De cómo Tamara y su Pastel de Chucho conquistaron el sureste asiático
Periodista, escritora, chef y madre de tres, esta gran venezolana y su esposo, mi pana Juan Sará, decidieron mudarse de Caracas a Paria y de ahí a Kuala Lumpur. Con sazones multimestizas y mucho de nuestro cacao enamoraron paladares en aquella esquina del mundo. Hoy pasan el confinamiento en Australia. No hay día que no sueñen con regresar.
Me hice amigo de Tamara Rodríguez y de Juan en la segunda mitad de los noventa cuando regían la Posada Las Tres Carabelas en San Juan de las Galdonas. Habitado por quizá menos de mil personas, ese es el último recóndito costanero al que se le puede llegar por tierra en ese paraíso llamado Paria, el rincón más nororiental de Venezuela y de toda Suramérica.
Con ellos y con Clemente “Botuto” tuve la fortuna de navegar esos paisajes. Vi incrédulo las cascadas de purísima agua dulce que van de la montaña directo al mar. Me zambullí en los más psicodélicos jardines subacuáticos de la Ensenada de San Francisco. Aluciné en el Promontorio, plena Boca de Dragón, al ladito de Trinidad, donde se encuentran sin mezclarse el cobáltico Atlántico, el verde Caribe y las terrosas aguas deltanas.
Ay, Paria. Con sus atardeceres de fuego y sus noches de vía láctea y sus amaneceres de monos aulladores. Con su todo, sus mil excesos, superabundante, selvática, salvaje, tan azul, tan ciclópea, tan orgiástica. Sí, en esa Paria profunda yo conté mi historia de genuino realismo mágico. También fue allá donde por obra y gracia de estos auténticos máster chefs comí fresquísimo, epicúreo, saturnianamente delicioso.
¿Cómo fue que dos periodistas exitosos – una corresponsal de AFP y colaboradora de El Diario de Caracas y el otro reportero y ancla de La Noticia en Venezolana de Televisión – con toda una vida profesional por delante, con los carricitos chiquitos, fueron a parar en un lugar que ni Plaza Bolívar tiene porque en su única plaza la única estatua es de Antonio José de Sucre?
“Conocí San Juan [de las Galdonas] a mis 40. No me podía creer un lugar tan hermoso”, afirma mi interlocutora. “La Península de Paria lo deja a uno sin aliento. Esa selva que cae en el mar. El cacao. La gente. Ahí me vino el vértigo de imaginar el resto de mi vida tecleando frente a la misma computadora. Paria me cambió por completo la vida.”
Fluye solita la conversa con Tamara, Premio Armando Scannone 2010 otorgado por la Academia Venezolana de Gastronomía. Si a veces se me perdía un poco el hilo era solo porque iba encontrando otros. Con ellos me di la licencia de tejer anécdotas, recuerdos y sentimientos bonitos. Acá una entrevista que al final quedó para chuparse los dedos.
Cuéntame de tus raíces
—Mi padre emigró a Venezuela en el 48. Trabajaba como vendedor de seguros en el estado Trujillo, y ahí conoció a mi mamá. Dieron el uno con el otro gracias a esas cartas sentimentales que entonces se publicaban en el periódico. Ambos venían del mismo pueblito de Nicaragua y mira qué cosa que se encontraron fue ahí.
Pero tu vínculo fundamental es con Venezuela, al punto que eres embajadora gastronómica del país
—Es porque soy la primera venezolana de mi familia, porque miraba atrás y no tenía más nadie con mi sangre.
¿Cómo llegaron las letras a ti?
—Primero estudié Traducción Simultánea en la [Universidad] Simón Bolívar. Luego me fui a la Universidad Central, a la Escuela de Comunicación Social. Coincidió con los años que me hice mamá y tenía los chamos pequeños. Con todo y eso fui periodista activa por más de 20 años.
Compárteme algún recuerdo de tus años en la profesión
—Hacía yo una pasantía para El Diario de Caracas. Era el año 89 y me tocó reseñar la muerte de Pedro Estrada en París. Pasé esos momentos con quien era su esposa, Doña Alicia Parés Urdaneta de Estrada. Una mujer fascinante. De compartir esa noche con ella me vino una visión ambivalente del hombre fuerte de la Seguridad Nacional. Haber estado ahí fue importante para entender que las noticias tienen muchísimas aristas y que debemos ser siempre muy cuidadosos y exhaustivos en las investigaciones. Lo que uno escribe puede construir cosas maravillosas, pero también puede destruir. Lo que uno escribe, escrito queda.
Ustedes instaladísimos en Paria y continuaban ejerciendo…
—Sí. Te cuento que antes de todo esto Juan y yo hacíamos un programa sobre gerencia que se llamaba “Esto se mueve”, en [la emisora] Jazz 95.5 FM en Caracas, y un día una amiga nos regaló una revista que traía un trabajo sobre las emisoras clandestinas argentinas durante los años de la dictadura. Ocurrió que en el 99 el narcotráfico nos botó de San Juan de las Galdonas y nos fuimos a Río Caribe, y yo soñaba y soñaba con tener una emisora pirata, navegando por las costas de Paria. Estábamos recién llegaditos a Río Caribe y en esos años PDVSA estaba buscando proyectos sociales. En una asamblea preguntaron si alguien tenía alguno y yo levanté la mano. Con financiamiento de la Embajada de Alemania y de la Embajada de Francia armamos nuestra emisora, un bonito proyecto que no duró mucho tiempo.
¿Fue ese el momento en que abrieron su primer restorán?
—Montamos la estación y junto con ella un cyber café que se llamaba Pariana Café. Resultó que Pariana no caminó como cyber porque los teléfonos no andaban y porque la conexión era pésima, pero sí funcionó como restorán. Ahí comenzamos a desarrollar la cocina dulce y salada usando cacao y chocolate de Paria.
¿Qué tal fluyó ese cambio de ramo?
—Se puede ir cambiando de oficio en la vida, pero la verdad es que todos los oficios se van quedando. Uno termina siendo la suma de todo lo que alguna vez hizo.
¡Y Paria, entonces, se instaló en tu cocina!
—Yo me convertí en una pariana. Ahí viví 20 años. Lo que yo sabía de cocina francesa se llenó de esa gente, de esa tierra, de ese mar. Comencé comprándole a productores locales. Luego conocí a Rosa Bosch, mujer fantástica y patuaparlante que es patrimonio cultural de Güiria y de toda Paria, coautora del libro «100 y más recetas de la tradicional cocina Güireña». Y por supuesto tuve la inmensa suerte de toparme con el cacao.
¿Qué tal fue hacerte de un nombre en la alta cocina venezolana?
—Recuerdo cuando hacíamos junto a Vinos Pomar y Valentina Quintero una experiencia culinaria llamada “Una vuelta por Venezuela”. Se repitió varias veces, una o dos veces al año. Lo llevábamos a Caracas, Valencia, Barquisimeto y Maracaibo. Una vez usamos por temática los Parques Nacionales. Ese trabajo me gustó muchísimo, fue de las cosas más bonitas. Trabajábamos con las escuelas [de cocina] locales. Ahí descubrí que a los cocineros venezolanos se les da una muy, muy completa formación.
También llevaste tu cocina de autora fuera del país
—Me llegó una invitación de la Embajada [de Venezuela] en Kuala Lumpur, Malasia, para cocinar en La Semana de Venezuela. A esos festivales llevaban cocineros y músicos. Por allá estuvo por ejemplo Aquiles Báez. Antes de mí fueron otros grandes [de la cocina nacional] como Édgar Leal, Enrique Limardo y Federico Tischler. A raíz de esa incursión los hoteles donde había cocinado me empezaron a llamar. Y así comencé a darle la vuelta al sureste asiático: Indonesia, Tailandia, Bali, Vietnam…
¿Con qué los sorprendías?
—Yo me llevaba cacao pariano, kumache y bachacos del Amazonas, también hormiguitas limón bien congeladas, chocolates de los Franceschi. Aunque muchos son países musulmanes, yo ofrecía ron venezolano y los latinoamericanos presentes morían.
¿Qué tal la experiencia con los chefs locales?
—Se usan muchos productos similares a los de Venezuela. Hay yuca, ocumo. En Asia se cocina mucho envolviendo los alimentos en hojas de plátano, ¡son tantos los platos y técnicas que nos hermanan! Los cocineros [de allá] me decían same thing but different. Muchas veces uno llega a otro lugar a ver las diferencias y no las similitudes. Si uno enfoca la mirada en las similitudes se hacen conexiones más frescas y productivas con esos espacios nuevos, y uno se va abriendo caminos más seguros, productivos y amorosos.
¿Cómo fue Casa Latina & Cacao Lab, en la cosmopolita Kuala Lumpur?
—Me fui a Malasia en 2016. Juan se fue un poco después. Nos ofrecieron [manejar] Casa Latina y mi única condición era que junto al restorán abriéramos un laboratorio de cacao. En Malasia como en Venezuela hace años el cultivo de cacao se vino abajo, solo que en el sureste asiático fue a consecuencia del auge de la palma aceitera. Sin embargo, muchos jóvenes malayos están retomando el quehacer chocolatero: de la semilla a la tableta. Nosotros importábamos esas fantásticas semillas de cacao de Venezuela y así conocimos unos cuantos productores locales. ¿La comida? Latinoamérica tiene dos ingredientes que están presentes en todas nuestras culturas culinarias: todos tenemos un plato con maíz y en todas partes se siembra cacao, y donde no al menos se produce buen chocolate. A partir de ahí creamos platos para una clientela multicultural que era malaya, china, india y latina.
¿Cómo era ese menú?
—Allá tan lejos los latinoamericanos terminábamos siendo familia afectiva los unos de los otros. Nuestra gastronomía tuvo ese sentido de comunidad. Aprendí muchísimo de cocina peruana, ecuatoriana, mexicana. Tuvimos cocineros venezolanos invitados. Hacíamos arepitas negras pintadas con carbón y otras rojas con remolacha, veganas, como plato degustación. Ofrecíamos un mix de empanadas donde estaban las nuestras de maíz, las ecuatorianas de harina de plátano rellena de camarones, carimañolas colombianas, salteñas de Bolivia y las argentinas y chilenas. Claro que estaban los cebiches en sus variantes peruana, ecuatoriana, mexicana. De México también hacíamos tacos, burritos. El rico chupe estilo caraqueño. Siempre teníamos al menos un plato hecho con chocolate. ¿Los picantes? Los poníamos aparte. Fuimos también un poco más allá. Trabajamos con músicos en noches conceptuales. Hicimos una cena temática de las telenovelas venezolanas ¡que todo el mundo conoce en Malasia! Llegamos incluso a desarrollar un programa de entrenamiento con mujeres rohinyás, refugiadas de Myanmar: les enseñamos a hacer dulce de lechosa.
Cuéntame del plato venezolano más exitoso por aquellos lares
—El Pastel de Chucho [plato típico, con pescado y plátano maduro, de la gastronomía nororiental venezolana que combina sabores dulces y salados. El chucho es un pescado cartilaginoso de cuerpo grande, aplastado y largo, con cabeza redonda en punta y aletas grandes, de piel áspera y color gris plateado, perteneciente a la familia del tiburón], por supuesto. Luego las arepitas. Y los tequeños.
¿Por qué se fueron de Malasia?
—Las normas para la obtención de la visa malaya cambiaron en el último año. Se hizo súper costoso. Para renovarla la última vez tuvimos que salir cuatro veces del país. Empezamos a sacar la cuenta y resulta que estábamos trabajando como unos condenados casi exclusivamente para pagarlas. En los restoranes es duro recuperar todo el trabajo y la inversión. Si no eres masivo y trabajas con productos de calidad el retorno es pequeño. Lo cierto es que se nos esfumaba la capacidad de ahorro para la vejez, de ayudar a nuestros familiares en Venezuela, y no es que estábamos viviendo como reyes. Esas realidades duras son la verdadera historia de los migrantes. Decidimos venirnos un tiempo a casa de mi hijo Rodrigo y su familia en Australia, y menos mal porque con lo del Coronavirus no hubiésemos podido aguantar con las puertas cerradas. Nos salvó la campana.
¿Cómo ves a Venezuela desde la distancia?
—Rodrigo mi hijo mayor es biólogo y está en Australia. Mi hijo Andrés que es periodista está en España trabajando de cocinero. Mi hija Fernanda también está en España. ¿Qué somos? Somos lo que esta desgracia de gobierno ha hecho con los venezolanos; un pocotón de itinerantes, de gitanos, de familias atomizadas tratando de mantener el afecto, siguiéndonos la trayectoria con Skype, Instagram y no sé cuánta vaina más. No me atrevo a decir que soy una migrante. No sé ni qué soy. Hasta el 2016 yo escribía de todas mis aventuras por el mundo. Cuando descubrí que ni emocionalmente ni intelectualmente era más una viajera, en ese momento dejé de escribir. En Venezuela tengo mi empresa chocolatera, en Río Caribe tengo mi casa, mi hermana. Espero poder regresar. Espero volver a escribir.
Horacio Blanco
Veintitrés de mayo del veinte veinte
Negro en camisa
Postre tradicional venezolano que usa chocolate y más chocolate y ron añejo y que es un verdadero delirio. Esta es la receta de Tamara, tal como fue publicada en su libro Paria Sabe A Chocolate.
Ingredientes
Para el negro
300 gr de chocolate 60%
2 tazas de agua
300 gr de mantequilla
100 gr de azúcar
8 huevos
Para la camisa
1 litro de leche
8 yemas de huevo
3 cucharadas de harina de trigo
Ralladura de media sarrapia
3 cucharadas de ron añejo
Azúcar
Rocas de granilla de cacao
Además
200 gr de granilla o nibs de cacao
150 gr de azúcar
1 cucharadita de pimienta de Guinea
4 gr de sal gruesa o en hojuelas
Preparación
Para el negro
Cocinar en una olla el agua, el azúcar y el chocolate a fuego bajo hasta que la mezcla espese.
Bajar del fuego y agregar la mantequilla y las yemas de huevo, una a una, hasta lograr una mezcla homogénea.
Batir las claras a punto de nieve e incorporarlas de modo envolvente, alternando con la harina.
Hornear en moldecitos individuales, enharinados y enmantequillados, en baño de María, a 180°C durante media hora.
Apagar el horno y dejar los moldecitos dentro hasta que se enfríen.
Para la camisa
Hervir la leche con la sarrapia.
Batir las yemas de huevo y el azúcar hasta lograr una consistencia cremosa. Agregar a la leche el ron, lentamente, manteniendo la olla a fuego muy bajo hasta que la mezcla espese.
Cubrir con papel film mientras se enfría para que no forme costra.
Servir el negrito con su camisa por fuera como una guayabera.
Derrita el chocolate a baño de María, cuidando que no pase de 40°C a 42°C, y extienda sobre una lámina de acetato o silpat.
Cuando enfríe corte en piezas irregulares y decore el manjar con rocas de granilla o nibs de cacao.
Para las rocas de granilla de cacao
Poner una sartén de fondo grueso a fuego bajo.
Agregar todos los ingredientes.
Cuando el azúcar comience a fundir, revolver con una cuchara de palo.
Vaciar sobre una superficie lisa y dejar enfriar.
Cortar a voluntad.