Derechas e izquierdas desde una perspectiva cubana
Raúl Castro acompañado de hijo y nieto. (MARTINOTICIAS)
Desde La Habana me llega un correo electrónico en el que se intenta abordar los desafíos que enfrenta el país a partir del eje binario de «izquierdas» y «derechas». Imagino que dos factores inciden en ese interés. Uno es el inicio del repliegue regional del populismo. Otro es el congreso en abril del único partido legal en la Isla. El mismo que impone a los cubanos esta dudosa semántica y enfoque desde su monopolio sobre todas las instituciones del Estado.
El lenguaje de los jacobinos y girondinos en el siglo XVIII no permite entender lo que nos sucede en el siglo XXI, en ninguna latitud geográfica.
Los dilemas que hoy enfrenta la humanidad no pueden ser resueltos desde vetustos conceptos de izquierda y derecha. Tampoco permiten etiquetas de socialismo o capitalismo. Como afirmé enTercer Milenio (La Habana, 1993) lo que hoy experimentamos es un cambio de época, no una época de cambios. Este período se caracteriza por la obsolescencia acelerada de todo lo que conocimos. Como nos recordaba en fecha reciente Moisés Naim, todo es insólito. Desde la caída de la URSS y el bloque del Este, hasta la ruina de Kodak por Instagram o la de los taxis por Uber.
Discutir el futuro de Cuba —o de cualquier país— desde las coordenadas conceptuales del pasado siglo es un ejercicio fútil e incluso peligroso. No es posible abordar y resolver los desafíos presentes si no se les nombra con claridad.
Cuba hoy es simplemente un país pobre, desconectado de los procesos globales, con pésima infraestructura física, de comunicaciones y financiera; con dos décadas de retraso en la adquisición de una conexión confiable y rápida a internet; con la calidad de sus servicios públicos (salud, educación, transporte, agua, electricidad, alcantarillado) en caída libre; con tierras degradadas y los salarios más bajos del hemisferio. También es una sociedad cerrada, donde no hay libertades básicas para el ejercicio de los derechos de libre expresión, asociación, movimiento, sindicalismo o elección política, de forma que los ciudadanos puedan cambiar, sin violencia, ese lamentable estado de cosas y alcanzar la prosperidad.
Las políticas con las que algún día se intente arreglar ese desastre no son socialistas ni capitalistas, sino buenas o malas, eficientes o ineficientes. Las que hoy allí están vigentes son pésimas y contraproducentes.
¿Revolución? La «revolución cubana» la comenzaron a asesinar desde la época en que se luchaba contra Batista, cuando un grupo de vocación totalitaria y caudillista comenzó a planear cómo liquidar a sus compañeros después del triunfo. Hablar de ella en 2016 es una gran estafa. Lo que existe en la Isla es un régimen totalitario de gobernabilidad en manos de un clan familiar.
¿Soberanía? ¿Cómo es posible enarbolarla en el siglo XXI para oponerse a los derechos ciudadanos, cuando a la sociedad cubana en su conjunto se le priva del derecho a ejercer la autodeterminación?
¿Nacionalismo? Difícil defender la gestión gubernamental desde ese desgastado concepto, gestado a fines del siglo XVIII, cuando La Habana siempre prefiere negociar con potencias extranjeras y se niega siquiera a dialogar con sus ciudadanos.
No comparto la idea de que la «burocracia» es la Gran Culpable. El poder en Cuba lo detentan dos familias con el mismo apellido: Castro. En torno a ellos hay un selecto grupo de militares. Juntos representan una elite de poder permanente. Más abajo hay una burocracia que apenas sirve para «administrar»sus intereses, no para adoptar decisiones claves que beneficien al país.
Lage, Robaina —y hoy Díaz Canel— nunca fueron miembros de la elite de poder. Son simples CEO’s, siempre descartables. Los verdaderos propietarios de Cuba ejercen sus privilegios como si la Isla fuera una empresa privada registrada bajo la marca de «revolución cubana». A ese «registro corporativo» han agregado calificativos de progresista, izquierdista, anticapitalista y otros, que solo sirven para distorsionar la comprensión de la realidad.
Me río al pensar que Bernie Sanders y Podemos hablan espantados de una casta que siendo el 0,1% de la población es propietaria de más de la mitad de la economía. En este tema, como en otros de derechos humanos, padecen de severa hemiplejia moral al seleccionar las víctimas que prefieren «defender». Cuando el trasgresor es de su misma camiseta política optan por callar. En Cuba unas 100 personas disponen a su capricho de la Isla entera. ¿Qué por ciento representan con relación a los 11,5 millones de ciudadanos en la Isla y los otros dos millones que están fuera?
En nombre de la abstracción «propiedad estatal sobre los medios de producción», los «accionistas» de esa dudosa corporación, y la familia que la preside, disponen de toda Cuba en calidad de usufructo permanente e ilimitado. No necesitan ser propietarios formales de centros laborales, recreativos, o inmuebles. También tienen poderes ilimitados para hacer lo que les venga en gana respecto al resto de los cubanos. El reclamo de libertades y derechos humanos es el único exorcismo que va al centro del problema.
La modernidad murió en los hornos de Auschwitz. El respeto absoluto a la soberanía sobre Alemania le permitió al Gobierno de Hitler, primero, acabar con las libertades y derechos ciudadanos, para luego, a la sombra de una sociedad cerrada, emprender el rearme que tenía prohibido. Los soviéticos y el Gobierno cubano pudieron secretamente instalar cohetes nucleares en la Isla porque ya no existían libertades básicas para denunciar a tiempo esa operación. El Jemer Rojo primero inició un genocidio nacional —que hizo imposible toda disidencia incluso al interior de ese partido— y luego agredió a su antiguo aliado y vecino Viet Nam. Hanoi, por cierto, no tuvo reparos en adoptar una política de «cambio de régimen» para instalar con las bayonetas de su ejército un gobierno que le fuese amistoso en Cambodia.
Los derechos humanos consagrados en la Declaración Universal de 1948 tienen como referente los adoptados por la Revolución Francesa, pero con una diferencia sustantiva: a partir de entonces se estableció que no son solo una incumbencia nacional, sino un bien que debe ser protegido por la comunidad internacional. No es asunto de moralismos. Que sean respetados es una necesidad de la estabilidad y seguridad internacionales. Los países signatarios de la Declaración Universal de Derechos Humanos y de los diferentes pactos internacionales para la protección de los derechos ciudadanos, han reconocido al suscribirlos que su soberanía en ese tema tiene límites.
Sin libertades y derechos ciudadanos la sociedad cubana no será socialista ni capitalista, de izquierda o derechas, sino continuará siendo una finca privada, desastrosamente administrada, que emplea mano de obra esclavizada, y cuyos dueños pueden de nuevo representar un peligro mortal a sus vecinos.
De eso, creo yo, es de lo que hay que hablar.