicos, el marxismo moderno a su posición de clase y el multiculturalismo a su raza. El consumismo trata a la gente como unidades, como criaturas superficiales preocupadas simplemente por la experiencia del placer y la adquisición de cosas.

En 1968, Karol Wojtyla escribió: «el mal de nuestros tiempos consiste en primer lugar en una especie de degradación, una pulverización de la singularidad fundamental de cada persona humana.» Eso sigue siendo cierto.

Así que este podría ser un momento perfecto para un renacimiento del personalismo.

El personalismo es una tendencia filosófica basada en la singularidad infinita y la profundidad de cada persona. A lo largo de los años, personas como Walt Whitman, Martin Luther King, William James, Peter Maurin y Wojtyla (que luego fue el Papa Juan Pablo II) se han llamado a sí mismos personalistas, pero el movimiento sigue siendo una especie de nudo filosófico. No es precisamente famoso.

El personalismo comienza trazando una línea entre los seres humanos y otros animales. Tu perro es genial, pero hay una profundidad, complejidad y superabundancia en cada personalidad humana que le da a cada persona una dignidad única y infinita.

A pesar de lo que enseña la cultura del logro, esa dignidad no depende de lo que hagas, de lo exitoso que seas o de si tu escuela te considera un ser dotado. Un valor infinito es inherente al ser humano. Cada encuentro humano es una reunión de iguales. Hacer servicio comunitario no se trata de salvar a los pobres; es una conjunción de igualdades absolutas, ya que ambas buscan cambiar y crecer.

La primera responsabilidad del personalismo es ver a cada persona en toda su profundidad. Esto es increíblemente difícil de hacer. A medida que vivimos nuestros días ajetreados es normal querer establecer relaciones del tipo «yo-con-un-objeto»; por ejemplo con el guardia de seguridad en tu edificio o  con el trabajador de la oficina al final del pasillo. La vida es muy ajetreada, y a veces sencillamente necesitamos reducir a la gente a su función superficial.

Pero el personalismo exige, tanto como sea posible, relaciones de yo-tú: que simplemente no consideres a la gente como un dato, sino que ella emerja de la narrativa completa, y de que intentes, cuando puedas, conocer sus historias, o al menos darte cuenta de que todo el mundo enfrenta problemas que desconoces.

La segunda responsabilidad del personalismo es la auto-dotación. Psicólogos del siglo XX como Carl Rogers trataban a las personas como seres que se auto-actualizaban — se ponían en contacto consigo mismos. Descartes intentó separar la razón individual de las emociones que buscaban vincular. Nikolai Berdyaev dijo que ello tiende a convertir a la gente en mónadas encapsuladas, sin puertas ni ventanas.

Los personalistas creen que la gente es un «todo abierto». Encuentran su perfección en comunión con otras personas integrales. Las preguntas cruciales en la vida no son preguntas sobre el «qué» — ¿Qué hago? –  sino preguntas sobre «quién» — ¿a quién sigo, a quién sirvo, a quién amo?

La razón de la vida, escribió Jacques Maritain, es el «auto-control con el propósito de la entrega personal». Es darte a ti mismo como un regalo a las personas y a las causas que amas y recibir tales dones para otros. Es a través de este amor que cada persona unifica su personalidad fragmentada. A través de este amor, la gente toca la personalidad completa en los demás y logra purificar la personalidad propia.

La tercera responsabilidad del personalismo es la disponibilidad: estar abiertos a este tipo de donaciones y amistades. Esto es difícil, también; la vida está llena de ocupaciones, y estar disponible para la gente implica tiempo e intencionalidad.

Margarita Mooney, del Seminario teológico de Princeton, ha escrito que el personalismo es una vía intermedia entre el colectivismo autoritario y el individualismo radical. El primero subsume al individuo dentro del colectivo. El segundo utiliza al grupo para servir los intereses del yo.

El personalismo exige que cambiemos la forma en que estructuramos nuestras instituciones. Una empresa que trata a las personas como unidades para simplemente maximizar el retorno de los accionistas está mostrando desprecio por sus propios trabajadores. Las escuelas que tratan a los estudiantes como cerebros a mostrar no los están preparando para vivir una vida integral.

El punto importante es que la fragmentación social de hoy no surgió de raíces poco profundas. Surgió de las cosmovisiones que amputaban a la gente de sus propias profundidades y las dividían en identidades simplistas y planas. Eso tiene que cambiar. Como dijo Charles Péguy, «la revolución será moral o no será».

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The New York Times

Personalism: The Philosophy We Need

David Brooks

One of the lessons of a life in journalism is that people are always way more complicated than you think. We talk in shorthand about “Trump voters” or “social justice warriors,” but when you actually meet people they defy categories. Someone might be a Latina lesbian who loves the N.R.A. or a socialist Mormon cowboy from Arizona.

Moreover, most actual human beings are filled with ambivalences. Most political activists I know love parts of their party and despise parts of their party. A whole lifetime of experience, joy and pain goes into that complexity, and it insults their lives to try to reduce them to a label that ignores that.

Yet our culture does a pretty good job of ignoring the uniqueness and depth of each person. Pollsters see in terms of broad demographic groups. Big data counts people as if it were counting apples. At the extreme, evolutionary psychology reduces people to biological drives, capitalism reduces people to economic self-interest, modern Marxism to their class position and multiculturalism to their racial one. Consumerism treats people as mere selves — as shallow creatures concerned merely with the experience of pleasure and the acquisition of stuff.

Back in 1968, Karol Wojtyla wrote, “The evil of our times consists in the first place in a kind of degradation, indeed in a pulverization, of the fundamental uniqueness of each human person.” That’s still true.

So this might be a perfect time for a revival of personalism.

Personalism is a philosophic tendency built on the infinite uniqueness and depth of each person. Over the years people like Walt Whitman, Martin Luther King, William James, Peter Maurin and Wojtyla (who went on to become Pope John Paul II) have called themselves personalists, but the movement is still something of a philosophic nub. It’s not exactly famous.

Personalism starts by drawing a line between humans and other animals. Your dog is great, but there is a depth, complexity and superabundance to each human personality that gives each person unique, infinite dignity.

Despite what the achievement culture teaches, that dignity does not depend on what you do, how successful you are or whether your school calls you gifted. Infinite worth is inherent in being human. Every human encounter is a meeting of equals. Doing community service isn’t about saving the poor; it’s a meeting of absolute equals as both seek to change and grow.

The first responsibility of personalism is to see each other person in his or her full depth. This is astonishingly hard to do. As we go through our busy days it’s normal to want to establish I-It relationships — with the security guard in your building or the office worker down the hall. Life is busy, and sometimes we just need to reduce people to their superficial function.

But personalism asks, as much as possible, for I-Thou encounters: that you just don’t regard people as a data point, but as emerging out of the full narrative, and that you try, when you can, to get to know their stories, or at least to realize that everybody is in a struggle you know nothing about.

The second responsibility of personalism is self-gifting. Twentieth-century psychologists like Carl Rogers treated people as self-actualizing beings — get in touch with yourself. Descartes tried to separate individual reason from the bonding emotions. Nikolai Berdyaev said that tends to turn people into self-enclosed monads, with no doors or windows.

Personalists believe that people are “open wholes.” They find their perfection in communion with other whole persons. The crucial questions in life are not “what” questions — what do I do? They are “who” questions — who do I follow, who do I serve, who do I love?

The reason for life, Jacques Maritain wrote, is “self-mastery for the purpose of self-giving.” It’s to give yourself as a gift to people and causes you love and to receive such gifts for others. It is through this love that each person brings unity to his or her fragmented personality. Through this love, people touch the full personhood in others and purify the full personhood in themselves.

The third responsibility of personalism is availability: to be open for this kind of giving and friendship. This is a tough one, too; life is busy, and being available for people takes time and intentionality.

Margarita Mooney of Princeton Theological Seminary has written that personalism is a middle way between authoritarian collectivism and radical individualism. The former subsumes the individual within the collective. The latter uses the group to serve the interests of the self.

Personalism demands that we change the way we structure our institutions. A company that treats people as units to simply maximize shareholder return is showing contempt for its own workers. Schools that treat students as brains on a stick are not preparing them to lead whole lives.

The big point is that today’s social fragmentation didn’t spring from shallow roots. It sprang from worldviews that amputated people from their own depths and divided them into simplistic, flattened identities. That has to change. As Charles Péguy said, “The revolution is moral or not at all.”

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