Ética y MoralPolítica

Descifrando la hipotenusa de Evo

Lo primero es la posibilidad de un choque de sus gigantescos egos, producto del achicamiento del escenario. Ya no hay espacio protagónico para Morales y García Linera.

 

 

Uno de los capítulos más fascinantes del populismo latinoamericano lo protagonizan por estos días Evo Morales y su antiguo confidente, amigo, compañero de mil batallas y vicepresidente, Álvaro García Linera. Hace pocos se supo que el distanciamiento político, observado en los últimos meses, derivó en una feroz disputa personal.

Morales le dedicó toda clase de epítetos, incluyendo aquellos que se suelen aprender en la infancia futbolística. No se los dijo en aymará o quechua, idiomas que con seguridad domina mejor. Fue en castizo puro. Quería asegurarse que el destinatario los entendiese. “Traidor” es lo más suave que le espetó.

García ha sido, por ahora, menos vociferante. No por ello menos categórico. Optó por ir a la cuestión de fondo. Culpó al expresidente del desastre interno del MAS y de errores garrafales durante sus largos años de mandato. Fue toda una novedad escucharlo.

Llega a su fin el jueguito de mostrar dos caras de una misma moneda, iniciado a fines de los 90. Desde entonces, parecían un dios Jano altiplánico. Dos caras de lo mismo.

El blanco y el amerindio. Dos figuras dialogando sobre el crisol de razas, etnias, pueblos y tribus, con el sentimiento etno-céntrico y los “movimientos sociales” como elementos motivadores. Postulaban el reemplazo de la clase obrera y, aunque hablaban dialectos distintos de una misma lengua ideológica, se jactaban de haber descubierto un nuevo río subterráneo de la historia. Los indígenas eran el gran “sujeto social” de este siglo.

El mundo progre los miraba obnubilados. Un arrobo extático se percibía en los círculos políticos e intelectuales incondicionales, tanto en el mundo desarrollado, como en el latinoamericano. Morales y García atrajeron la atención de todos quienes soñaban con reconstruir sus partidos tras el descalabro soviético.

Uno jugaba a ser el teórico marxista. El otro pretendía ser el gran líder de las masas pauperizadas. Los unía el determinismo social, el odio al capitalismo y a los imperios europeos. Ambos coqueteaban con todo el espectro. Tanto con la generación que se iba -con la de los Castro y sus admiradores-, como con esos jóvenes europeos y latinoamericanos dichosos de asistir a la construcción de una arcadia indígena en el corazón de los Andes.

Sin embargo, ese espíritu museal que los impregnaba se extinguió. Y ocurrió de la peor manera. Eso es perceptible al mirar sus rostros enervantes, aunque parece prematuro aventurar sobre los reales motivos del quiebre. En principio, no parecieran estar presente aquellos elementos tan frecuentes y prosaicos, como recursos externos esfumados o enredos que remiten al dicho cherchez le femme. La experiencia invita a no ser apresurados. Nada debería descartarse a priori.

Por ahora, las conjeturas parecieran tener más sentido en la naturaleza de cada uno.

Lo primero es la posibilidad de un choque de sus gigantescos egos, producto del achicamiento del escenario. Ya no hay espacio protagónico para ambos. Dos escorpiones no caben en una misma botella, reza un viejo adagio.

En el apogeo de sus vidas políticas, ninguno de ellos -ni el indígena hierático ni el matemático cursi- perdieron el tiempo “habitando” sus cargos. No. Los ejercieron con energía. Viajaron por el mundo promoviendo las bondades de su modelo. Por separado, y cada uno a su manera, gozaban ante tanta lisonja.

Una segunda posibilidad es ver el quiebre a la luz del “modelo zambiano”. Ha caído el telón y ya no hay espacio a la duda. Ambos se hicieron cómplices en mantener un gran secreto llamado racismo inconfesable. Esto se vio previamente en Zambia, en tierras del socialismo africano. Allí, Guy Lindsay Scott, un blanco nacido en Zambia y, desde muy joven, activista del movimiento anticolonial (como sus propios padres), llegó a ser vicepresidente de Michael Sata. Scott era, igual que García, el intelectual de la dupla. Ambos se lucían mostrando su modelo. Una auténtica arcadia racial.

Sin embargo, el intempestivo fallecimiento de Sata dejó en el poder a su vicepresidente, y la realidad cayó de golpe sobre Zambia. Scott, el blanco, asumió la primera magistratura, pero a los pocos los meses renunció. Se hizo evidente que la democracia zambiana podía ser popular, de izquierda y progre, pero no podía aceptar que un blanco fuese presidente. La igualdad tenía sus límites y le pidieron ser realista. Para reforzar el “mandato popular” se elaboró un decreto, determinando la necesidad de que quien acceda a la presidencia debía ser hijo de zambianos nacidos en Zambia. Scott no tuvo más opción que aceptar su destino.

Como todo revolucionario interesado en los vaivenes de las tumultuosas experiencias socialistas, García Linera quizás supo de esta historia y, al igual que Scott, aceptó su destino. Jamás podría dirigir los destinos del MAS ni menos ser presidente. La boliviana era una democracia como la zambiana. Con severos límites. Dicho en frío, una democracia protegida.

Instalado en aquel ambiente, García, por ser blanco, seguramente soportó con estoicismo más de alguna ignominia o maledicencia. El picaresco Evo lo debe haber tenido harto desde hace bastante tiempo y ahora, situado en los márgenes de la otra gran batalla entre Evo y el Presidente Luis Arce, debe haber sentido que había llegado el momento de decir basta.

Lo más probable es que cargaba con esa enorme pesadez de tratar de entender a un hombre tosco, de verborrea abstrusa y llena de monosílabos. García era distinto. Era expansivo contando su gusto por las guerrillas y presumía de lecturas variadas sobre la utopía socialista, pero decía tener debilidad por las matemáticas y la geometría. La mezcla causaba sensación entre sus contertulios.

Y, de paso, estalló lo más difícil de digerir. Su propia caída en desgracia. Este quiebre con Evo lanzó mantos de duda sobre su propio pasado. Sus estudios de Matemáticas en México, resultaron no ser tales. Su exilio a fines de los setenta, tampoco. Nunca ha explicado cómo llegó a aquel país ni a qué se dedicó allá efectivamente. Una “aclaración” de la UNAM dio algunas luces. No había terminado carrera alguna, aunque sí se había matriculado. Varios curiosos escarbaron en eso de “licenciado en Matemáticas” (como se firmaba) y en su calidad de profesor universitario de sociología. Debió admitir que era un autodidacta en esa disciplina.

Lo que sí se sabe es que en México encontró el amor. Conoció a su primera esposa, una activa militante de las guerrillas salvadoreñas, tan populares en aquellos años. Con ella regresó a Bolivia llevando entre manos un “emprendimiento familiar”. Formaron el llamado Ejército Guerrillero Tupac Katarí, el cual tras unos pocos atentados terminó neutralizado. Sus cálculos en cuanto a la “oportunidad de negocios” fallaron. Fue una aventura muy amateur y ambos cayeron presos. De paso, la cárcel extinguió el amor. En esos aciagos años, García conoció a Morales.

El líder cocalero aceptó ese mundo imaginario de García. Le pareció útil su life story. Lo veía como un hombre cosmopolita y de ideas elaboradas. Pieza importante para su futura aventura populista.

Desarrollaron una amistad profunda, pero todo terminó siendo un sainete. Entretenido, lúdico y con trazos de thriller. Con harta intriga y suspenso. El teórico y el líder han caído en una gresca personal que podría terminar de forma poco decorosa. Algo usual en la política boliviana.

 

 

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