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Descubriendo el son cubano

Santiago Auserón con Compay Segundo, en un encuentro entre el flamenco y el son cubano en Sevilla en 1994.

Santiago Auserón evoca su pasión por la isla y su música

En su editorial, La Huella Sonora, Santiago Auserón acaba de publicar Semilla del son. Un librito demasiado breve —44 páginas— pero deslumbrante, que comienza con su viaje turístico a Cuba en 1984. Entre la escasa oferta de fonogramas, encuentra “un casetico” del Guayabero, un sonero picaresco al que, años después, localiza en su Holguín natal.

Despega así una historia de amor con doble vertiente. Como creador, Santiago inicia un aprendizaje que desembocaría, ya en los noventa, en el rock montuno de Juan Perro. Aparte, comparte su fascinación mediante una valiosa colección de grabaciones clásicas y la producción de la Antología, de Compay Segundo; usa su carisma para introducir a los artistas cubanos.

Urge enfatizar lo arduo de su empeño: los clásicos cubanos ni siquiera estaban disponibles en el mercado local. En pleno Período Especial, debe recurrir a la valija diplomática para conseguir cintas DAT, donde copiar el material de la discográfica estatal EGREM, que publicará en la serie Semilla del son. Simpatizante sentimental con la Revolución, Auserón prescinde aquí de las circunstancias políticas que llevaron a la marginación de la música tradicional. Inicialmente, su apuesta chocó a la nomenklatura castrista. Recuerdo el pasmo de un alto funcionario ante Compay: “No entiendo qué ven los españoles en ese matusalén, cuando ustedes tienen a artistas de verdad, como Julio Iglesias”.

Santiago no presume de exclusividad en la difusión de aquel tesoro. Coincide en La Habana con gringos como Ned Sublette, un músico tejano que cayó bajo el embrujo de la rumba negra, o el representante de David Byrne, preparando una recopilación para el sello Luaka Bop que —muy acertadamente— describe como “menos rigurosa” que su Semilla del son.

 

Auserón también rompe su silencio sobre el fenómeno Buena Vista Social Club. Explica su conexión con Ry Cooder, que aprendió rápido y terminaría por acertar en la diana. Por España circula la teoría de que Cooder se llevó el mérito que correspondía a Santiago.

Y no. Auserón funcionaba en el paradigma del evento cultural para el público español —Encuentro con el Son Cubano, Encuentros del Son Cubano y el Flamenco— mientras el californiano pensaba en discos de alcance global. Hasta sus criticados añadidos de slide guitar eran la firma del productor. Hilvanó un relato —“melodramático”, denuncia Santiago— que cautivó al mundo.

Había un pecado oculto: el énfasis en los viejitos ignoraba la creatividad de los jóvenes músicos cubanos. Conscientemente o no, tanto Cooder como Auserón menospreciaban la evolución de la música isleña: tal vez no sea casualidad que Santiago escriba mal (dos veces) el nombre de NG La Banda, la explosiva agrupación que encarnaba la autenticidad callejera. Dicen que no hay buena obra que no tenga su castigo. Juan Perro sufrió el Anatema del Mestizaje: tras la curiosidad inicial, el público rockero tiende a desentenderse de propuestas que incorporen ostentosamente otros géneros (una maldición todavía viva, recuerden el caso de Dover y su aventura africana). Una lástima: repasando ahora los primeros discos de Juan Perro, uno advierte que (1) sonaban mucho menos cubano de lo que pensábamos y que (2) contenían canciones que hubieran arrasado de venir firmadas por Radio Futura.

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