Democracia
«Tal vez pidamos demasiado a la democracia y debamos ser menos exigentes con ella. Pues está visto que no bastan las elecciones, los partidos políticos, las cámaras representativas, una Justicia independiente, una educación que proporcione la igualdad de oportunidades a todos, una economía que ofrezca salarios y puestos de trabajo a quienes lo pidan y un sanidad que atienda a cuantos lo necesiten, para ser realmente una democracia. Aunque todas esas condiciones sean necesarias para que arraigue y florezca».
Por la claridad conceptual, audacia de la idea e ironía subyacente, la definición churchiliana de la democracia, «la menos mala de las formas de gobierno», se ha impuesto a todas y se repite hasta el punto de haberse convertido en lugar común. Pero hay otras no menos valiosas que sin tanto bombo merece la pena tener en cuenta en un momento como el actual, en que crece la duda sobre ella. Tal vez la democracia haya sido víctima de su éxito. Su popularidad fue tal tras la derrota de los fascismos que hasta sus enemigos intentan ponerse a su sombra. Empezando por la mayor de todas las dictaduras, la comunista, que se declaró ‘democracia popular’, buscando su raíz griega ‘gobierno del pueblo’, cuando el pueblo no pinta nada en ella, al estar el poder concentrado en la élite del partido. El franquismo se contentó con proclamarse ‘democracia orgánica’, sin concretar de qué órganos hablaba, y nuestros progresistas más lanzados sólo llaman democracia a poner bajo su férula a todos los estamentos del Estado. Que es lo más antidemocrático que existe.
Pudiera ser que la democracia perfecta sea un objetivo demasiado distante para alcanzarlo. Que ese reino «no sea de este mundo», como dijo Jesús a Pilatos del suyo o como cuando se pregunta a los intelectuales de izquierda por Rusia, Cuba, China y otros países de diseño marxismo-leninismo, nos responden que tales países «aún no han alcanzado la fase del auténtico comunismo». No sé a qué esperan. Porque se les está pasando el arroz desde que China eligió la senda de un capitalismo de Estado.
Tal vez pidamos demasiado a la democracia y debamos ser menos exigentes con ella. Pues está visto que no bastan las elecciones, los partidos políticos, las cámaras representativas, una Justicia independiente, una educación que proporcione la igualdad de oportunidades a todos, una economía que ofrezca salarios y puestos de trabajo a quienes lo pidan y un sanidad que atienda a cuantos lo necesiten, para ser realmente una democracia. Aunque todas esas condiciones sean necesarias para que arraigue y florezca. Recuerdo los tiempos en que se decía que era necesaria una renta per capita de mil dólares anuales para ser una democracia. Hace ya muchos años que dejamos atrás esa cifra, y seguimos sin tener una democracia completa.
Ni siquiera los ingleses, que presumen de la mejor y más moderna. Basta ver cómo su gobierno les miente, cómo tratan a los inmigrantes y van a bandazos para darse cuenta de lo que les falta mucho para serlo. En cuanto a los franceses, con su gran Revolución a cuestas, no hacen más que protestar por las desigualdades e injusticias. A los alemanes empieza a ocurrirles algo parecido. Posiblemente los escandinavos sean quienes más se aproximan, pero basta ojear su porcentaje de suicidios y delitos malolientes para darse cuenta de que tampoco son un ejemplo para nadie.
¿Ha entrado la democracia en crisis? La realidad es que la democracia siempre estuvo en crisis. Es un objetivo, un ideal, una quimera hasta cierto punto. Si es el gobierno de la mayoría, ¿qué hace con las minorías, que siempre habrá? Respetarlas, me contestarán. Pero ¿y si esas minorías son tantas que coaligadas forman gobierno y envían a la mayoría a la oposición, lo que ocurre cada vez con más frecuencia?, ¿sigue siendo una democracia? Pues sí. Pero en ese caso, hay que echar mano de la definición de Churchill, de conformarnos con lo que hay aunque tal vez nos ayude la definición de la política de Bismarck: «El arte de lo posible», mucho más a ras del suelo. Si se pide, se busca, se exige lo imposible, no es que no haya política, es que no hay democracia, sino lucha a muerte incluso dentro no ya de un mismo país, sino dentro del mismo partido, como ocurre con más frecuencia de la necesaria para la estabilidad de una nación. De ahí que el primer gran enemigo de la democracia sea el extremismo, el quererlo todo y no ceder nada. Así no se llegará nunca a un acuerdo, a un compromiso, a lo que la Transición española denominó «consenso» y permitió cambiar de régimen sin violencia. Algo que se ha volatilizado por las discrepancias no ya entre los partidos, sino dentro de ellos, que hacen cada vez más difícil la gobernabilidad del país.
Pero es lo que hay y con lo que tenemos que apechugar, ya que tales divergencias se están dando incluso en los países de más rancia democracia, como Estados Unidos, con un Trump arengando a sus seguidores a asaltar el Congreso para que revocase un recuento de votos. Por fortuna, la mayoría no le siguió pues hubiésemos tenido un golpe para la democracia.
Que se trata es una combinación de derechos y deberes, de innovaciones y frenos, de fuerza y delicadeza como los móviles de Calder es lo que la hace tan atractiva y, a la vez, tan rara. Desde luego no es para pueblos apasionados ni nostálgicos, sino serenos y de firmes convicciones, sin llegar a la tentación de querer imponérselas a los demás, porque puede que los demás no las acepten. Me trae a la memoria el acertijo de una de las primeras novelas de James Bond, que une las ventajas y desventajas de la piedra, el cuchillo y el papel: el papel puede cubrir a la piedra, pero el cuchillo puede rasgarlo. Mientras el cuchillo puede rasgar el papel pero se mella contra la piedra. Es un poco el dilema de la democracia, que debe regirse por el bien común, respetando en lo posible los deseos y peculiaridades de todos y cada uno de sus ciudadanos. Estableciendo un equilibrio de poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, que impida a uno de ellos imponerse sobre los demás y, permitiendo al mismo tiempo la creatividad individual.
Algo que, mucho me temo, tardará más que el cambio climático que nos obligue a veranear en Finlandia. Yo, desde luego, no lo veré. Y no lo lamento.