De Napoleón a Sánchez
«Sánchez necesita esos siete votos por su adicción ególatra al poder. Y como todo adicto, está preso. Preso de su propia codicia de poder»
Pedro Sánchez y Carles Puigdemont. | Alejandra Svriz
El reciente estreno de la película Napoleón de Ridley Scott me ha coincidido con la lectura de Guerra y Paz de León Tolstoi. Con los años uno abandona soberbias de joven como esa de «acabar todo libro que se empieza» o la de decir de muchos clásicos que «ya los leeré bien más adelante que ahora sólo leo contemporáneos». El tiempo es cada vez más finito y según avanza uno comprende que no hay que malgastarlo en lecturas improductivas. Hay que buscar el equilibrio para no perder tampoco perspectiva entre lo más selecto de lo actual y volver la vista a los grandes clásicos.
Decepciona la película sobre el corso. Leyendo a Tolstoi o leyendo a Napoleón en Chamartín de Pérez Galdós uno sabe cuándo ve la película de Scott que falla en todo. Una sola página de cualquiera de los dos novelistas define mejor la vida y figura del emperador y dictador, aunque también transformador social de leyes y administraciones, que casi tres horas de un Napoleón que parece siempre el Joker y una broma en general.
El análisis psicológico, social y militar que hace Tolstoi del emperador francés en la primera parte del epílogo de Guerra y Paz es insuperable. A diferencia de Scott y de muchos historiadores entusiastas, Tolstoi, no solo no lo mitifica, sino que demuestra la serie de grandiosos errores estratégicos que tuvo en la campaña rusa en la que perdió más de medio millón de hombres. Para el escritor ruso, ni fue un héroe, ni consiguió el poder por voluntad de su pueblo, ni por su capacidad intelectual y por supuesto, su poder no emanaba de ningún origen divino. Fue una sucesión de hechos causales y a veces ridículos, los que llevan a Napoleón al poder. Si coincide, sin embargo, con el director norteamericano en poner en valor la tragedia que provocó con sus «heroicidades» que costaron la vida a tres millones de personas.
Napoleón e incluso el zar Alejandro le sirven a Tolstoi para transforma la segunda parte de su epílogo en un impresionante análisis de cómo la historia recoge erróneamente los hechos y los resume para explicar causas y consecuencias como si fueran solo decisiones personales de los líderes. Dice Tolstoi que para algunos historiadores «el poder es la suma de cada una de las voluntades de las masas transmitida por acuerdo expreso o tácito a los gobernantes elegidos por ellas». Pero también recuerda que otros historiadores consideran que «el poder está basado en una transmisión condicional a los gobernantes de la voluntad de las masas en su conjunto». Y reconoce su incapacidad para explicar cómo se produce esa transmisión a los gobernantes.
Recordemos que estamos en pleno siglo XIX tras las guerras napoleónicas que sacudieron a toda Europa. Los ideales de la Revolución Francesa, incluida la Declaración de los Derechos del Hombre y del ciudadano, se han convertido en papel mojado en Francia y en el resto de Europa. Pero sobrevive en una nueva generación de ciudadanos en los que empiezan a crecer los ideales de Jean Jacque Rousseau de una voluntad general, de la separación de poderes y el que todos los hombres tienen derechos humanos universales y naturales.
Frente a esa semilla la realidad de un poder absoluto. Ya sea por derecho divino como el Zar o militar como Napoleón. Dos hombres que pudieran parecer que son libres a la hora de tomar sus decisiones. Matiza Tolstoi que, a pesar de su poder absoluto, sus decisiones siempre, siempre, vienen marcados por la libertad y por la necesidad. «Cuanta más libertad vemos en un acto cualquiera, menos necesidad encontramos; y cuanta más necesidad, menos libertad».
Estas palabras se escribieron hace más de siglo y medio. En este tiempo Europa ha vivido dos guerras mundiales, y desde hace más de sesenta años ha consolidado una unión de países en torno a esos ideales de democracia, separación de poderes, estado de derecho y unidad de fronteras.
No deja uno de admirar ese proceso que en España ha tenido una intensidad vital más grande todavía. Salimos de una guerra civil y de una dictadura con personajes que manejaban también el poder de forma absoluta e impune. Conseguimos cerrar heridas profundas a base de buscar un destino común que siguiera esos ideales de democracia, estado de derecho y separación de poderes. Se hizo con una Constitución votada mayoritariamente por el pueblo español y que refrendó el modelo de una monarquía parlamentaria que reconoce que la soberanía nacional reside en las Cortes.
Estos principios que nos han dado el mayor periodo de prosperidad a España recogían los viejos e iniciales ideales de Rousseau. El filósofo nacido en Ginebra nunca podría sospechar de como un país, un estado democrático, social y de derecho podría pegarse un tiro en su corazón político precisamente en Ginebra, en la ciudad que le vio nacer. Y digo un tiro porque es seguramente la expresión más idónea teniendo en cuenta que el partido socialista que ha puesto en venta la soberanía nacional, la separación de poderes, la igualdad de los ciudadanos ante la ley ha aceptado sumisamente que un verificador salvadoreño, experto en conflictos militares con guerrillas revolucionarias, supervise los encuentros con Junts, unos burgueses de derecha fieles siempre al dinero, y en ocasiones a la cifra del 3%. Y lo hacen fuera de España. Fuera de la soberanía nacional. Supervisando los tres poderes: el legislativo, el judicial e incluso el ejecutivo.
Decía Tolstoi que cuanta más necesidad tenga un gobernante de un acto, menos libertad tiene. Sánchez necesita esos siete votos por su adicción ególatra al poder. Y como todo adicto, está preso. Preso de su propia codicia de poder.