De cómo evitar el naufragio entre libros: Roberto Calasso y las bibliotecas
Hoy falleció el escritor y editor italiano Roberto Calasso (1941-2021). Su libro más reciente traducido en español nos enseña que hay tantas maneras de ordenar una biblioteca como libros puede contener. Ante el caos del naufragio o la neurosis del orden absoluto, Calasso navegaba en calma, sin recetas, solamente guiado por la relación entre un puñado de autores y sus bibliotecas. Así como se han atesorado sus reflexiones sobre la labor del editor, lo recordaremos también por haber encontrado en las bibliotecas un organismo en movimiento, apasionante.
Nadar entre libros
No es lo mismo acumular libros que tener una biblioteca. Un conocido retrato del fotógrafo Rogelio Cuéllar captura a José Emilio Pacheco (1939-2014) en su biblioteca personal. Los libros están no sólo en los estantes y el escritorio; también hay volúmenes apilados a su alrededor que incluso llegan a tapar (o tapiar) parcialmente una ventana. Parece un remolino libresco. Como quien está en su elemento, sin miedo al inminente naufragio entre páginas y letras, el escritor mira a la cámara con serenidad.
Ese paisaje describe muy bien el entorno del que surgía la columna “Inventario”. En una época posterior a la Enciclopedia Británica (que tanto ensalzó Borges), mas anterior a Wikipedia, Pacheco nadaba entre libros por días o semanas para configurar textos que parecían concentrarlo todo alrededor de los temas elegidos, por lo general asuntos de la actualidad social o política, o, lo que era más habitual, del ejercicio literario. Joyas del periodismo cultural hoy extintas.
Es frecuente la imagen del escritor que se pierde entre libros e intenta no ser devorado por las enormes fauces de su biblioteca. Nadar en una biblioteca es como bracear en mar abierto y sortear sus terrores, es observar el horizonte —en apariencia lejano— y trazar una ruta para arribar a un puerto seguro. Se cruzarán peces grandes y pequeños, incluso basura, mas el autor deberá tener claro hacia dónde se dirige. De eso trata el ensayo misceláneo de Roberto Calasso: Cómo ordenar una biblioteca (Anagrama, 2021). Es una revisión de lo que implica tener una biblioteca, ser escritor, editor y profesar un amor profundo hacia los libros.
Hace tiempo que el nombre de Roberto Calasso no emergía de ese otro mar que también abarca a las novedades literarias. Leer estas cavilaciones vuelve más llevadera esta maratónica pandemia, pues se convierte en un ameno guía de un anecdotario que oscila entre la historia y la reflexión. Fue Baudelaire quien dijo que los seres humanos tenemos derecho al desorden. Acaso lo comentó cuando vio su biblioteca o la mesa del comedor atiborrada de títulos; no obstante, el narrador italiano no repara en la frase baudelariana cuando asegura que “sin orden no se puede vivir”. Lamenta que Kant, en su obsesión por la estética trascendental y otros estudios filosóficos, no le haya dedicado un breve tratado al acto de ordenar una biblioteca.
Thomas Carlyle —recuerda Calasso— era un devorador de libros. En Inglaterra lo miraban como un “cowboy que había llegado de las llanuras americanas” y no de Escocia. Así como Carlyle, los griegos fueron reconocidos porque tenían grandes bibliotecas: la de Ateneo, Pisístrato, Euclides, Eurípides, Aristóteles y Teofrasto. Los que nadan en aguas abiertas llevan en mente completar la misión de bracear en los siete mares, desafío que es considerado el maratón en la natación. Sin duda, los griegos eran excelentes nadadores de sus bibliotecas. Carlyle imaginaba que una biblioteca debería ser privada, para lectores inteligentes y que tuviera la cualidad de enviar los libros a cualquier parte del mundo en calidad de préstamo.
En este mismo ensayo, un T. S. Eliot lleno de angustia confiesa que se sentía tan agobiado por la acumulación de libros que cuando necesitaba alguno de ellos optaba por recurrir a la London Library, dado que sus volúmenes eran “reacios a todo intento de ordenarlos”.
¿Qué hacer para no sucumbir ante el ejercicio arduo de nadar entre libros? Una de las recomendaciones vertidas en este manual de sobrevivencia literaria es que se aplique la regla del buen vecino, vertida por Aby Warburg, en donde el libro de junto termina por ser igual o más interesante que el que se está buscando. Eso ocurre en una biblioteca perfecta. Y Calasso indica haber experimentado esa regla con eficientes resultados.
El acervo literario como terreno volcánico
Warburg movía y reacomodaba sus libros, casi de manera obsesiva, como en un cuento de nunca acabar, pues invariablemente llegaban nuevos títulos y colecciones que situaban en una encrucijada el criterio de organización del historiador alemán. Sin embargo, Calasso pone en duda esa necesidad de clasificar —de manera exhaustiva— y acomodar los libros; para él una biblioteca no debería nunca hallar una solución, pues se trata de un “organismo en permanente movimiento. Es terreno volcánico, en el que siempre está pasando algo, aunque no sea perceptible desde el exterior”.
¿Qué es un libro?, se pregunta el editor florentino fallecido, director del sello Adelphi. “El libro, como la cuchara, pertenece a esa clase de objetos que son inventados de una vez para siempre”, apunta. El libro extrae el pensamiento, como la cuchara al alimento. En ese sentido, podríamos hablar de dos denominaciones: los libros-cuchara y los que no alcanzan esa denominación. Con las ediciones de la primera clasificación —de manera invariable— existirán referencias que fluyen de una edición a otra, bitácoras de viaje en el arduo deporte de nadar entre libros. Y, para la segunda división de los libros, aquellos que no cuentan con la dualidad de ser cucharas y que se presentan como “los verdaderos”, en realidad “nunca son algo que se hubiera querido buscar” en una biblioteca, refiere el ensayista italiano.
Ahora bien, ¿cómo deshacernos de todos esos títulos en tránsito? “Existen libros molestos, aquellos que una biblioteca no debería acoger, sobre todo porque incomodan a sus vecinos de estante. Son la contrapartida de la regla del buen vecino. […] Una biblioteca debería fundarse sobre amplias exclusiones”, anota Calasso. ¿Qué hacer con esos vecinos incómodos? Sobre estas ediciones el italiano rescata una curiosa anécdota. Borges recibía novedades literarias, ediciones de autor, libros que la mayoría de las veces —sin haberlos solicitado— arriban con una dedicatoria de puño y letra del escritor. Un día, en su natal Buenos Aires, decide llevarse algunos de esos volúmenes al café que visitaba —seguramente el Café Tortoni, en el antiguo barrio de Monserrat—. Cuando paga la cuenta, apila los libros en la mesa y sale del lugar en espera de que nadie detenga sus pasos y desagravie su olvido.
Cada quien decide cómo evitar ahogarse entre libros que no vale la pena atesorar. En lo personal prefiero que esos títulos los adquiera un librero de viejo, hombre errante que ejerce labores de tenaz crítico literario cuando que cavila si debe comprar o no los títulos que le ofrezco. Y ahí es cuando la página de la dedicatoria le llama la atención y hace que exclame y abra más los ojos: “¡Está dedicado!” Así, elijo que el libro vaya en busca de los nuevos lectores que cada edición merece, sea cual sea su estirpe.
La huella del lector
En ocasiones tomamos un libro y recordamos alguno de nuestros encuentros con esa lectura. Una biblioteca es un palimpsesto de nuestra historia. Ahí está la evidencia, lo que marcamos con lápiz de manera sutil o lo que anotamos con letras minúsculas en el margen de la página. Por eso evito prestar libros marcados, porque es dejar a la vista una parte de mí; aunque esas fronteras individualistas se borran cuando se tiene una biblioteca y se comparte en pareja: a veces una se lleva sorpresas porque lo que subrayó el cónyuge nada tiene que ver con lo que me interesó a mí del libro, y a la inversa. Como sucedió hace poco con el libro de Cristina Rivera Garza sobre el asesinato de su hermana Liliana: él señaló cuando Liliana prepara pan francés para el desayuno, y yo enfaticé en el olor que a la autora le recordaba la convivencia con su hermana (tras haber pasado horas en una alberca cuando eran niñas), el olor a cloro.
Calasso siente desconfianza ante los lectores que dejan intactos los libros. Esa gente lo deja incrédulo, pues toda lectura deja una marca. Si no añadimos señales de que nuestros ojos recorrieron las páginas de un libro, ¿acaso podría pensarse que la lectura nos fue indiferente? No lo sé. Borges, de nuevo mencionado en este repaso por varias bibliotecas, optaba por una caligrafía de insecto, como la definía él mismo; y Oliver Sacks, por su parte, se sentía cómodo al escribir a dos tintas: negra y roja, en el margen. El neurólogo y escritor acostumbraba tener a la mano una regla, pues subrayaba varias líneas y las recalcaba con pluma negra.
El ensayista italiano también da cabida a la pregunta que los no-lectores les suelen formular a los dueños de los acervos literarios: ¿Y todos esos libros los has leído? Esa inquietud la sueltan a boca de jarro, sin medir las consecuencias de su evidente desapego a la lectura. Si el mundo se divide entre lectores y no-lectores, estos últimos no tienen ningún inconveniente en dar a conocer su condición. Y la respuesta se vuelve necia, un lugar común saturado de obviedades: “Hay varios libros que son de consulta”. Pero aunque cuenten con ese carácter de ser más “informativos”, se leen, se revisan, se vuelven entrañables en el laberinto volcánico que es una biblioteca.
Siempre me ha parecido interesante cómo nace un lector, una persona que tarde o temprano tendrá una biblioteca. Carlos Diez Esser, periodista y escritor colombiano, cuenta que fue gracias a su padre que se volvió lector y a sus doce hermanos mayores, quienes le enseñaron —por imitación— lo que llama “hacer el silencio”. En su casa familiar había barullo, voces por doquier, pero una vez que uno de sus hermanos abría un libro, los demás lo seguían porque ya habían descubierto el placer de la lectura y entonces reinaba la calma.
Para mí la mejor biblioteca es la que tiene los libros que necesito y en donde, además, prevalece el silencio, pues hasta la más excelsa composición musical estorba durante mi lectura. Me viene a la memoria que me hice lectora en los años de la secundaria, pues huía del inquisitorial docente de educación física con un justificante médico —arrancada del block que pertenecía a un tío pediatra—; después de que copiaba el reglamento de algún deporte que me indicaba el profesor, tenía tiempo para leer y recobrar ese silencio que anhelaba en medio del bullicio escolar. Leía lo que yo deseaba en ese tiempo para mí, sin la premura de alguna tarea: leía para escapar de la monotonía de las clases, hambrienta de silencio. Cuando Borges trabajó en una biblioteca experimentó lo contrario: abría un libro y sus compañeros de oficina empezaban a murmurar porque creían que era un modo de cerrarse al diálogo con ellos, una falta de respeto; y por ese motivo él pasaba varios momentos del día en la azotea con un libro entre las manos, escapando del qué dirán.
Tal vez Cómo ordenar una biblioteca decepcione al lector que quiera hallar instrucciones de cómo clasificar sus libros, de manera puntual, como si fuera una receta de cocina, porque el autor se entretiene en exhibir divagaciones, conexiones y relaciones de diversos autores con sus libros. La riqueza de este ensayo es realizar que nadie cuenta con un método absoluto para poner en práctica, y además disfrutar el paseo (a veces a trote y otras una apacible caminata) por la historia, la clase magistral sobre cómo editar, comprar, vender, leer y atesorar libros.
Vuelvo a la imagen de José Emilio Pacheco dando brazadas en su biblioteca, bunker intelectual que ponía a prueba cualquier intento de organización, desde donde oteaba lo que sucedía a su alrededor y ejercía su derecho al desorden, postulado por Baudelaire. Pacheco se sumergía en las profundidades de su acervo literario, mas en el aparente caos había orden, un principio o instinto intelectual que sólo él podía seguir en el momento preciso, justo cuando se disponía a escribir su “Inventario”. Seguramente JEP, al igual que Roberto Calasso, creía que una biblioteca era un organismo en perpetuo movimiento.
• Roberto Calasso, Cómo ordenar una biblioteca, trad. de Edgardo Dobry, Barcelona, Anagrama, 2021, 144 p.
Mary Carmen Sánchez Ambriz
Ensayista y editora