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¿Deberían algunos países dejar de existir?

Si nos preocupa erradicar la pobreza mundial, no nos debería importar mucho que en el proceso desaparezcan algunas culturas y tradiciones.

Trabajar en el ámbito de la desigualdad global hace que te hagas preguntas que nunca te harías de otro modo, simplemente porque no se te ocurrirían. Es como pasar de un mundo bidimensional a uno tridimensional: incluso lo familiar parece de repente inusual.

Tomemos la economía de la convergencia. En la teoría del crecimiento basada en la convergencia, los países más pobres tienden a crecer más rápido que los más ricos porque pueden utilizar todos los conocimientos e innovaciones que los más ricos ya han producido. En pocas palabras, cuando se está en la frontera tecnológica, hay que inventar algo nuevo todo el tiempo y se puede crecer, por ejemplo, al 1 o al 1,5% anual. Pero cuando se está por debajo de la frontera, un país pobre puede copiar a los ricos y crecer a un ritmo más alto. (Por supuesto, los economistas hablan de “convergencia condicional” porque la teoría supone que todos los demás factores, que en realidad difieren entre los países ricos y los pobres, son los mismos.) Sin embargo, hay pruebas de la convergencia condicional en estudios empíricos y, por razones obvias, se considera algo positivo.

Ahora bien, cuando se mira con más detenimiento, uno se da cuenta de que la convergencia se estudia en términos de países, pero en realidad se trata de la convergencia de niveles de vida entre individuos. Decimos que un país más pobre alcanza al más rico porque estamos acostumbrados a observar la economía en términos de Estados-nación, y asumimos implícitamente que no hay movimiento de personas entre países. Pero en realidad la convergencia no es otra cosa que la disminución de la desigualdad de ingresos entre todos los individuos del mundo.

Entonces, ¿cuál es la mejor manera de lograr esa disminución de la desigualdad entre las personas? La teoría económica, el sentido común y los ejercicios de simulación muestran claramente que la mejor manera de lograrlo es permitiendo la libre circulación de personas. Una política de este tipo aumentaría la renta mundial (como debería hacer en principio cualquier movimiento libre de los factores de producción), reduciría la pobreza mundial y la desigualdad mundial. Desde una perspectiva global, es irrelevante que como consecuencia de esto la convergencia entre países se ralentice (como indican algunos resultados recientes para la UE) porque los países, como acabamos de ver, no son las entidades relevantes en la economía global: las entidades relevantes son los individuos y sus niveles de bienestar. Si los ingresos de las personas son más iguales, es totalmente irrelevante que la diferencia entre los ingresos medios de A y B aumente.

Para entender este aspecto, piense en términos familiares como los del Estado-nación: nadie en su sano juicio argumentaría que no se podría autorizar a la población de los Apalaches en EE.UU. a trasladarse a California porque la renta media en los Apalaches podría bajar. De hecho, tanto la renta media de California como la de los Apalaches podrían bajar, y tanto las desigualdades en los Apalaches como en California podrían aumentar, y sin embargo la renta global de EE.UU. aumentaría y la desigualdad de EE.UU. sería menor.

El argumento es idéntico para todo el mundo: un nigeriano altamente cualificado que se traslada a Estados Unidos podría reducir la renta media de Nigeria (y también podría reducir la renta media de Estados Unidos), y además podría hacer que ambas desigualdades aumentaran, y sin embargo el PIB mundial sería mayor y la desigualdad mundial sería menor. En resumen, el mundo sería un lugar mejor. Las objeciones a la migración, a saber, que podría reducir la renta media en los países receptores, planteadas por Paul Collier en su libro Éxodo, son irrelevantes porque el verdadero objeto de nuestro análisis no es el Estado-nación sino el individuo.

Hasta aquí el argumento me parece totalmente incontestable. Pero luego las cosas se complican un poco más. Llevando esta lógica más allá, y utilizando los resultados de la encuesta Gallup que muestran el porcentaje de personas que desean salir de sus países, encontramos que en el caso de una migración global sin obstáculos algunos países podrían perder hasta el 90% de su población. Podrían dejar de existir: todo el mundo, excepto unos pocos miles de personas, se marcharía. Incluso los pocos que se queden en un principio, pronto encontrarían intolerable su vida, sobre todo porque proporcionar bienes públicos a una población muy pequeña puede ser excesivamente caro.

“Bueno, ¿y qué?”, podría preguntarse. Si Chad, Liberia y Mauritania dejan de existir porque todo el mundo quiere irse a Italia y Francia, ¿por qué habría que preocuparse?. La gente ha elegido libremente estar mejor en Italia y Francia, y eso es todo. Pero entonces, cabría preguntarse, ¿la desaparición de países no significaría también la desaparición de culturas, lenguas y religiones distintas? Sí, pero si a la gente no le importan esas culturas, lenguas y religiones, ¿por qué habría que mantenerlas?

Destruir la variedad de tradiciones humanas no resulta gratis, y puedo entender que haya alguien que piense que conservar las lenguas y culturas no es menos importante que mantener la variedad de la flora y la fauna en el mundo, pero me pregunto quién tiene que asumir el coste de eso. ¿Hay que obligar a la gente de Malí a vivir en Malí porque alguien en Londres piensa que se perdería cierta variedad de la existencia humana si todos se mudaran a Londres?

No soy del todo insensible a este argumento, pero creo que sería más honesto decir abiertamente que el coste de mantener este “patrimonio mundial” no lo asumen los que lo defienden en teoría, sino los que están en Malí y no pueden salir.

Hay un claro trade-off entre el mantenimiento de la diversidad de las tradiciones culturales y la libertad de los individuos para hacer lo que quieran. Me alegraría más si no existiera esa disyuntiva, pero existe. Y si tengo que elegir entre las dos cosas, elegiría la libertad humana incluso aunque signifique la pérdida de la tradición. Después de todo, ¿merece la pena conservar las tradiciones que no importan a nadie? El mundo ha perdido a los marcomanos, a los cuados, a los sármatas, a los visigodos, a los alanos, a los vándalos, a los avaros y a miles más. Han desaparecido junto con sus lenguas, culturas y tradiciones. ¿Realmente los echamos de menos hoy en día?

 

Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en el Substack del autor.

 

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