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De Prada: En este artículo, por ejemplo

Recorrido virtual por los artículos de prensa de García Márquez | Público

 

Hay quienes piensan que los artículos son las escurrajas del talento del escritor. Las novelas, los ensayos, los poemas, los cuentos, todos los ‘géneros nobles’ en el mercado de la consideración literaria, conformarían las obras que el escritor puede mostrar en el escaparate de la gloria (que a la postre termina siendo el ventanuco chiquito de su vanidad); en cambio, los artículos que escribió en la prensa serían como esas virutas y astillas que se desprenden de la madera, cuando el carpintero le pasa la garlopa, y acaban en las barreduras, mezcladas con otros desperdicios. Se trata de una creencia tan divulgada que hasta los pocos escritores dignos de tal nombre que todavía escriben en la prensa han llegado a acatarla; y han acabado convenciéndose de que escriben en prensa únicamente por ganarse el condumio. Han sido muchos los maestros –pienso, por ejemplo, en Chesterton– que escribían artículos con fines ‘alimenticios’, para poder luego dedicarse ‘por amor al arte’ a una obra más ‘personal’. Pero, luego, el tiempo ha hecho su particular criba; y, mientras esa obra tan ‘personal’ se ha ido quedando en la otra orilla, cada vez más lejana, cada vez más borrosa, los artículos ‘alimenticios’ de estos escritores han ido ganando vigencia y fuerza irradiadora. Por lo demás, como señalaba Manuel Alcántara, «el artículo puede que sea algo así como los cien metros, pero hay plusmarquistas de esa distancia que tienen bastante más interés que muchos maratonianos de esos que siempre llegan en el pelotón de en medio». Siempre se dijo que las mejores esencias se guardan en frascos pequeños.

Escribir artículos es como presentarse a una plaza que nadie quiere de ‘escritor de guardia’

No se crea, sin embargo, que hago ahora esta defensa del artículo como reivindicación personal; pues, aunque llevo escritos muchos miles de artículos, siempre los escribo a regañadientes. Y no porque me ofenda dedicarme a tareas ‘alimenticias’, sino porque creo que el escritor –o siquiera el tipo de escritor que yo soy o trato de ser– ya no tiene cabida en la prensa, que ha dado la espalda a la literatura y acogido un enjambre de bandarras sistémicos, lastimosos epígonos umbralianos, charlatanes de tertulia y turiferarios de tal o cual negociado ideológico, que vienen a la prensa a soltar sus ‘argumentarios’ (o sea, las consignas que les dictan sus amos) y tópicos mil veces regurgitados. Y hay otra razón, todavía más desgarradora, por la que me fastidia escribir artículos. Escribir es, antes que un ‘oficio de contar’, un ‘oficio de ver’; quiero decir que el escritor, si quiere serlo a toda costa, tiene que estar muy atento al mundo, tiene que saber mirar muy lejos y muy cerca, lo mismo en los adentros que en la superficie de las cosas. Y este ‘oficio de ver’, que siempre resulta muy cansado, puede tornarse especialmente aflictivo en el escritor de periódicos. Todo lo que vivimos, todo lo que pensamos, todo lo que discurre ante nuestros sentidos, todo lo que inquiere nuestra inteligencia se convierte ipso facto en materia prima para el próximo artículo; también el poema que acabamos de leer, también la muchacha que acaba de saludarnos en la calle, también el amigo que se nos acaba de morir sin despedirse. A la postre, escribir artículos es tanto como presentarse a una plaza que nadie quiere de ‘escritor de guardia’, porque obliga a estar siempre despierto, ejerciendo a todas horas ese ‘oficio de ver’ que, cuando no descansa, acaba volviéndonos insomnes o turulatos.

Por lo demás, el artículo de prensa –cuando no es la bisutería ‘opinante’ que hoy nos atosiga– nunca es la viruta que se le desprende a la madera; es un jirón de alma que se nos arranca a vivo dolor. Porque en el artículo hay una exposición plena del escritor, que tiene que ir haciendo lonchas con su alma, haciendo difícil introspección y todavía más difícil declaración de su verdad más recóndita (sobre todo considerando que vivimos en una época que ha perfeccionado todas las formas de censura); y, a la vez que hace lonchas con su alma, el escritor de artículos debe ofrecer esa confesión con una envoltura literaria donde se alternen humor, agudeza, elegía, metáfora y hasta plegaria. Quiero decir que en un artículo, aparte de revelar su verdad más escondida, el escritor tiene que poner todos sus recursos y conocimientos, junto a unas décimas de fiebre (entusiasmo o enfado, rabia o nostalgia) que brinden al artículo su particular temperatura, su vibración intransferible; unas décimas que, cuando se contagian al lector, logran el milagro de la comunicación literaria.

Nadie es escritor de vocación más acérrima que el escritor de prensa, que –como hace la rosa– se desangra y se deshoja, o se deshoja y se desangra a un mismo tiempo en cada artículo. En este artículo, por ejemplo.

 

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