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De la Doctrina Monroe a la estrategia Trump

América Latina entre la seguridad hemisférica, la competencia geopolítica y la subordinación estructural

 

Doctrina de Monroe 1823

 

Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina han sido interpretadas históricamente a través de categorías como hegemonía, dependencia y seguridad hemisférica. Sin embargo, ninguna de estas perspectivas, considerada de manera aislada, logra explicar plenamente la persistencia de un patrón estructural que combina tutela política, jerarquización geoeconómica y administración estratégica del territorio.

La difusión de la Estrategia de Seguridad Nacional impulsada por Donald Trump reactualiza este debate en un contexto de transición del orden internacional, marcado por la competencia entre grandes potencias y por la coexistencia de lógicas estatales clásicas con mecanismos propios de la globalización avanzada. En este escenario, América Latina vuelve a ser incorporada al cálculo estratégico no como un actor con margen autónomo de acción, sino como un espacio cuya función sistémica se redefine en función de dinámicas exógenas.

Desde una perspectiva de economía política internacional, la noción de seguridad ha experimentado una expansión significativa. La proyección de poder ya no se expresa exclusivamente en términos militares o territoriales, sino a través del control de recursos estratégicos, infraestructuras críticas, cadenas globales de suministro y ecosistemas tecnológicos. América Latina, históricamente integrada al sistema mundial como proveedora de bienes primarios, adquiere una relevancia renovada en la medida en que estos factores se vuelven centrales para la competencia global.

En este marco, la Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos no constituye una innovación doctrinaria, sino una adaptación hegemónica de largo plazo que reactualiza la matriz monroísta frente al ascenso de China como rival sistémico.

La reciente presentación de la Estrategia de Seguridad Nacional impulsada por Donald Trump vuelve así a colocar a América Latina en el centro de un problema que no es nuevo, aunque sí cada vez más explícito: la persistencia de una concepción hemisférica que tiende a pensar a la región como un espacio funcional a los intereses estratégicos de Estados Unidos. Bajo un lenguaje contemporáneo, seguridad, estabilidad, competencia geopolítica, resiliencia energética, reaparece una matriz histórica cuyas raíces se remontan a la Doctrina Monroe.

No se trata de una nostalgia ideológica ni de un retorno literal al siglo XIX, sino de una actualización pragmática de una lógica de poder de larga duración. América Latina continúa siendo concebida menos como un conjunto de sociedades con derecho a proyectos propios de desarrollo y más como un entorno a administrar y estabilizar en función de prioridades externas, ahora definidas por una competencia global ampliada.

La tesis central de este artículo es que la Estrategia de Seguridad Nacional impulsada por Trump no inaugura una visión radicalmente nueva sobre la región, sino que reafirma una continuidad histórica sustentada en tres pilares: control político indirecto, condicionamiento económico estructural y gestión estratégica de recursos clave, a los que se suma un cuarto elemento cada vez más significativo: la contención de actores extrahemisféricos, en particular China.

Desde su formulación original en 1823, la Doctrina Monroe expresó una idea sencilla y duradera: el hemisferio occidental debía quedar fuera de la influencia de potencias extracontinentales y bajo la tutela estratégica de Estados Unidos. A lo largo del tiempo, esta premisa fue reinterpretada en distintos contextos históricos —imperialismo temprano, Guerra Fría, contención del comunismo, promoción de la democracia liberal, hasta adoptar, en el siglo XXI, la forma de competencia geopolítica frente a China y Rusia.

Lo constante en este proceso ha sido la persistencia de una asimetría estructural. América Latina rara vez fue concebida como un conjunto de actores soberanos equivalentes, sino como una región cuya autonomía debía mantenerse dentro de márgenes considerados aceptables por el centro de poder hemisférico.

No obstante, la comparación entre la Doctrina Monroe original y su reformulación contemporánea permite identificar diferencias relevantes. La versión de 1823 respondía a un contexto de competencia imperial clásica y de consolidación estatal, en el cual Estados Unidos aún carecía de los medios materiales necesarios para ejercer un control efectivo sobre la región. Su objetivo central era excluir a las potencias europeas del hemisferio mediante una afirmación explícita de tutela política y militar, en una lógica declarativa, territorial y abiertamente unilateral.

La Estrategia de Seguridad Nacional contemporánea, en cambio, opera en un escenario de globalización profunda y competencia geoeconómica. El control ya no se ejerce prioritariamente mediante la intervención militar directa, sino a través de mecanismos más complejos y menos visibles: regulación financiera, cadenas de suministro, dependencia tecnológica, control de infraestructuras críticas y sanciones económicas. En este marco, la contención de China emerge como un objetivo estratégico central.

China no es percibida únicamente como un socio comercial alternativo, sino como un actor capaz de reconfigurar equilibrios de poder a través de inversiones en infraestructura, financiamiento, tecnología y expansión de cadenas de suministro. Su creciente presencia en América Latina —en sectores como energía, minería, logística, telecomunicaciones y créditos soberanos, introduce una variable que tensiona la lógica hemisférica tradicional, históricamente basada en la exclusividad y el alineamiento.

Para Estados Unidos, el problema no radica tanto en el intercambio económico con China como en la posibilidad de que los países latinoamericanos diversifiquen sus alianzas estratégicas y amplíen sus márgenes de decisión. En este sentido, la región comienza a ser percibida no solo como un área de influencia heredada, sino como un espacio activo de disputa geopolítica, aun cuando permanezca estructuralmente condicionada.

Esta lógica explica la ampliación del concepto de seguridad hemisférica, que pasa a incluir no solo amenazas militares, sino también decisiones económicas, tecnológicas y diplomáticas capaces de alterar el alineamiento regional. Infraestructura digital, redes 5G, acceso a datos, financiamiento e integración logística adquieren una relevancia estratégica comparable a la de los recursos naturales tradicionales.

Uno de los rasgos más relevantes de esta estrategia es la centralidad otorgada a los recursos estratégicos. Energía, minerales críticos, cadenas de suministro y tecnologías emergentes aparecen como factores decisivos de la competencia global. América Latina se vuelve así relevante no por su desarrollo institucional, sino por su dotación natural y su posición dentro de las cadenas globales de valor.

Esta centralidad, sin embargo, no se traduce en un reconocimiento pleno de soberanía. Por el contrario, refuerza una mirada instrumental: los recursos y las infraestructuras estratégicas deben ser accesibles, previsibles y coherentes con el marco geopolítico dominante. Cuando estas condiciones se ven desafiadas —ya sea por políticas soberanas o por asociaciones estratégicas con China, se activan mecanismos de presión económica, diplomática y financiera.

La región queda atrapada en una paradoja estructural: su creciente importancia geoeconómica convive con límites persistentes a su autonomía política. En este contexto, el rol asignado continúa siendo el de proveedor de materias primas y recursos críticos dentro de un orden global definido externamente.

Los recursos energéticos adquieren así una relevancia particular. Venezuela ocupa un lugar especialmente sensible dentro de esta matriz, no solo por concentrar las mayores reservas probadas de petróleo del mundo, sino por la relación ambivalente que ha mantenido con el esquema hemisférico dominante y por su búsqueda de vínculos estratégicos alternativos, entre ellos con China y Rusia.

Las sanciones y restricciones económicas impuestas al país suelen explicarse en términos de crisis democrática, gobernabilidad y derechos humanos. Sin embargo, un Estado que concentra recursos estratégicos y diversifica alianzas introduce un nivel significativo de incertidumbre dentro de una arquitectura regional basada en alineamiento y previsibilidad.

Desde esta perspectiva, la coerción económica opera menos como una sanción excepcional que como un mecanismo disciplinador, delimitando los márgenes de acción aceptables dentro del sistema hemisférico. La soberanía formal persiste, pero queda condicionada por restricciones externas que erosionan la capacidad real de decisión.

La Estrategia de Seguridad Nacional identifica explícitamente a China como competidor estratégico prioritario y, en menor medida, a Rusia. En este marco, la democracia se convierte en una variable contingente: gobiernos con déficits democráticos pueden ser tolerados si garantizan alineamiento estratégico, mientras que otros, incluso con legitimidad electoral, son objeto de presión cuando cuestionan la gestión de recursos, infraestructuras críticas o alianzas geopolíticas.

La imagen clásica del “patio trasero” no ha desaparecido, pero se ha sofisticado. Hoy se expresa a través del control financiero, la dependencia tecnológica y la narrativa de la seguridad. América Latina no es ocupada, sino administrada; no dominada abiertamente, sino condicionada de manera estructural.

Mientras esta lógica persista, la región enfrentará límites objetivos para construir modelos de desarrollo autónomos. La industrialización profunda, la diversificación productiva y la soberanía tecnológica chocan con un sistema hemisférico que privilegia la estabilidad y la previsibilidad por sobre la transformación estructural.

La Estrategia de Seguridad Nacional impulsada por Trump no representa una ruptura histórica, pero sí vuelve más explícitos los términos en que América Latina es incorporada a la competencia global contemporánea. La región continúa siendo relevante, aunque no como sujeto político pleno, sino como espacio estratégico en disputa entre grandes potencias.

La cuestión central no reside únicamente en las decisiones de Estados Unidos ni en el ascenso de China, sino en la capacidad latinoamericana para transformar su centralidad geoeconómica en poder de negociación y desarrollo propio. Más que una disyuntiva entre alineamiento y confrontación, el desafío consiste en ampliar los márgenes de autonomía dentro de un sistema que sigue imponiendo restricciones estructurales.

Convertir la importancia estratégica en capacidad política sigue siendo, con todas sus limitaciones, el dilema fundamental del siglo XXI regional.

 

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