Dentro de la ley nada, fuera de la ley todo
Una persona hizo desaparecer una 4×4 para poder cobrar el seguro y se presentó a una comisaría de Vicente López para denunciar que se la habían robado. Le preguntaron dónde había sucedido el hecho y descubrieron de inmediato que era una mentira. En algunos temas nuestros detectives son realmente infalibles: elemental, mi querido Watson, la policía manejaba el mercado del robado y sabía perfectamente cuál era el área del partido en la que permitían operar a los ladrones. La anécdota data de hace unos años, pero la práctica está plenamente vigente en vastos sectores de la provincia de Buenos Aires, y se entronca con un negocio que supera los 1.200 millones de dólares anuales, puesto que los autos, los celulares y las cargas de camiones (vía piratería del asfalto a gran escala) generan un descomunal mercado paralelo manejado por delincuentes, compradores y vendedores truchos, y prohijado por funcionarios policiales y dirigentes políticos que son partícipes necesarios de toda esta rosca. La cantidad de arrebatos, asaltos y saqueos es tan aluvional que se mide por hora, y a pesar de que existen muchos “shoppings de lo sustraído”, hay un lugar paradigmático, un verdadero santuario de lo ajeno que es pasión de multitudes: la colorida Feria de Solano, una de las más grandes de Sudamérica. Asentada a lo largo de treinta cuadras y ubicada en el límite de los partidos de Quilmes y Almirante Brown, esta verbena es provista generalmente por el delito organizado, y ya se transformó en un verdadero fenómeno social y cultural donde lo legal y lo ilegal se confunden, y donde también se pueden adquirir por poco dinero los medicamentos más variados, incluso antibióticos de origen incierto. Una puestera confiesa: “Llega gente a la que le entraron ladrones en la casa y viene a ver si puede recuperar algo”. Los militantes setentistas podrían aducir, aunque en voz baja porque es piantavotos, que se trata de una reparación frente al “egoísmo y la injusticia capitalista” y, por lo tanto, de un virtuoso bazar de la expropiación popular, dado que se despoja al que tiene y se le vende allí barato al que no puede acceder por la vía normal y corriente. La vida, como pensaba Darwin, siempre se abre paso. Pero por las mismas razones y con los mismos métodos lo que ha surgido de ese frondoso árbol envenenado no ha sido ningún Robin Hood socialista sino una serie de mafiosos de gran ambición y de una crueldad ilimitada. La mafia de todos los tiempos y de todas las latitudes, en lugar de resultar revolucionaria, ha demostrado ser profundamente conservadora. Dentro de la Argentina ese axioma se verifica con exactitud. Y su vínculo directo con el narco —un mercado aún más rentable— no resulta más que la evolución natural de las cosas.
En el estremecedor libro Conurbano salvaje (Random House Mondadori), que escribieron a dúo dos grandes periodistas —Carlos Reymundo Roberts y Daniel Bilotta— se desmenuza todo este modus operandi y se narra un episodio desconocido: durante el gobierno de Cambiemos, un flamante intendente visitó el Ministerio de Seguridad y pidió ayuda para terminar con la venta de estupefacientes en las villas de su jurisdicción; adjuntó en seguida una lista de veinte “quioscos” y las fuerzas federales enviaron a dos efectivos encubiertos para realizar la inteligencia previa. Cuando acabó el primer día, el intendente recibió una visita inesperada en su propia casa: uno de los jefes zonales de la policía le preguntó si era él quien había enviado a dos forasteros a husmear en esas zonas. Cuando la respuesta resultó afirmativa, el jefe se subió al patrullero y se marchó; al intendente le quedó entonces la certeza de que “no se estaba metiendo con los narcos, sino con una caja de la policía”.
Otro colega de un partido cercano refiere que una vez le pidió a un comisario que apartara a un uniformado: estaba a cargo de la seguridad de un barrio, y se sabía que coordinaba y protegía a los narcotraficantes. Poco después hubo un furioso tiroteo en esa misma barriada, y cuando el intendente llamó alarmado al comisario, éste contestó a todas sus preguntas con una única letanía: “Usted me pidió que sacáramos a ese agente”. Una y otra vez: “Usted me pidió que sacáramos a ese agente”. Todos los alcaldes bonaerenses saben lo obvio: “No se vende un gramo sin que la policía lo sepa y lo permita, y por lo cual obviamente cobra. Es una fuente inagotable de dinero”.
Roberts y Bilotta, que rescatan “a todos los que con afán de superación luchan en el conurbano para ser reconocidos como ciudadanos de pleno derecho”, nos recuerdan sin embargo que en este “paraíso” regenteado mayormente por el justicialismo durante décadas hay un 45% de pobreza y un 9,8% de indigencia; el 50% de los niños y adolescentes son pobres, el 21% de los hogares carece de agua corriente, el desempleo ronda el 37% y los salariados no registrados constituyen bastante más que el 36% de la población. Y que uno de los “barones” más emblemáticos de esta verdadera antología de feudos es el actual jefe de Gabinete con sede en La Plata, Martín Insaurralde, quien se mudó de su casa de Lomas de Zamora a un suntuoso departamento de Puerto Madero y admitió, con desfachatez, que lo hacía para huir de la inseguridad.
«Se trata de la fase superior del populismo feudal: reducir el electorado a servidumbre y convertir a la víctima en dependiente de su propio verdugo»
Este fresco social, escrito con la depurada técnica del mejor reportaje periodístico, viene a llenar un vacío, puesto que los medios de comunicación suelen estar muy lejos de esas realidades o las cubren de manera espasmódica. El drama acontece en una tierra hostil formada por diversas comunidades con culturas a veces antagónicas, que es el reino de la desigualdad, y donde campean la improvisación constante, la tendencia al caciquismo y la desmesura, y donde las leyes fácticas se imponen a las formales. También en un universo que abarca a diez millones de personas y que es, por lo tanto, indispensable para ganar cualquier elección nacional; en algunos de sus confines, el clientelismo y el adoctrinamiento han sido tan sistemáticos que resulta “inconcebible no ser peronista” (sic). Se trata de la fase superior del populismo feudal: reducir el electorado a servidumbre y convertir a la víctima en dependiente de su propio verdugo. Que con sus desastrosas políticas económicas y sociales la condenó a la miseria, pero que a la vez se mantuvo cerca para “salvarla” eventualmente de la inanición final con limosnas, para recoger de este modo su respaldo agónico el día D en las urnas. Con todas las críticas que se le podrían realizar al Perón original, que como es fama se inspiraba en el primer ideario de Benito Mussolini, no se le podría sin embargo acusar de no haber intentado consolidar un formato que fortaleciese el Estado e instaurara el orden, el trabajo e incluso la justicia social. Sus herederos, sin embargo, parecen haberse abocado ciegamente, aunque con ahínco, a destruir todos y cada uno de esos objetivos básicos: construyeron en el conurbano bonaerense un Estado quebrado y fallido, donde la escuela pública quedó herida de muerte, la salud fue detonada y la seguridad es apenas una broma macabra gracias a un abolicionismo militante, una criminal opción por los delincuentes, la gestión de una policía gansteril a la que le han entregado el poder y el despliegue de las organizaciones narco, a las que cedieron por acción u omisión el territorio y la iniciativa. Fue un viaje desde el primer apotegma: “Dentro de la ley todo, fuera de la ley nada” hasta la última consigna no escrita pero real: “Dentro de la ley nada, fuera de la ley todo”. Es que el peronismo post mortem consiguió el desorden más absoluto, devastó la cultura del trabajo, fabricó una pobreza galopante y condenó a media población activa a subsistir en la ancha franja de la economía en negro, algo que retrotrae las más básicas conquistas sociales a décadas infames. El justicialismo consagró la injusticia. Probablemente si aquel Perón original viviera, estaría ahora mismo anonadado frente a la obra maestra del terror que consumaron sus propios muchachos, muchos de los cuales han tenido además la precaución de volverse millonarios mientras promovían las banderas del pobrismo. Se trata de uno de los fracasos más flagrantes y estrepitosos de la historia política moderna.