Democracia y Política

Diego ‘Hannibal’ Maradona

Con periodicidad más o menos trimestral Diego Armando Maradona se empeña en demostrar urbi et orbi que quien tuvo una vida mágica con el balón en los pies puede tener una conducta miserable en su vida privada. Una cosa no quita la otra. Un vídeo acaba de mostrar la imagen infame del jugador, presumiblemente borracho, farfullando a su novia, Rocío Oliva, algo así como “Seguí mirando, seguí mirando tu teléfono vos”; cuando Rocío replica “Pará loco, pero ¿no puedo mirar mi teléfono?”, Dieguito se levanta del sofá y, con la gracia de un taburete andante, se abalanza sobre su novia con ciega agresividad. “¡Pará, pará! ¡Dejá de pegar, Diego!”, es lo último que se escucha a la mujer en el desdichado vídeo. Parece el retrato de un presunto maltratador. Maradona se ha excusado (torpemente) asegurando que “solo le tiré el teléfono”. Afirma que “nunca he levantado la mano a una mujer”. Como si (en el mejor de los casos) avasallar a la novia arrojándole el móvil no fuera “levantar la mano”. Cualquiera hubiera jurado que una persona capaz de jugar al fútbol como Maradona entendería que la actitud amenazadora es maltrato; pero para Dieguito no es fácil asimilar una lección tan sencilla.

Maradona tiene numerosos antecedentes violentos. En agosto de este año, abofeteó en público a un periodista porque “le hacía ojitos a Vero”, su exmujer. Se conoce que nadie puede “hacerse el pícaro” con las mujeres que considera de su propiedad. Debe de ser el sexto mandamiento de la secta de adoradores de Maradona que agrupa a los seguidores enloquecidos del idolillo. Pero antes había propinado puntapiés a periodistas, arrojado botellas contra los reporteros (también con síntomas de mareo etílico), disparado al aire con escopeta de perdigones para amedrentar papparazzi e incluso denunciado por robo a la novia a la que acaba de amenazar empapado en alcohol.

Agresivo, matoncete, presunto maltratador. Y, sobre todo, impune. Todas las tropelías mencionadas no han merecido una sola multa. O se le impone terapia psiquiátrica, o se le ingresa en el Arkham Asylum (el de Batman), o se le obliga a relacionarse atado a una camilla vertical con la máscara de Hannibal Lecter. Más soluciones no hay.

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