Díaz-Canel, nueva imagen y viejo dogma
Si la legitimidad y capacidad de dirigir una nación se midiera por la presencia en los medios de prensa, el nuevo presidente cubano se llevaría la palma
En las últimas semanas la presencia de Díaz-Canel en los medios oficiales se ha vuelto frecuente hasta la saturación, en franco contraste con la opacidad que mantuvo durante sus años de entrenamiento como delfín del expresidente, Raúl Castro, con excepción –si acaso– de los días previos a su elección por los diputados de la Asamblea Nacional, cuando comenzó a aparecer más regularmente en medio de los viejos jerarcas de la generación histórica como preludio de su futuro cargo al frente del Gobierno.
Diríase que el mandatario de facto no solo ha heredado a dedo el trono de los Castro, sino también el don de ubicuidad del líder histórico, aquel que durante sus 47 años de reinado omnímodo parecía estar en todas partes al mismo tiempo.
Tantas y tan mediáticas presentaciones públicas parecen perseguir el fin de ataviar al elegido de Raúl Castro con la legitimidad que no se verificó nunca por la vía de las urnas con los votos del electorado, y con el prestigio que no le corresponde siquiera por el supuesto mérito histórico que se han atribuido a sí mismos los miembros de la casi extinta casta guerrillera del Granma o de la Sierra Maestra.
Esto explicaría hasta cierto punto la forzada importancia que le dispensan los medios oficiales a este joven presidente de frío talante y expresión impenetrable, cuyo férreo apego al guión de sus predecesores le confiere una inevitable aura de pelele sujeto a la voluntad de sus superiores. Huérfano como es de autoridad, de prestigio, de verdadera capacidad de decisión, de carisma y de poder de comunicación, al poder real le urge fabricarle a su muñeco un liderazgo de utilería, a partir de cultivar esa imagen de guía enérgico, laborioso, humano, familiar, comprometido con la dirección del país y muy en contacto con el pueblo.
Tantas y tan mediáticas presentaciones públicas parecen perseguir el fin de ataviar al elegido de Raúl Castro con la legitimidad que no se verificó nunca por la vía de las urnas
Así, cual superhéroe capaz de salvar la nación en estos turbios tiempos de crisis, hemos visto al recién estrenado mandatario en las más disímiles circunstancias y contextos: en mangas de camisa en la escena de una catástrofe aérea apenas una hora después de que se produjera ésta, interesándose por los detalles del desastre y avalando una investigación profunda de los hechos y una información completa y transparente de lo sucedido; en recorrido por varias provincias, donde se ha dado un baño de pueblo; visitando el templo de la Virgen de la Caridad, santa patrona de Cuba; reverenciando, en apariencia de profunda reflexión, la piedra que guarda las cenizas de Fidel Castro; encabezando reuniones importantes, entre otras las del Consejo de Estado; recibiendo embajadores y otros distinguidos visitantes o asistiendo a un concierto de música popular donde fue congratulado por uno de los artistas y ovacionado por los allí presentes.
Y entre col y col, una caminata por las calles con la esposa. La Cuba socialista estrena al fin una primera dama que se presenta a pie de asfalto en lycra y zapatos bajos, llevada de la mano del presidente y ligeramente rezagada del firme paso de él, o en ceñido vestido en una ceremonia solemne. No gasta ropas de marca o de moda ni un corte de pelo de estilo, que esa no sería una imagen digna de la compañera de un presidente comunista.
A la vez, se evidencia un especial interés en programar la imagen de un presidente moderno, desenfadado, conocedor de lo que se mueve en las redes sociales y en los medios internacionales, activo participante de la vida económica, social y cultural del país, muy distante del acartonamiento y rigidez de la gerontocracia verde olivo que fue durante décadas la cara visible del poder.
Todo sugiere una voluntad implícita de rejuvenecer la imagen del poder, que, sin embargo, contrasta con la prevalencia del viejo discurso de la ortodoxia revolucionaria fidelista
Todo sugiere una voluntad implícita de rejuvenecer la imagen del poder, que, sin embargo, contrasta con la prevalencia del viejo discurso de la ortodoxia revolucionaria fidelista. Vino nuevo en odres viejos. Así, paradójicamente, coexiste una renovación de la forma con un apuntalamiento del viejo dogma. Apenas un cambio de apariencia, un liderazgo simbólico que traslapa la supervivencia de un liderazgo autocrático que, bajo las apariencias de evolución, sigue mostrando sus costuras.
Y como es de suponerse, todo este aleteo de aparentes cambios va desatando un aluvión de opiniones. No faltan quienes –incluso desde la prensa «enemiga» del castrismo– apoyan la idea de que Díaz-Canel «está haciendo guiños» de intenciones de reformas para los cubanos de la Isla, o los que vuelven a caer en la trampa del populismo («Díaz-Canel sí se mezcla con el pueblo»), pavimentando inconscientemente el camino de una autocracia renovada.
Porque, es bien sabido, los medios tienen un gran poder. Incluso el de demostrar que es bueno y nuevo lo que tal vez sea nocivo y añejo. No por casualidad este propio presidente que ahora acapara la atención del monopolio de prensa castrista ha sido uno de los más furibundos Torquemada que fustiga el periodismo independiente, incita al control sobre la prensa y promueve el registro total de la administración de internet por parte del Gobierno.
¿Un presidente moderno, reformista, juvenil, accesible? En lo que a mí respecta seguirá siendo lo mismo que sus mentores hasta tanto no demuestre con hechos muy claros lo contrario.