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Del realismo mágico al realismo trágico

En el último medio siglo, la literatura latinoamericana ha estilizado y perfeccionado sus herramientas para hablar de los mismos conflictos

Gabriel García Márquez, Claudia Piñeiro, la Generación del Crack, Roberto Bolaño y Mónica Ojeda. 

 

En los años noventa, escritores representativos del realismo mágico, y por supuesto del llamado Boom, como Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa, comenzaron a compartir espacio en los catálogos editoriales con los novísimos autores del Crack mexicano: Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Eloy Urroz o Ricardo Chávez, una generación literaria en la que entraron también autores como el colombiano Santiago Gamboa. Su llegada dio un vuelco al mundo literario.

Los integrantes del Crack no estaban dispuestos a tributar en la catedral literaria de los sesenta y setenta latinoamericanos. Ellos, la generación de los años noventa en México, eligieron ser su propia grieta. Quisieron romper. Y como toda rebeldía es adánica y pretenciosa, decidieron bautizarse con un anglicismo: crack. En aquel entonces todo en América Latina se rompía: la economía, la socialdemocracia, el futuro, los plazos para pagar las deudas al FMI. A los que habitábamos el continente, el mundo se nos venía encima. Las herencias eran peso, lastre. Todo hacía crack.

El Crack y todo lo que giró su alrededor fue espontáneo, voluntarioso y grandilocuente. Llegó a tener incluso relación indirecta con aquella antología titulada ‘MacOndo’, un volumen de relatos coordinado por Alberto Fuguet para refutar el realismo mágico y en la que se mezlaron españoles y latinoamericanos: Alberto Fuguet, Andrés Caicedo, Edmundo Paz Soldán, Jorge Franco, Giannina Braschi, Pedro Juan Gutiérrez, Mario Mendoza, Sergio Gómez, Leonardo Valencia, Rodrigo Fresán, Martín Rejtman, Jaime Bayly, Naief Yeyha, Juan Forn, Santiago Gamboa, Rodrigo Soto, Ray Loriga, José Ángel Mañas, Antonio Domínguez, Jordi Soler, Gustavo Escanlar, Martín Casariego Córdoba y Marlon Ocampo. Algo había comenzado a cambiar.

Capítulo Bolaño

El chileno Roberto Bolaño dividió en dos la historia de la literatura. Con él se rompe, al fin, la relación con el Boom Latinoamericano. Refutó al realismo mágico, hasta darlo incluso por extinto. Aunque había publicado con anterioridad, el escritor se hizo visible tras la concesión, en 1998, del Premio de Novela Rómulo Gallegos. Aquel galardón, con el que habían reconocido a los autores más importantes como Guillermo Cabrera Infante o Vargas Llosa, le fue concedido a Roberto Bolaño por ‘Los detectives salvajes’, su quinta novela.

En ella, Roberto Bolaño revisita los mitos fundacionales literarios a través de sus dos jóvenes escritores protagonistas: Arturo Belano y Ulises Lima, los detectives salvajes, quienes salen a buscar las huellas de Cesárea Tinajero, la misteriosa escritora desaparecida en México en los años inmediatamente posteriores a la Revolución, y esa búsqueda -el viaje y sus consecuencias- se prolonga durante veinte años, desde 1976 hasta 1996. La novela avanza y se fragmenta a través de múltiples personajes y continentes.

Bolaño murió prematuramente un 15 de julio de 2003, a los 50 años, luego de pasar diez días en coma. Diagnosticado en 1992 de una dolencia hepática degenerativa que sólo podía solucionarse con un trasplante de hígado, Bolaño esperó durante más de una década un donante que nunca llegó. La obra que siguió a ese diagnóstico está marcada por ese hecho. Apenas un mes antes de fallecer, entregó a su editor Jorge Herralde el manuscrito de su último libro de cuentos, ‘El gaucho insufrible’, que se convertiría en su primera obra de ficción póstuma. Uno de sus libros más conocidos, la ciclópea 2066, un compendio de cinco novelas, la escribió justamente durante la fase final de su enfermedad. Su mayor obsesión era dejarla lista. El manuscrito estaba acompañado de instrucciones precisas: cada libro debía publicarse por separado, para asegurar el bienestar económico de sus hijos, Lautaro y Alexandra, y de su mujer Carolina. Bolaño escribió, siempre, como quien intenta evitar una demolición.

Hay un episodio en la vida del escritor que explica muy claramente su relación con el continente y su concepción literaria. Aunque nació en Santiago y vivió sus primeros años en el sur de Chile, Bolaño se trasladó a México con sus padres a los 15. Cursó sus estudios secundarios en la Ciudad de México, en pleno gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. Todo cuanto ocurrió en esos años, sus largas peregrinaciones por bibliotecas públicas, sus trabajos como periodista en suplementos literarios y hasta los oficios alimentarios que le permitían ganar algún dinero.

En 1973, Bolaño decidió viajar a Chile para vivir en primera persona el proceso político de Salvador Allende. Atravesó América Latina en un largo viaje. Avanzó por tierra, hizo autostop y abordó un barco. Un mes después de llegar a Chile, mientras viajaba en autobús para visitar a una parte de su familia, fue apresado por las fuerzas de Augusto Pinochet. Fue liberado luego de 8 días —uno de los soldados que lo vigilaba había ido con él a la escuela— y finalmente expulsado. Roberto Bolaño nunca volvió a Chile, hasta noviembre de 1998. Lo hizo ya entronizado como la figura de un relevo, la metáfora fugaz de que el Boom ya tenía quien diera por cerrado aquel ciclo histórico. El realismo mágico tuvo en él su sepulturero.

El policiaco

El paso de las dictaduras militares a la democracia encontró en el policiaco un territorio fértil en América Latina. Mientras la novela política se fraguaba en la obra de escritores como Vargas Llosa, Carlos Fuentes e incluso el propio García Márquez, en los años sesenta y setenta surgió una corriente paralela al boom cuyos argumentos se desarrollaron en las fisuras de las incipientes democracias de la región. En ese entonces, autores como el brasileño R. Fonseca y el argentino Osvaldo Soriano echaron mano de la violencia, el crimen y el periodismo para construir un retrato de las sociedades en las que vivían. Hoy los argentino Jorge Fernández Díaz y Claudia Piñeiro o los mexicano Élmer Mendoza o Paco Taibo II son ejemplos más que elocuentes.

Argentina ha sido el país sudamericano con mayor cercanía al policiaco canónico. Borges y Bioy Casares se convirtieron en estudiosos y traductores del género. No sólo lo incorporaron a su obra, también crearon la colección ‘El séptimo círculo’ y editaron dos antologías con los mejores relatos. Autores como Ricardo Piglia siguieron aquella estela marcadamente europea. Emilio Renzi, ese investigador que apareció por primera vez en ‘Respiración artificial’, sirvió a Piglia como un álter ego, al mismo tiempo que recuperó el pulso del relato policíaco borgiano.

En ‘El decálogo del relato policial argentino’ el crítico Carlos Gamerro desgrana una serie de máximas sobre el género en argentina, la primera y más imponente de todas: «El crimen lo comete la policía». A esa continúan los siguientes imperativos: «El propósito de la investigación policial es ocultar la verdad»; «las pistas e indicios materiales nunca son confiables: la policía llegó primero. No hay, por lo tanto, base empírica para el ejercicio de la deducción». Sin duda, la novena y décima aportan los rasgos esenciales del policiaco latinoamericano: «Los detectives privados son indefectiblemente ex-policías», por lo que se investiga con el propósito de descubrir «la verdad, nunca obtener justicia».

En el relato negro anglosajón, un policía o un investigador tienen el respaldo de las leyes y las instituciones judiciales. Identificada con la denuncia social y la posibilidad de arrojar luz sobre las desigualdades, la novela negra es una mirada crítica. Refleja aquellos aspectos de la realidad que son incómodos. Donde no llega el periodismo lo hace ella y así ha sido desde sus inicios. Parece periodismo, pero no lo es. ¿Policiaco o realismo? ¿Del realismo mágico … al trágico?

Existe una zona híbrida a mitad de camino entre el ‘noir’ y el realismo, y que incluye casi toda la obra de Horacio Castellanos Moya, ‘Una novela criminal’, de Jorge Volpi, lo más reciente de Rodrigo Rey Rosa, todo Fernanda Melchor, el Juan Gabriel Vásquez de ‘El ruido de las cosas al caer’ y ‘Mujeres que matan’, de Alberto Barrera Tyzska o hasta novelas como ‘The night’, de Rodrigo Blanco Calderón. Todos estos libros forman parte, en palabras de Santiago Gamboa, de una «novela negra involuntaria».

La mirada histórica, volcada en la reflexión sobre la memoria que caracteriza la obra Vásquez, así como del propio Héctor Abad Faciolince con ‘El olvido que seremos’, aporta una reflexión histórica sobre América Latina: desde lo biográfico se despliegan algunos de los principales episodios de conflicto con la historia colectiva. La indagación de la memoria, de aquello que se esconde o se busca adquiere en Juan Villoro un trabajo profundo con su libro ‘El testigo’, publicada por Anagrama hace ya más de una década.

No es gótico, es realismo

Los cambios en el debate público sobre la igualdad de género, la eclosión del movimiento MeToo contra el acoso y la discriminación contra las mujeres, así como una predisposición natural a abordar lo femenino en el debate político, ha coincidido con la consolidación de una nueva generación de autoras que visibilizan las relaciones con la familia, la violencia, los feminicidios y la situación política. Destacan por su mirada incisiva y profundamente literaria. Entre sus nombres destacan las argentinas Selva Almada, Mariana Enríquez, María Gainza, Samanta Schweblin o Ariana Harwicz, las mexicanas Fernanda Melchor, Guadalupe Nettel y Valeria Luiselli, las colombianas Margarita García Robayo o Pilar Quintana, así como la peruana Gabriela Wiener y las ecuatorianas María Fernanda Ampuero o Mónica Ojeda.

Nacidas entre finales de la década de los sesenta y finales de la década de los ochenta, sus obras no sólo han alcanzado una enorme visibilidad internacional, sino que mezclan en sus tramas abiertamente contemporáneas la violencia, la poesía, la locura, el erotismo, la corrupción, la desigualdad, pero también el folklore, la fantasía, el terror e incluso el sincretismo y la hibridación entre realidad y fantasía. Esta última característica ha pretendido etiquetar la obra de algunas de ellas, especialmente la de Mónica Ojeda, como ‘Gótico andino’, una de forma de vestir de exotismo una sofisticada forma de realismo. La literatura latinoamericana, como lo hizo con el policiaco, ha estilizado y perfeccionado sus herramientas. No embellece sus miserias ni convierte en una nube de mariposas amarillas sus fosas comunes, aunque se le perciba así. Propone una novela realista que muta en su naturaleza, pero no es sus propósitos: interpelar y sintetizar la realidad de la que forman parte, ya sea como refutación, parodia, denuncia o metáfora.

 

 

 

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