De cuando me perdí y me encontré
Decía Jorge Ibargüengoitia en uno de sus brillantes textos que en este país la gente no da las direcciones o los domicilios, los confiesa.
Y cuánta razón tenía.
Cuando preguntas hacia dónde queda cualquier destino y la respuesta es un “le das para allá, luego por ahí te tuerces pal otro lado, pasas las oficinas del DIF, unas canchas de básquet y te sigues hasta la caseta de policía”, dan ganas de llorar.
Sobre todo si se es tan torpe para la orientación como yo. De hecho soy científicamente idiota al volante: mis estadísticas son tan consistentes, constantes y verificables que lo confirman. Yo siempre me pierdo. Siempre.
No hay GPS, mapa, instrucción telefónica, súper App conductora que pueda salvarme: soy clínicamente incapaz de orientarme en cualquier lugar.
Pero una vez aceptada mi discapacidad, justo es reconocer que el entorno no me ayuda.
Los señalamientos de toda ciudad o pueblo mexicano son verdaderas antesalas del infierno: calles sin nombre, numeraciones con saltos insospechados, repentinos cambios de dirección en las vialidades, letreros devorados por la rama de un inmenso eucalipto precisamente en la desviación en la que tenías que salirte o redecorados por algún artista del grafiti que te hacen leer “forever tú y yo” en donde debía decir “Periférico Norte”.
Sin contar con las eternas obras y remodelaciones grandotas para que se vea en qué se gasta el presupuestote federal: lo mismo puede ocurrir que una mañana te levantes y tu calle haya cambiado de sentido o que precisamente la avenida que te llevaba a la oficina esté cerrada o rota cual escenario de posguerra. Y todo para que el gobierno en turno le entregue a algún sospechoso compadre la administración de las casetas de peaje que nos acercarán cada vez más al sueño de progreso y desarrollo en el que todos creemos (inserte aquí su audio de aplausos en el senado mexicano).
Pues sí, esto es México.
El caso es que tenía que llegar a un domicilio por unos rumbos que se conocen como Zona Esmeralda pero yo ni siquiera sabía de la existencia de semejante lugar. Es una especie de Muro del Norte como el de Game of Thrones, lo que está más allá de allá, en Sepalabola o Bienpinchelejos como decimos en mi pueblo.
Qué pesadilla.
Al principio intenté poner los datos en mi teléfono para que el mapa de papá Google me fuera llevando pero ni madres, no lo reconocía y me mandaba a la Costa Esmeralda en Veracruz. Fatal.
No me quedó más que preguntar a los conductores de los coches vecinos, ay de mí, nunca lo hubiera hecho: unos me decían a la izquierda, otros a la derecha, otros que siguiera de frente y algunos guardaban un lacerante silencio que me sumía en la desesperanza. Así que decidí orillarme y parar.
Le llamé a la persona que estaba esperándome para pedirle instrucciones pero conforme me iba indicando que hiciera exactamente lo que ya había hecho y yo nomás no comprendía por qué carajos no daba con el lugar, decidí abortar la misión.
Respiré hondo y lamenté no llevar una pachita de mezcal en el coche y emprendí el camino de regreso, fue casi la misma pesadilla pero al menos estaba segura de que encontraría la manera de regresar a mi casa y ya no tenía prisa por llegar a una hora específica.
Durante el trayecto pensé en todas las increíbles peripecias que he pasado tratando de llegar a algún sitio en esta ciudad y las veces que le he pagado a un taxista para que me permita seguirlo hasta mi lugar de destino y casi solté el llanto. Llegué reptando derechito a mi cama (no me perdí para encontrarla) y supliqué que amaneciera pronto un nuevo día. Y gracias al cielo, amaneció. Y me encontré.
Y ahora que he lamido suficiente mis heridas ya puedo despedirme pero antes me permito hacerles tres recomendaciones:
La primera es que cuando organicen su boda, no se casen en esos lugares imposibles de llegar porque tal parece que es requisito que se trate de un recóndito jardín en el intrincado corazón de un pueblo al que se arriba luego de horas de carretera, incertidumbre y peleas pasionales porque él —que a menudo toma el volante— no quiere preguntar pero ella tampoco sabe el camino y si se aventuran a intercambiar los roles de piloto y copiloto, todo empeorará.
La segunda es que si ven a una pobre alma perdida (o a una perdida sin alma, como yo) pidiendo ayuda pero no pueden orientarla con certeza, se abstengan de decirle nada. Dándole indicaciones equivocadas sólo la hundirán más en su desgracia.
Y la tercera es que lean “Instrucciones para vivir en México” de Ibargüengoitia. Se darán cuenta de que treinta años después este país sigue siendo el mismo fenómeno hilarante y surrealista que él narraba pero, gracias al milagro de ese portentoso sentido del humor que sólo él poseía, no terminarán deprimidos sino orgullosos de ser mexicanos y seguir con vida. Cómo chingados no.