Desfile después de “la batalla”
Hasta el momento el Gobierno cubano ha sido incapaz de superar lo que podría llamarse una “dictadura imperfecta”, y necesita ajustes de forma constante. Por décadas ha mantenido y desarrollado un eficiente aparato represivo, cuya actuación permite una comparación simple: la incapacidad para producir bienes corre pareja con la eficiencia para generar detenciones. Sin embargo, no basta con ello. En ocasiones tiene que reinventar o sacar del baúl viejas tácticas —gastadas, pero al parecer aún efectivas— de intimidación y distracción. Toda la atmósfera de “ambiente de guerra”, que en la actualidad se vive en la Isla —más mediática que militar—, responde a dos propósitos: reafirmar que el inmovilismo político se mantiene, más allá de ligeras transformaciones económicas, y desempolvar el pasado para otorgarle una presencia permanente. Nada mejor a estos objetivos que el desfile militar anunciado para el 2 de diciembre.
Mientras el país se arrastra entre la necesidad de que se multipliquen supermercados, viviendas y empleos, y el temor o la convicción de que ello sea imposible sin una sacudida que ponga en peligro, disminuya o elimine el alcance de los centros de poder tradicionales, el régimen de La Habana se empeña en afianzar la imagen de estabilidad.
El Gobierno cubano ha logrado vender esa estabilidad con éxito, por encima de cualquier esperanza de mayor libertad para sus ciudadanos. Así que el desfile militar cumplirá a un tiempo con la intención de recordarle a los ciudadanos que la camiseta y la lycra con la bandera estadounidense están bien para exhibirse, siempre que no se olvide que su uso es un permiso concedido por Castro y no una conquista, y que pueden ser cambiadas de un momento a otro por el uniforme de milicias, al tiempo que brinda la oportunidad de una breve vuelta al pasado —los tanques desfilando por la Plaza de la Revolución— como un recordatorio del presente. El volver a sacar el armamento en desfiles también ha sido un recurso utilizado por el gobernante ruso Vladimir Putin.
El 2 de diciembre de 2006
En pleno proceso de sucesión en Cuba, se llevó a cabo un desfile militar por el 50 aniversario de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, el 2 de diciembre de 2006.
En aquella ocasión, junto a los tres comandantes de la revolución sobrevivientes (uno, Juan Almeida, ya falleció), Raúl Castro pasó revista a las tropas. El rodearse de los “históricos” cumplió el fin de mostrar a Cuba y al mundo la única prueba de legitimidad que consideraba necesaria para asumir el poder, y no hizo más que repetir un gesto —y un principio— asumido muchos años antes por el dictador español Francisco Franco. Lo que vimos aquella mañana de domingo de 2006 fue una prueba de la “legitimidad de origen” del régimen castrista.
Sin embargo, durante la dictadura franquista —y con el caudillo en pleno dominio del mando— fue necesario superar la etapa de la “legitimidad de origen” para dar paso a la “legitimidad de ejercicio”, marcada por la promesa de una prosperidad alcanzada mediante la inversión extranjera y una liberalización económica que pretendió prescindir de sus equivalentes políticos, sociales y culturales.
Sin embargo, en Cuba los tecnócratas siguen esperando su momento, ya que, si a Raúl Castro ayer le bastó un saludo militar, para reclamar que quienes hicieron la revolución en las montañas orientales proseguirían al mando, incluso tras la desaparición de su hermano Fidel (que entonces se creía inminente), 12 años después ha demostrado ser incapaz de lograr que el país avance en el desarrollo económico, y hoy continúa reclamado el gobernar por derecho de origen.
Recordando aquel desfile, da la impresión de que el tiempo no ha transcurrido, y en este sentido, el panorama de la Isla resulta desalentador para las esperanzas de una transición paulatina pero firme hacia un gobierno democrático. En su lugar, hoy por hoy se ha reafirmado el criterio de que las alternativas se definen entre el caos, y el cambio traumático, y una evolución política, económica y social, en que la elite gobernante y sus herederos impondrán contenido, ritmo y escenario. Esa dualidad es la que, en última instancia, ha llevado a coincidir a Washington y La Habana desde antes del llamado “deshielo” y por encima de mandatarios demócratas o republicanos.
Las apariencias de estabilidad, sin embargo, no han hecho olvidar al Gobierno cubano que, en casi todas las naciones que han enfrentado una situación similar, lo que ha resultado determinante, a la hora de definir el destino de un modelo socialista, es la capacidad para lograr que se multipliquen no mil escuelas de pensamiento sino centenares de supermercados y tiendas. Y por ello continúa no solo reprimiendo el desarrollo de un pensamiento independiente, sino dosificando el avance del sector privado dentro de la economía.
Hay dos opciones, que no necesariamente tienen que tomar en consideración un ideal democrático. Una es el mantenimiento de un poder férreo y obsoleto, que sobrevive por la capacidad de maniobrar frente a las coyunturas internacionales y que en buena medida se sustenta en la represión y el aniquilamiento de la voluntad individual. Otra es el desarrollo de una sociedad que avanza en lo económico y en la satisfacción de las necesidades materiales de la población, sobre la base de una discriminación económica y social creciente, y a la vez conserva el monopolio político clásico del totalitarismo, aunque puede experimentar cierto avance hacia el autoritarismo.
De ambas opciones —y ambas, hay que repetirlo, excluyen el ideal democrático y libertario— el Gobierno cubano parece persistir en la primera, ya sea por añoranza, torpeza o edad para comenzar algo nuevo. Toda esta campaña de movilizaciones militares, ejercicios bélicos de fin de semana y un amplio desfile en la capital confirman esa incapacidad para abandonar las trincheras de que adolece la Plaza de la Revolución. Sin importar el despilfarro de dinero —un dato que será señalado y recordado por políticos y votantes en EEUU, a la hora de analizar las políticas del “deshielo”— y la pérdida de tiempo que implican estos “juegos de guerra”, Raúl Castro se limita a perpetuar el pasado: crear nuevas imágenes de tropas en desfile, e intentar revivir aquellos tanques rodando impetuosos por la Plaza de la Revolución o los cohetes, amenazadores, avanzando en la Plaza Roja.