Despertares
El despertar no fue violento ni rupturista. Se expresó con la serenidad propia de la democracia en el plebiscito del 4 de septiembre. Con una alta concurrencia a las urnas, el 62% ciudadano dijo No, abriendo un nuevo tiempo en la marcha agitada de los últimos años.
Foto: Camilo Alfaro / Agenciauno
Nunca entendimos eso de “Chile despertó”, consigna ondeada desde octubre 2019, que estremeció a muchos supuestos durmientes. ¿Despertó de qué? Al parecer, según grafiteros, entusiastas parlamentarios de la época e intelectuales tronantes, un explosivo despabilarse de la modorra de los 30 años de posdictadura. Una pesadilla de miseria y opresión, según visiones llevadas al extremo, seguramente visiones afectadas por lamentables situaciones personales, o bien marcadas por el fin de exaltar a las masas en pos de abiertos (o discretos) fines insurreccionales.
Claro que el Chile de entonces no era el edén que imaginaban las mentes conformistas de la gente acomodada y acunada en el propio bienestar. No, hubo limitaciones, reformas no emprendidas o inconclusas como aquellas constitucionales que habrían terminado en la transformación total de la Constitución de 1980. Abusos, deudas aplastantes, jóvenes extraviados en el vacío del no trabajo y del no estudio, la marginalidad presa fácil de la droga, fueron algunos de los ingredientes de un malestar creciente al que todos, no solo los gobiernos de esos años, debimos haber prestado mayor y urgente atención. Sin embargo, eran males no exclusivos de Chile y que podían ser enfrentados en el marco de la democracia y la institucionalidad sólida edificada por una generación de políticos que habían ya demostrado su espesor logrando el fin de la dictadura, sin ninguna violencia ni muertos de por medio. Es fastidioso repetir nuevamente los logros obtenidos en los años de democracia recuperada: millones de chilenos rescatados de la pobreza, acceso a bienes y servicios vetados a la gran mayoría, gasto social nunca visto en la historia del país, modernización del Estado. Definitivamente, no había que despertar de ningún mal sueño ni se necesitaban avisadores que nos sacudieran del sopor; había que hacer un balance serio y retomar crecimiento y bienestar desde otro punto de partida. No se hizo y debió hacerse, aun así nada justifica la explosión de violencia y destrucción posterior, ni tampoco la exaltación refundacionista de Chile, declarando en extinción no solo la vieja clase política sino parte de la historia, tradición y cultura nacional.
Lo que vino después sí fue un sueño, o mejor dicho un ensueño. Un sueño es un anhelo, una meta; el ensueño es la representación de un mundo a nuestra imagen y semejanza, distante de la realidad de los demás, de quienes son objeto de la ensoñación. El país que de buena fe muchos chilenos y chilenas (entre ellos parte de los constituyentes) idealizaron de acuerdo a su personales anhelos, distaba del “somos” de la mayoría. Fueron propósitos bien intencionados en algunos y calculados fríamente por teóricos (Atria) o analizados utilitariamente por otros (Politburós).
Con el abandono del camino de las reformas y la paciente construcción de consensos, con la demolición de instituciones consideradas obsoletas o retrógradas (el Senado, el Poder Judicial), con la tendencia a abolir las actividades “nocivas” (la extracción minera), con la condena al consumismo (sobre todo el de los otros), con el desenganche comercial del mundo (acariciando la autarquía), con la elevación del pluriculturalismo al plurinacionalismo, y con la erección y divulgación de una imagen del Chile ansiado coloreado por los extremos, la magna tarea constitucional emprendida por tantos activistas solo podía imponerse por la fuerza y la manipulación, como en las dictaduras y en los autoritarismos que bien conocemos en América Latina. En las sociedades abiertas y democráticas, como lo es Chile, una propuesta de tal dimensión debía pasar la prueba del consenso mayoritario, la prueba de la gente común. Como expresara Vlado Mirosevic, neo presidente de la Cámara de Diputados: “El octubrismo, por llamarlo así, el octubrismo y sus excesos terminó alejando y ahuyentando a las grandes mayorías. Estoy haciendo una generalización: un puñado de constituyentes imprimió un sello, un espíritu, que la gente rechazó” (ADN, 12.09.2022).
El despertar no fue violento ni rupturista. Se expresó con la serenidad propia de la democracia en el plebiscito del 4 de septiembre. Con una alta concurrencia a las urnas, el 62% ciudadano dijo No, abriendo un nuevo tiempo en la marcha agitada de los últimos años. Atrás queda el ansia y la incerteza de no saber adónde llevaría el diseño de un Chile desconocido para la mayoría de los chilenos, una aventura inquietante para la gente que mira más sus problemas cotidianos que las utopías y experimentos políticos. Algún desenfadado hablará de un tiempo de resaca, es decir de recomposición del cuerpo social del país. Lo cierto es que se imponen ya algunos puntos de fuerza de esa especie de sentido común que emergió de las urnas plebiscitarias. ¿Cuáles son esos puntos?
Primeramente, la necesidad de entendimiento dentro de la pluralidad, de transversalidad en los mínimos comunes de cualquier proyecto constitucional. Hoy se definen los “bordes” de una nueva Constitución, es decir de aquello que constituye la médula para que el texto constitucional sea de verdad la casa de todos, la ley madre que contemple inclusive los valores del adversario político y que den cabida a las otras culturas y formas de pensar, algo propio de las sociedades pluralistas. Luego, el combate decidido y mancomunado contra la violencia como medio de expresión, y de presión, para imponer las propias ideas. También se ha recuperado el rol de las instituciones republicanas en la construcción del nuevo orden constitucional, el Congreso ha recobrado la legitimidad democrática suficiente para diseñar un nuevo camino, a pesar de la “fatiga respecto del debate constitucional” (cito nuevamente a Mirosevic).
En fin, se ha abierto un periodo en que, como país, se debe, primeramente pagar la factura por la confusión entre la pertenencia personal y el sentir nacional, por la atracción rupturista y sus secuelas de iracundia, por el todo aquí y ahora y por el menosprecio del pasado, en un prolongado presente sin futuro claro. Será un periodo “fome”, sin el atractivo de sentirse parte de la inauguración de una nueva era, cuya luminosidad encandiló solo a la minoría. Como lo ha ido experimentando el propio presidente Boric, será tiempo de trabajo serio, de racionalidad y mesura en las medidas que pongan a Chile nuevamente en la senda del crecimiento, fortaleza y prosperidad equitativa.
Fredy Cancino es profesor.