Economía

No disparen al economista

ECONOMISTA

Eulogia Merle

En algunas escenas de las primeras películas tipo westernen el cine mudo, se sucedían las disputas e insonoros tiroteos en la cantina y se podía apreciar un cártel con el mensaje: “No disparen al pianista”. La convulsión propia de una crisis de las dimensiones de la que hemos vivido y aún sufrimos ha otorgado un lugar central al debate económico, pero en muchos casos demasiados disparos van en la dirección incorrecta. Los economistas son ahora tanto o más necesarios que antes y merecen reproches, pero no pueden ocupar la centralidad que muchos quieren asignarles en la diana del desahogo.

Lejos están estas líneas de ser un alegato de defensa de una profesión que necesita de la crítica para avanzar. Y mucha autocrítica. De hecho, se han identificado muchas veces comportamientos denunciables en los que la investigación económica se ha puesto al servicio de intereses oscuros y ha obviado el interés social que se le presupone como ciencia. Se ha echado también de menos un código ético claro y apelable.

Últimamente se prodigan en España (también suele ocurrir en otros países) análisis sobre el grado de responsabilidad y acierto de los economistas y sobre su contribución social. Muchos de ellos con valoraciones no siempre justificadas, desde mi punto de vista. Todo ello coincide, irónicamente, con un momento en el que cunde entre los partidos políticos la elección de economistas de prestigio académico (con cierta variabilidad en lo que podría entenderse como prestigio) o de la industria para la elaboración de programas electorales, como figuras llamadas a otorgar credibilidad. No es que esto sea completamente nuevo, pero está adquiriendo un protagonismo inusitado estos días. No siempre fue así en el pasado. Teniendo en cuenta el grado de exposición pública y la elevada probabilidad de que las propuestas de unos y otros sean fagocitadas por los intereses muchas veces menos edificantes de la política, me permito felicitar a todos ellos por colocarse en primera línea. Como a otros intelectuales de diversos ámbitos que antes y ahora también arriman el hombro para tratar de reorientar algo en lo que alguna vez creyeron. Tarea incómoda y meritoria.

Precisamente es en el terreno de la política donde resulta complicado lanzar las críticas a la profesión en países como España. Se crean comités, consejos asesores y entidades supervisoras en los que los economistas suelen estar presentes, con supuesto carácter orientador y/o auditor, pero con poca repercusión práctica final. También es frecuente que algunos colegas reconocidos internacionalmente por sus contribuciones nunca hayan sido considerados para liderar alguna de estas instituciones en su propio país. Son figuras incómodas.

Luego, cuando vienen mal dadas, los miembros más destacados de la profesión (al menos desde el punto de vista académico) son muchas veces los primeros en recibir las bofetadas por la supuesta inutilidad de sus análisis. Lo que conduce a una segunda reflexión: ¿qué se debe esperar de la ciencia económica y qué podemos entender por “prestigio”? Se puede esperar lo que cada uno quiera, pero lo que no cabe es fijar la expectativa en que los economistas son una suerte de pronosticadores, de adivinos. Se confunde la necesidad de dotar de herramientas para prevenir y solventar problemas con la obligación de saber lo que va a venir. ¿Deberían haber advertido los economistas la inminencia de una crisis financiera? En parte sí, aunque esto es más complicado de lo que podría pensarse. De hecho, algunos economistas reconocidos internacionalmente previnieron gran parte de lo que se venía encima —incluso en foros relevantes como Jackson Hole—, pero sus críticas fueron rechazadas por una poderosa e interesada maquinaria. Sea como fuere, un economista no es un brujo en torno a una bola de cristal. De modo equivalente, un médico no puede muchas veces prevenir una epidemia ni anticipar dónde y cuándo ocurrirá la próxima, pero ofrece herramientas y métodos para su solución.

El prestigio y la reputación en la investigación médica y biológica procede de la ciencia y ese debería también ser el caso de la economía. Las epidemias y las crisis económicas tienen graves consecuencias sociales y son precisas referencias. Lo que ocurre es que con la economía estamos hablando de una ciencia social y eso da mucho juego para confundir opinión y ciencia, para el intrusismo, oportunismo e, incluso, el populismo.

El escenario político actual en España es, en parte, una muestra de este tipo de desconcierto. En cualquier ciencia, el prestigio viene de los resultados probados y publicados, reconocidos por los pares al más alto nivel internacional. No se trata de un mecanismo elitista que excluye ideas y propuestas nuevas —una de las críticas fáciles de estos días entre economistas antisistema autodenominados como “heterodoxos”— sino una garantía (imperfecta pero bastante acertada) de que los criterios de identificación y robustez que son exigibles a una propuesta científica se cumplen, contribuyendo a avanzar. En todas las disciplinas siempre ha habido heterodoxos que han contribuido a cambiar el mundo, pero casi siempre ha sido desde la excelencia y el método científico. En todo caso, el prestigio es difícilmente definible.

En los parámetros relacionados con la ciencia, ha sido tradicionalmente bastante poco respetado en España. Al margen de esa dimensión intelectual, cabe otorgar enorme prestigio económico a las familias que administran recursos escasos eficientemente, al profesional al frente de la empresa que progresa o al emprendedor que tiene éxito con un nuevo proyecto, hayan estudiado economía o no. También otorgaría prestigio al divulgador que acerca la economía a un público más amplio que el académico. Pero en el terreno de la divulgación restaría todo el valor posible al que sólo cuenta lo que la gente quiere oír, al que azuza y para el que palabras como identificación o endogeneidad no significan nada, al que confunde continua e interesadamente causalidad con casualidad.

La educación sobre economía deviene fundamental para prevenir los problemas, para separar el grano de la paja. Los economistas académicos actuales tenemos también mucho la culpa de una inadecuada divulgación. Hace un tiempo, algunos colegas de la antigua escuela solían reprochar —no sin cierta razón— que está muy bien eso del ejercicio académico orientado a la publicación en revistas de prestigio internacional, pero que mucho de lo que ahora se investiga es como la luz de un flexo: demasiado enfocado y especializado, ajeno al entorno. Esto recuerda la vieja broma de aquel pastor, que asombrado por la destreza de un economista para evaluar a ojo cuántas ovejas hay en su rebaño, le ofrece elegir una de ellas como regalo. El economista, agradecido, escoge al perro ante el estupor del pastor. Debe aceptarse como positiva la crítica de que muchas de las políticas actuales —entre ellas la monetaria— se han basado en una creencia excesiva en ciertos modelos, necesariamente parciales, de forma obcecada. La economía mejorará como ciencia en la medida en que la sociedad se lo exija, pero también cuando la crítica proceda da una mayor educación económica y financiera, que comience en nuestros colegios. En la mayor parte de los países han sido las crisis y otros tristes acontecimientos los que han generado un cierto acervo de conocimiento. La experiencia, así, determina que un alemán sepa tanto de inflación o austeridad como un español de solidaridad y supervivencia.

La crítica que me resulta más difícil de aceptar es aquella de que la ciencia económica es arrogante y no bebe de otras fuentes. Se me antoja complicado pensar en algo más multidisciplinar que la economía. Muchos de los mejores economistas son matemáticos o sociólogos. La historia, la estadística, el derecho, la sociología, la psicología y hasta la filosofía son fundamentales para entender la economía moderna.

No hay que disparar al economista. Ya nos batimos muchas veces a duelo entre nosotros en la profesión. La economía precisa de muchas cosas para mejorar, entre otras un código de conducta que separe el interés científico del mercantil, un mayor respeto por el método científico y un orden reputacional más objetivo. Pero ahora, más que nunca, los economistas son necesarios.

Santiago Carbó Valverde es catedrático de Economía de la Bangor University e investigador de Funcas y CUNEF.

 

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