De la línea de ferri a la línea de Internet
Imagen del ferri Cayo Hueso-La Habana tomada en 1951. (History Miami Archives & Research Center)
Hacia el otro lado del mar, ese punto en el horizonte donde ese instalan los sueños de tantos cubanos, miraban ayer varios curiosos sentados en el Malecón de La Habana. Horas antes se comenzó a correr la voz de que Estados Unidos había autorizado «ciertas licencias específicas para servicios de ferri con pasajeros» a Cuba. El rumor bastó para que muchos juguetearan con la idea de cómo cambiaría este país si estuviera conectado por barco a la otra orilla. Mil y una ilusiones se han desatado en las últimas horas, aunque todavía falta que las cuatro empresas navieras autorizadas por el Departamento del Tesoro reciban el beneplácito de las autoridades cubanas.
No obstante, el efecto simbólico de esta flexibilización alcanza unas dimensiones que trascienden el gesto político. Vivimos en una isla y eso ha hecho que el mar tenga para nosotros el carácter de una frontera insalvable, de una muralla que nos aísla del mundo. Cuando un cubano se prepara para visitar otro país, muy pocas veces usa el verbo «viajar«, sino que apela a un vocablo más dramático: «salir». Tenemos que saltarnos la insularidad para llegar a cualquier lado. Un catamarán que llegue cada día a nuestras costas desde Florida rompe —al menos metafóricamente— ese aislamiento geográfico tan usado con fines ideológicos en el último medio siglo.
La gente en la calle espera, sin embargo, más que alegorías. Las esperanzas están puestas ahora en que los viajes de los cubanoamericanos a la Isla puedan abaratarse con la nueva conexión marítima. Muchos sueñan con que en las bodegas de esas embarcaciones lleguen también recursos para el emprendimiento privado, la agricultura y la vida doméstica. «Las piezas que me faltan para el Lada«, añoraba ayer Cheo, un ingeniero devenido taxista, cuyo hermano le compró en Miami algunas partes para su auto soviético pero aún no ha podido mandárselas porque «pesan mucho y sale muy caro por avión».
En la tarde, dos hombres discutían en un atestado ómnibus acerca de si el Gobierno cubano autorizaría que el embarcadero de los ferris estuviera en La Habana. «Ni locos ellos permiten eso, muchacho», gritaba el de más edad y de seguido argumentaba: «No van a dejar que entre aquí un barco con bandera norteamericana, ¿tú te imaginas eso?». El joven, sin embargo, llevó la conversación hacia sus intereses: «Lo que hace falta es que, además de la línea de ferris, se embullen y nos pongan también una línea de Internet». Y así concluyó con una risa irónica.
Los cubanos parecen dispuestos a recuperar el tiempo perdido. Encajar en el mundo por todos los caminos que puedan. Convertir ese mar que fue barrera durante tanto tiempo en la vía, el camino, la conexión.