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De Lula al triunfo del antiLula

Simpatizantes de Jair Bolsonaro el pasado domingo 7 de octubre.

La primera vez que escribimos en este periódico el nombre de Jair Bolsonaro fue hace ya siete años y el titular recogía una de sus polémicas frases pronunciadas ante las cámaras de televisión, concretamente en la versión brasileña de ‘Caiga Quien Caiga’. «Mis hijos nunca serán gays ni tendrán novias negras. Los he educado muy bien», se despachaba sin pelos en la lengua.

Por entonces, en 2011, Bolsonaro era apenas un militar reconvertido en diputado y concentrado en defender los intereses de las Fuerzas Armadas. Un soldado raso de la Cámara Baja, con fama de agitador malhablado y frecuentemente caricaturizado en los medios de comunicación por sus ruidosas declaraciones.

Unos meses antes, el capitán en la reserva había cosechado apenas 120.000 votos en las elecciones legislativas. Era la época en la que Brasil todavía sacaba pecho por su crecimiento económico «al ritmo de China» y Lula da Silva apuraba sus últimos días en el sillón presidencial con una popularidad superior al 80%. Si a alguien se le hubiera ocurrido pronosticar en aquellos días que el carismático sindicalista terminaría entre rejas y el histriónico diputado llegaría al poder, la risa se habría oído hasta en lo más profundo de la selva amazónica.

Pero las cosas han cambiado. Los 120.000 votos logrados por Bolsonaro en 2010 se dispararon hasta 464.000 en 2014, convirtiéndolo en el diputado con mayor respaldo popular en Río de Janeiro, y el domingo la ola se transformó finalmente en tsunami: en su primera campaña a la Presidencia, el candidato del hasta ahora insignificante Partido Social Liberal (PSL) conquistó el apoyo de 49,2 millones de brasileños y se quedó a un paso de tomar por las urnas el Palacio de Planalto.

¿Cómo explicar un éxito tan aplastante? Si el militar retirado ha pasado en un año del 17% en las encuestas al 46% en las urnas, desde luego no ha sido por suavizar su retórica. El vencedor del domingo ha llegado hasta donde está sin necesidad de girar al centro, arrepentirse de sus frases más controvertidas o disculparse, por ejemplo, ante la diputada a la que dijo públicamente que «no merecía ser violada por fea«.

Tampoco debe su resultado al apoyo de los partidos clásicos ni de las potentes coaliciones que garantizan más presencia mediática. En el reparto diario de la jugosa tarta de la propaganda electoral en televisión, alguno de los aspirantes tenía hasta cinco minutos para explicar sus mensajes y pedir el voto. Bolsonaro, en cambio, debía conformarse con solo ocho segundos.

El candidato del PSL «surfeó el tsunami con una tabla de corcho», simplificaba un periodista local, reconociendo el mérito de construir una candidatura tan persuasiva y organizar una campaña a lo largo y ancho del gigantesco mapa de Brasil sin sostenerse en la estructura de un gran partido. En realidad, Bolsonaro representa precisamente lo contrario: el rechazo a las formaciones políticas que llevan tres décadas alternándose en el Gobierno en medio de insoportables escándalos de corrupción.

Y muy especialmente, Bolsonaro canaliza el odio visceral que millones de brasileños han acumulado durante años contra el Partido de los Trabajadores (PT), el grupo izquierdista que ocupó el poder durante más de 13 años, fue derrocado en el traumático juicio parlamentario a Dilma Rousseff en 2016 y ahora amenaza con regresar a través de la figura del ex ministro Haddad, elegido a dedo por Lula ante la imposibilidad de presentarse él mismo desde prisión.

A juzgar por los casi 18 millones de votos de ventaja de Bolsonaro sobre Haddad en primera vuelta, parece evidente que la opción de extrema derecha seduce más al electorado. Sin embargo, sería un error interpretar que, después de haber votado reiteradamente al sindicalista Lula hace no tantos años, la mitad de Brasil se ha vuelto ‘ultra’ de la noche a la mañana.

Es cierto que amplios sectores de la sociedad comparten las ideas de Bolsonaro, desde su visión «tradicional» de la familia hasta su promesa de aplicar el «ojo por ojo» frente al eterno problema de la inseguridad callejera. Cuando el capitán declaró en horario de máxima audiencia que los policías que «matan a tiros a 10, 15 o 20 criminales» no deberían ser juzgados sino condecorados, una parte de la sociedad se llevó las manos a la cabeza. Pero la otra parte, probablemente más numerosa, asintió y quizá hasta aplaudió desde el sofá.

Con todo, el conservadurismo y la sed de mano dura no explican por sí solos el impactante 46% registrado en las urnas. El factor clave debe buscarse en el antipetismo o repudio al PT, un sentimiento tan poderoso que ha llevado a millones a taparse la nariz para elegir a cualquiera antes que al heredero de Lula. «No estoy de acuerdo con todo lo que dice Bolsonaro, pero es la única opción para evitar que vuelvan los petistas», decía una joven empresaria de Belo Horizonte, desde su perfil de Instagram, en vísperas de la cita electoral.

Esa idea de «cualquiera menos el PT« puede significar que el mayor país de América Latina acabe siendo presidido, a partir del 1 de enero de 2019, por un híbrido entre Hugo ChávezDonald Trump y Rodrigo Duterte. Un líder autoritario que huye de lo políticamente correcto, dice las «verdades» que muchos quieren oír y promete dar prioridad a la primera parte del lema nacional: «Orden y progreso». De momento, la Bolsa de São Paulo ha subido un 12% en el último mes y parece encantada con un candidato que admite no entender nada de economía. Ahora, la última palabra la tienen los votantes.

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