Devaluaciones argentinas
A menudo mis compatriotas preguntan —a cualquiera que salga del país, a cualquiera que entre— “cómo nos ven afuera”. La “imagen argentina en el exterior” es una de las obsesiones nacionales. Por eso, no les gusta que les digan la verdad: que, en general, nadie nos mira. Salvo, faltaba más, en semanas como ésta.
Esta semana, la muerte del fiscal Nisman atrajo la crónica roja y negra de los diarios del mundo con sus botes, sus rebotes, sus tropiezos. Cuando se disipe la niebla del morbo policial-politiquero, cuando se haya asimilado el choque bruto de la vuelta de la muerte política al escenario nacional, empezarán a aclararse otros efectos de mediano plazo. Las devaluaciones, por ejemplo.
La Argentina, un país que (se) ha devaluado tanto, terminó de sancionar en estos días dos devaluaciones decisivas. Una es la devaluación de la palabra del Estado. En enero de 2007 la entonces presidenta Cristina Fernández decidió la intervención del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC). La inflación crecía más y más, y la respuesta oficial fue matar al mensajero: pusieron a un kamikaze al frente del INDEC y lo lanzaron a producir cifras visiblemente falsas, ridículas, que no engañaban a nadie. Provincias, parlamentos, consultoras ocuparon el vacío y empezaron a ofrecer números utilizables. El Estado suicida resignaba su monopolio sobre esos datos que definen la economía del país —inflación, empleo, pobreza, producción— y, sobre todo, dejaba clara su voluntad de mentir. Desde entonces, el Estado argentino fue percibido más y más como una fábrica de ficciones —el Relato—; la tendencia tuvo su apoteosis en estos días, en que nadie cree las versiones oficiales sobre la muerte de Alberto Nisman. Y no sólo porque son confusas, contradictorias; si, por algún milagro, la justicia o la policía mostraran un vídeo providencial que registrara la agonía paso a paso, quedaría una enorme proporción de argentinos que seguiría preguntándose cómo lo falsificaron.
Y, al mismo tiempo, terminó de devaluarse la palabra presidencial. La señora Fernández, tan adicta a las cadenas nacionales, se mantuvo en silencio toda la semana que siguió a la muerte de su acusador. Pero escribió dos cartas, publicadas en su Facebook. Si su autora no fuera la presidenta podrían usarse como ejemplo escolar de la degradación de la escritura al sur del sur, y de los vericuetos y asperezas de una mente confusa. Pero es. Se supone que la palabra de un presidente debe tener un peso: no por la persona sino por el cargo. Para un presidente, su palabra es una herramienta de poder: sus ciudadanos deben estar convencidos de que, si dice algo, eso que dice tiene raíces, razones, fuerza, efectos. Si habla sin ton ni son, si escribe lo primero que se le pasa por los dedos, si no se deja asesorar, si comenta la realidad de su país como si no fuese su responsabilidad, si despotrica como si fuera oposición, la palabra presidencial se va degradando hasta convertirse en ocasión de chistes malos o, en el mejor de los casos, un ruido de fondo. Aunque logre, por momentos, cumbres retóricas; entre ellas, una de esas frases (in)felices que durarán en la memoria como la síntesis de algo que muchos preferirían olvidar: “No tengo pruebas pero no tengo dudas”.
Las devaluaciones de la palabra —del Estado, de la presidencia— tendrán efectos que desbordarán, más allá de este período, sobre años y años de política argentina. Efectos que podrían, incluso, ser interesantes: los políticos que quieran recuperar el peso de esas palabras deberán hacer esfuerzos ingentes —de sinceridad, de verosimilitud, de inspiración— para lograrlo. O quizá nunca lo consigan —la Argentina es, al fin y al cabo, el país del Quesevayantodos— y entonces la historia puede ser más interesante todavía.