Diez años, la mitad de nada
Diez años son apenas un instante en la escala histórica, pero pueden representar un periodo muy largo en términos políticos. En los regímenes parlamentarios, por ejemplo, la mayoría de los mandatos presidenciales son de cuatro o cinco años, de modo que un decenio equivale a dos mandatos o incluso a dos mandatos y medio. Y lo normal es que en el curso de esos años, el Gobierno rinda cuentas varias veces al parlamento acerca de la labor que ha realizado.
La digresión viene a cuento por los comentarios publicados en los últimos días acerca de la primera década de ejercicio de gobierno del general Raúl Castro y los resultados de su gestión.
A finales de julio de 2006, Fidel Castro, aquejado de una grave enfermedad, delegó todos sus poderes en su hermano menor y sus más cercanos colaboradores. De la larguísima lista de cargos y funciones que Castro I desempeñaba, Castro II heredó la jefatura del Consejo de Estado, el Consejo de Ministros y el mando interino del Partido Comunista (PCC), al tiempo que conservaba el control de las fuerzas armadas.
En un decenio de ejercicio del poder absoluto, tras haber sido el segundo hombre del régimen durante medio siglo, el balance de la gestión de Castro II puede resumirse en cinco puntos:
a) Restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos
b) Implantación de reformas económicas de escasa entidad
c) Cambios menores en el dispositivo de control social (comunicaciones, salidas del país, etc.)
d) Incremento de la represión contra los grupos opositores
e) Aumento sustancial de la emigración.
De todas esas medidas, la reanudación de los vínculos oficiales con EEUU es sin duda la de mayor alcance y más grave potencial para la Isla. La reconciliación con EEUU, en los términos en que se produjo, constituyó sin duda una gran victoria diplomática para el castrismo. La confrontación permanente con Washington, mantenida por Castro I como principal seña de identidad del régimen, sirvió para granjearle la simpatía de millones de personas que, real o imaginariamente, se sentían agraviadas por la política estadounidense. Incluso en sectores conservadores y de extrema derecha de Europa se veía con agrado que Cuba fuera algo así como un clavo en la bota del Tío Sam. Obama y Castro II decidieron poner fin a la pugna en diciembre de 2014.
Al decretar que la estrategia de contención y aislamiento hacia Cuba había fracasado, restablecer incondicionalmente las relaciones con La Habana y abogar por el fin del embargo comercial, Obama otorgó la razón al régimen cubano en el contencioso y reconoció que el papel de David caribeño que Castro I había asumido ante el Goliat yanqui estaba plenamente justificado. Según el razonamiento de Obama, el cambio de la política estadounidense hacia Cuba induciría transformaciones económicas y políticas que podrían a la Isla en el camino de la democracia y la prosperidad.
Pero la extrema lentitud y superficialidad de los cambios económicos permitidos en la Isla, y el recrudecimiento de la represión contra los disidentes, ponen de manifiesto la endeblez de los argumentos del Gobierno demócrata y el acierto de sus críticos. Obama renunció unilateralmente a casi todos los medios de presión sobre La Habana y a cambio sólo recibió vagas promesas de liberalización económica y lenidad política. Hasta ahora, sus medidas han contribuido a legitimar y reforzar al régimen de Castro II, sin mejorar las condiciones de vida la población.
El rápido aumento de las salidas legales e ilegales y la llegada de más de 50.000 exiliados a territorio estadounidense el año pasado son pruebas fehacientes de la desconfianza que sienten los ciudadanos cubanos hacia el gobierno que los oprime. El incremento de la represión demuestra también que la política intolerante y discriminatoria del castrismo, lejos de ser una consecuencia accidental de la confrontación con EEUU, es consustancial a su naturaleza totalitaria.
La victoria de diciembre de 2014 también se le está agriando a Raúl Castro, por las mismas razones. Pero, además, en su caso opera un factor ideológico que agrava la situación.
El problema capital que afronta el nuevo/viejo Gobierno de La Habana es que el comunismo cubano está minado por un virus mucho más patógeno que la corrupción o la ineficiencia económica. Su fragilidad esencial procede de la íntima convicción que comparten hoy millones de hombres y mujeres —sobre todo los más jóvenes— de que están sometidos a un sistema anacrónico, a un Estado que es un quiste histórico, carente de proyecto de futuro e incapaz de suscitar ilusión o entusiasmo en la ciudadanía. Todo el mundo sabe en Cuba que el porvenir traerá un grado mayor o menor de capitalismo, pero que en ningún caso sería viable una vuelta al integrismo estatista de los decenios de 1970 y 1980.
Si en esas condiciones de quiebra moral y económica el Gobierno todavía consigue mantener el poder, es porque la tecnología moderna permite que una minoría bien armada, organizada y dueña de todos los medios de comunicación del país mantenga sometida a la mayoría, que carece de medios para expresar y articular sus opiniones. Esa situación podría cambiar si el descontento popular va en aumento y se genera una masa crítica de opositores, capaz de exigir reformas de sentido democratizador. En 1998, la oposición al régimen de Milosevic estaba tan anémica y desunida como la cubana de hoy; dos años después le echó un pulso en la calle a las fuerzas represivas y forzó la convocatoria de elecciones libres, de las que el Gobierno salió derrotado.
Pero los movimientos históricos son sumamente lentos en comparación con el raudo tránsito de la vida humana. «Veinte años no es nada», reza un verso del célebre tango de Gardel y Le Pera. En esta óptica, los diez años transcurridos desde el eclipse del Máximo Líder y la llegada al poder del Líder Mínimo serían, pues, la mitad de nada. Nunca mejor tangueado.