Dinesen a dos mil metros
El matrimonio de Isak Dinesen colapsó en África y el negocio que la había llevado ahí no fue tan próspero como suponía. Sin embargo, la escritora experimentó la verdadera felicidad en ese continente. A los pies de las colinas de Ngong encontró su lugar en la Tierra.
Eppur si muove
De las fotografías de Isak Dinesen que he visto, mi favorita es la que aparece en la edición de Out of Africa que publicó la Modern Library en 1992. Lo es por oposición. En muchos otros retratos, su sonrisa está inclinada, unas veces solo un poco, otras veces dramáticamente, trazando una línea oblicua, a la vez lúdica y dolorosa. El ángulo de esta mueca, me parece, se pronunció con el tiempo, como si la compulsión ascendente de una de las comisuras intentara compensar la rigidez de la otra. En los últimos años de la vida de la autora, el efecto visual de la contorsión fue notable.
He visto esta sonrisa, o su embrión, en gente que conozco. ¿La he visto en el espejo? Hay ironía en ella. Hay dolor y la voluntad de dejar atrás el dolor, de dejarlo abajo. Parte del alma está muerta, una dolencia que tiene su contraparte física en la parálisis facial. La sonrisa de la que hablo confunde porque es un gesto tullido, las fases inanimada y viviente de la misma entidad juntas. En realidad, no es una sonrisa. Es solo media sonrisa. Y hay cosas en este mundo que no pueden concebirse en mitades: libros, hoyos, ríos, la felicidad.
En la foto que miro, sin embargo, Isak Dinesen sonríe. La comisura izquierda, sí, alcanza mayor altura, y se enrosca con gracia, pero esta vez la otra orilla no se queda del todo atrás. En contra de una fuerza gravitacional que es visible incluso aquí, se eleva. Si no libremente, sí con franqueza, la parte pesada del alma participa. Y esto basta para nutrir el semblante, para rebosarlo. En su Dizionario di filosofia, Nicola Abbagnano define felicidad como “un estado de satisfacción debido a la propia situación en el mundo”. En esta fotografía de safari, Dinesen no está exultante. Su talante general denota más consistencia que efusión. Está, sencillamente, satisfecha.
¿Qué trajo a Dinesen a la plenitud? África. O para emplear la definición de Abbagnano, la situación de Dinesen en África lo hizo. Ahí, en su granja, “a los pies de las colinas de Ngong”, encontró su lugar en la Tierra.
Libro de quejas
Basta leer las primeras cien páginas de la obra de Dinesen, u hojear una muestra aleatoria de las numerosas cartas que escribió en su bungaló a lo largo de diecisiete años, o conjurar la tentación, siempre fácil, de exaltar ideas como la de haber morado largamente en un continente remoto, “salvaje”, un siglo atrás en el tiempo –basta haber vivido, tal vez–, para entender que la estancia de la escritora en África fue todo menos idílica.
Nacida el 17 de abril de 1885 en Rungsted, Dinamarca, su nombre real era Karen Dinesen (Isak Dinesen es uno de varios seudónimos literarios; baronesa von Blixen-Finecke, su título de casada). En diciembre de 1912 se comprometió. Las limitaciones que le imponía el entorno familiar –y que se agravaron cuando su padre, una suerte de fuerza liberadora, se quitó la vida en 1895–, junto a la necesidad de romper el lazo de dependencia que la unía a su madre, así como el hambre de aventuras, condujeron a Karen a buscar fortuna en un país lejano. Convenció a su prometido e hicieron planes. Karen y el barón Bror Blixen-Finecke llegaron a Mombasa en enero de 1914. Ahí contrajeron nupcias.
La serie de infortunios que, desde cierto ángulo, le deparaba África empezó de inmediato. En 1914, tan solo unos meses después de ocupar M’Bagathi –la granja que Bror debía administrar, a unos veinte kilómetros de Nairobi– le diagnosticaron sífilis. El padecimiento la hizo volver a Dinamarca un año después para recibir atención especializada. Varios biógrafos sostienen que la infección provino de su marido. El prólogo de la edición de Out of Africa de la Modern Library la cita de este modo: “Hay dos cosas que puedes hacer en una situación así: pegarle un tiro al hombre o aceptarla.” A causa del tratamiento inicial de mercurio que recibió en África, padeció ataques severos de dolor el resto de su vida.
El mismo año, tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, los británicos acusaron a Karen y Bror Blixen de prestar ayuda a los alemanes. Cortados de tajo de la comunidad de europeos expatriados (la “Colonia”, decía ella), atravesó un periodo de completo aislamiento. Aunque tolerable cuando ocurrió, al menos en apariencia, este aislamiento se convirtió en una especie de trauma. Recuerda en sus memorias: “En su momento, no me lo tomé a pecho, porque yo no era proalemana en lo más mínimo, [pero el abandono] debió de penetrar más hondo de lo que creía, y durante muchos años, cuando estaba muy cansada o tenía temperatura, el sentimiento volvía.”
Crónicamente enfermo, su matrimonio con Blixen colapsó en África, ahí donde había empezado. Tuvo sentencia de muerte tal vez desde el principio. Bror era primo de Karen en segundo grado y hermano gemelo del hombre que ella había amado arrebatada y dolorosamente no mucho antes de su compromiso en 1912. Retomando lo que dice Judith Thurman en la espléndida biografía Isak Dinesen: The life of a storyteller, Robert Langbaum escribió en The New Criterion que “…ella se conformó con el barón Bror, un poco menos guapo y menos gallardo”. El aristócrata además nunca se interesó mucho en la relación. “Animal promiscuo”, como lo catalogó Langbaum, y pésimo administrador de hacienda, desestimó a Karen para procurar a otras mujeres y descuidó la granja para atender empresas más estimulantes, sobre todo los safaris que dirigía. El romance de Karen con Denys Finch Hatton, celebrado en la película de Sydney Pollack, se inició mucho antes del divorcio, tal vez desde 1917. “Los hombres eran amigos, y Bror no tenía empacho en presentar a Denys como ‘el amante de mi esposa’.” Y, aun así, cuando el matrimonio se tambaleó y se vino abajo, Dinesen trató de aferrarse a Bror. Siguieron siendo amigos mucho tiempo después de la separación.
El fin de una relación no trajo estabilidad a la otra. Ella y Denys habían sido amantes, no pareja, y lo siguieron siendo: el azar y el peligro del affaire se mantuvieron. En Out of Africa, Dinesen hace el recuento del romance dentro de la sección III, “Visitantes de la granja”. Eso es lo que era Finch Hatton: una aparición, una presencia inconstante. Aunque la casa de Karen fue la única morada del piloto en Kenia y él resguardaba ahí su biblioteca, las estancias eran cortas y ocurrían “…entre sus viajes a Inglaterra y los safaris que encabezaba como cazador profesional”. El sentimiento no sigue los pasos de las ideas. Dinesen procuró aceptar la índole escurridiza de Denys, pero sus expectativas no se lo permitieron. Por un lado, la razón aspiraba a disociar la emoción del amor de la necesidad de poseer. O en palabras de Thurman: “Avanzar por una línea paralela a la de su amante. Amigo suyo, no posesión ni objeto erótico, esta era la conclusión que alcanzaba Karen tras sus viajes introspectivos.” Por el otro, la pulsión de sujetar, el deseo de una compañía estable, derrotaba a las ideas y se imponía. “Quiere tomarlo en propiedad”, dijo un familiar de Denys en 1929. “No va a funcionar.” No funcionó. Cuanto más intentaba tenerlo cerca, más resistencia oponía el temperamento egocéntrico de él. “Nunca vendré por lástima”, dijo una vez a Dinesen, citando a P. B. Shelley, “vendré a ti por placer”.
Dinesen sufrió una pérdida doble. Primero, el amante se esfumó. “El último año [de Karen] en África”, dice Langbaum, “cuando se hizo evidente que tendría que vender la granja y regresar a Dinamarca, ‘Denys se replegó completamente’”. Luego, de camino de Mombasa a Voi en su aeroplano, sufrió un accidente y murió. Dinesen lo esperaba de regreso un martes de mayo de 1931. “Iba a despegar de Voi al amanecer y el trayecto a Ngong le tomaría dos horas. Pero cuando no llegó, y recordé que tenía cosas que hacer en Nairobi, me fui en carro para allá… Pesaba sobre la ciudad y sobre las personas que encontraba a mi paso una profunda tristeza y, debajo de ella, todo mundo me evitaba.” Después del almuerzo, “Lady McMillan me pidió que pasáramos a su sala de estar, y me dijo que había habido un accidente en Voi. El avión de Denys había capotado y él había muerto en la caída. Así que fue como lo había pensado: a la sola voz del nombre de Denys, la verdad se reveló, y lo supe y lo entendí todo”.
La granja, hogar de Dinesen en África y la única constante de su vida ahí aparte de África misma (no M’Bagathi sino una granja más grande, M’Bogani, adquirida por la Karen Coffee Company Ltd., que pertenecía a su familia materna, en 1916), lejos de convertirse en el negocio próspero que los inversionistas habían imaginado, resultó un pozo sin fondo. La diezmaban las sequías, los incendios, las plagas y las caídas súbitas de los precios internacionales de las mercancías. La displicencia administrativa de Bror tampoco ayudó. Pero, como el matrimonio de Karen, la suerte de M’Bogani tal vez estaba echada desde el principio. La propiedad se situaba “…un poco alta para el cultivo de café… El viento [frío] soplaba desde las planicies, y ni siquiera en los mejores años teníamos el mismo rendimiento de café por acre que la gente de los distritos bajos de Thika y Kiambu, a mil doscientos metros. No llovía mucho, tampoco, en las tierras de Ngong… Llevar una granja a cuestas es pesado”.
En 1920 y 1921, respectivamente, Thomas, hermano de Karen, y Aage Westenholz, tío y director de la compañía, fueron a Kenia a evaluar el estado de la granja. Bror Blixen fue despedido y Karen recibió plena autoridad con la condición de que él se mantuviera completamente al margen de la administración. Fue entonces cuando el matrimonio terminó. Thomas Dinesen se quedó en África casi veintiocho meses. Dejó la granja seguro de que no tenía futuro. Lo que siguió fueron años de una larga agonía para M’Bogani y también para Karen, que veía cómo su vínculo telúrico con África se iba debilitando. “Ideó muchas formas de salvar la granja”: cultivar lino, abonar los campos, “criar ganado y llevar una lechería”, etcétera, pero ninguno de estos experimentos funcionó. “Cuando se me acabó el dinero, y ya no me las podía arreglar, tuve que vender la granja. Una compañía grande de Nairobi la adquirió.” Dinesen permaneció en M’Bogani otros ochos meses, hasta agosto de 1931, para atender la cosecha, velar por el futuro de sus trabajadores africanos y entregar la propiedad. “Fui la última persona en darse cuenta de que me iba.”
La tierra de mis afectos
La otra cara de la moneda es, por supuesto, su amor por África. Lo que compensó las desventuras y, en cierta manera, les dio sentido fue su vínculo con el lugar y los nativos. Las dificultades eran el precio que había que pagar para estar donde quería estar y llevar la vida que deseaba. África era la sustancia. Todas las demás cosas, por muy importantes que parecieran, eran solo accidentes. Ni siquiera a Denys Finch Hatton podía tomarlo en serio; con África y sus “hermanos negros” era “algo muy diferente”, como escribió en una carta: “cuestión de vida o muerte”. Mientras Denys, la colonia y su familia en Europa se movían en una senda paralela, próxima tal vez pero separada, África corría en ella, como torrente sanguíneo. Conducía nutrientes, oxígeno. Significaba vida para Dinesen. Al pie de los cerros de Ngong, a siete mil doscientos kilómetros de su ciudad natal, respiraba una secreta vitalidad. Había estado, de algún modo, medio muerta. En África despertó a la vida plena.
Su asimilación a África fue tan inmediata, tan positiva y completa, que Dinesen la atribuyó a una inclinación congénita, inherente. “Si una persona con una debilidad innata por los animales”, explica en sus memorias, “hubiera crecido en un medio donde no hay animales y entrado en contacto con ellos en una etapa avanzada de la vida; o si una persona con un gusto instintivo por […] los bosques se hubiera internado en uno por primera vez a la edad de veinte años; o si alguien con oído para la música hubiera escuchado música por primera vez cuando ya era mayor, sus casos podrían ser similares al mío”. En África, Dinesen encontró su hábitat, su entorno natural. O, dicho en otras palabras, halló su hogar. La escritora Sirkka Heiskanen-Mäkelä habla de un retorno, el regressus ad originem de Dinesen. Susan Hardy, de la tierra de Ngong como “el lugar por el que Karen había sentido ‘nostalgia’ toda su vida”.
Navegar a África, navegar vida adentro, como dijo en un ensayo, significó, a la luz de lo anterior, no un viaje sino un lapso de reintegración. África fue el útero, la transposición y, por lo tanto, la prolongación de la madre simple, estable, cariñosa. Los kikuyu, los masái, los africanos en general, tal como ella decía, sus hermanos. Conectada al lugar como a través de un cordón umbilical, todo lo que ocurría en la geografía se reflejaba en ella. No había límites claros. Dinesen era una parte del paisaje, y la sequía siempre estuvo en ella “como una fiebre, y el florecimiento de la planicie como un vestido”. Pertenecía a África. De ahí que esas palabras con que arranca su libro –tal vez las más importantes, tal vez las más hermosas– resuenen con tanta potencia y claridad, como una campana sólida encima de esas “vistas inmensamente amplias”, como un axioma o una verdad evidente: “En esa atmósfera alta respirabas fácilmente, admitías en tu pecho una certeza vital y una ligereza del espíritu. En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: aquí estoy, donde debo estar.”
Cuando Dinesen perdió la granja, perdiendo así su principal vínculo con la tierra, dejó de sentirse viva. Permaneció en África y en M’Bogani un tiempo, pero la “actitud del paisaje” hacia ella se había transformado. “Las colinas, los bosques, las llanuras y los ríos, el viento, todos sabían que íbamos a separarnos.” El mismo día que firmó la entrega de la propiedad, “el campo se soltó” de ella, “y retrocedió un poco”. África, el suelo fértil, el locus de bienestar, un órgano vital para Dinesen, había reculado, se había retirado lo suficiente para decir: “Ya no te pertenezco.” Espacialmente, Karen y África seguían juntas. Sensiblemente, no obstante, cada una había tomado su camino. Esto, considero, dejó a Dinesen en un estado de disociación: el ser y la vitalidad segregados, ya no aunados como antes. Continuó existiendo, atendió sus asuntos, pero volvió a estar sin vida. Le sucedían muchas cosas, y “sentía que ocurrían, pero aparte de este hecho” no tenía relación alguna con ellas, ni clave posible sobre sus causas o sentidos. “…Aquellos que han pasado por situaciones así pueden […] decir que han conocido la muerte, un trance ajeno al rango de la imaginación, pero dentro del rango de la experiencia.”
La “muerte” de Dinesen fue en cierto modo el remate lógico de una época marcada por los infortunios. Durante los años en África, Dinesen perdió la salud, su matrimonio, a Denys Finch Hatton, muchos amigos, el jardín junto al río, todo su dinero y sus posesiones, a las ancianas kikuyu, las colinas de Ngong, M’Bogani. Al final, lo único que le quedaba era su propio ser, y lo perdió. “…ya sin nada, yo era la cosa más leve de este mundo, lista para que el destino se deshiciera de ella.” Pero su “muerte” es también la trágica demostración de una larga caída y, por tanto, de las grandes alturas que Dinesen había alcanzado: vitalidad y plenitud. Cuando por fin, el 19 de agosto de 1931, zarpó de África, zarpó también de la vida. Dejó África sin nada, pero África le había dado todo.
Ex África
Out of Africa es una obra de admiración. Es Isak Dinesen en medio del país de Ngong mirándolo todo –lo sublime y lo terrible, lo orgánico y lo mineral, lo simple y lo misterioso– con devoción. Es el panorama que le da vida y ella que agradece al panorama. Al escribir este libro, el único propósito de Dinesen fue hablar de su África, una África amada y perdida. Es por eso que el objeto de su atención tanto al inicio del texto como en la última parte son la granja y Ngong, los cerros, los nativos. Por eso omite o reduce al mínimo todo elemento extranjero, sin importar cuán activo fuera en su vida africana: menciona a Bror solamente una vez, ni siquiera por su nombre; obvia a Thomas, el hermano, que pasó años en la granja y la ayudó a superar tiempos muy difíciles; no hace referencia a su madre ni a sus visitas; escribe con cariño de los amigos europeos, pero solo como tales, como gracias ajenas. Denys es la excepción pero, a fin de cuentas, él era como ella, aclara Robert Langbaum: Denys tenía el mismo tipo de relación con África. Como Karen, ha sido domesticado y, por ende, ya no es un extranjero. La escritora, por lo demás, precisaba que Finch Hatton adquiriera volumen literario. De esta manera podía aprovechar al final la narración de la muerte del amante, como la de Kinanjui, para producir la tragedia principal: su partida de África. La calamidad es el remache de oro de la gloria. Para plasmar la nobleza y la amplitud de su África, Dinesen debió mostrar lo grave de la caída. Concentró –precisa Langbaum– “todos los problemas al último, de modo que la pérdida de la granja” irrumpió “como la pérdida del Edén”.
Si Out of Africa fuera una pintura, pertenecería al género particular del “Paisaje con granja y mujer”. Las vistas inmensamente amplias, los árboles que crecen en capas horizontales, los colores del barro y la cerámica y, el atributo principal, el aire, ocuparían, por supuesto, todo el panorama.
Al oeste de las colinas, se extendería una tierra de cultivo animada, voluble aunque generosa –el artista competente sabría resolver esto–. En el centro del lienzo, a tiro de piedra nuestro, la imagen de Dinesen es inmediata pero subsidiaria. Es así porque, encarando de cuerpo completo al observador, su rostro no es sino una efusión africana más. Por sus ojos, como por el pelaje de las bestias, África se asoma; por el conducto de ellos, como por la parábola oscura del follaje, África se derrama. Y sí, Dinesen sonríe. Normalmente, la comisura derecha de su boca luce agarrotada –tal vez el dolor que atrofia–, incluso cuando finge estar contenta. Pero en esta obra de arte todo el paisaje (la fauna ciega y la vegetación extendida, los campos sembrados, acaso café, el pastor en la lejanía, la espalda azul de las colinas de Ngong, el ocaso que se acerca) toma posesión de Karen y a ella no le queda más remedio que vivir. Imposible obviar el peso formidable que la historia puede acumular en un lugar tan chico como el perfil derecho de un rostro, la carga está allí, pero África, con dos dedos negros, dedos maternales, la levanta. Y los labios de la mujer florecen. El lienzo da testimonio: Dinesen está justo donde debe estar.