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Disparen al inmigrante

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La masacre del perejil

Aunque no hay acuerdo sobre la cantidad de víctimas, se calcula que no bajan de un millar de muertos. Bajo el pretexto de que los haitianos inmigrantes les quitaban sus empleos a los dominicanos y robaban ganado y cosechas en la frontera, Rafael Leónidas Trujillo, el dictador que sometió por más de 30 años a República Dominicana, ordenó erradicarlos a lo bestia –sin procedimiento legal alguno– y asesinar a quienes se considerara necesario.

La matanza ocurrió en 1937 y se conoció como “La masacre del perejil”. Se llamó así porque dada la dificultad para discriminar entre haitianos y dominicanos de la frontera, idénticos en su aspecto físico y color de piel, los funcionarios dominicanos conminaban a los sospechosos a pronunciar en español la palabra “perejil”. Y como en creole, el habla popular haitiana descendiente del francés, la pronunciación suave de la “R” no existe, quien respondiera algo como persil de inmediato se ganaba un boleto al otro mundo o de retorno forzoso hacia Haití.

Algo más o menos parecido ocurrió en 1969 en Honduras cuando se expulsó masivamente a millares de salvadoreños. El conflicto tuvo su origen en la propiedad de las tierras cultivables. Unos 300.000 inmigrantes salvadoreños explotaban parcelas que los hondureños asediados por la pobreza reclamaban para sí. Para calmar los ánimos, el gobierno, presidio por el militar golpista Oswaldo López Arellano, decidió actuar y, sin tocar las de los terratenientes locales ni las de las empresas bananeras estadounidenses, decidió expropiar las tierras de los salvadoreños y deportarlos salvajemente.

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La guerra del fútbol

El ejército salvadoreño invadió Honduras con el propósito de defender a sus connacionales víctimas de la deportación, los maltratos y la violencia. El incidente se conoció como “La guerra del fútbol” porque el detonante fue un partido entre los seleccionados de ambos países para la clasificación al mundial que se celebraría en México al año siguiente. Las 100 horas que duró la guerra dejaron aproximadamente 6.000 muertos.

La deportación masiva de inmigrantes de países limítrofes, incluso su asesinato a mansalva, son ardides a los que han recurrido gobiernos totalitarios de la región con el propósito de crear un enemigo común intentando recuperar la popularidad perdida o la unidad nacional fracturada. El objetivo es siempre el mismo: movilizar dos sentimientos tan comunes como bajos y primarios, el chovinismo y la xenofobia.

Es lo que ha ocurrido esta vez en la frontera con Colombia. No hubo asesinatos a mansalva, ni se les pidió a los colombianos que pronunciaran la palabra “mamón”, pero los métodos utilizados en las deportaciones masivas, la violación de incontables derechos fundamentales, la inolvidable imagen fascista de soldados marcando con una letra casas que horas más tarde serían derribadas, las fotografías de las familias pobres atravesando la línea limítrofe con sus pertenencias –incluyendo colchones y gallinas– a cuestas, las denuncias de abusos sexuales cometidos por funcionarios venezolanos y esa evidencia incontestable que significan los campos de refugiados del otro lado de la frontera, serán imágenes que perdurarán por décadas y definirán en el imaginario colectivo el fuerte componente militarista y totalitario del chavismo-madurismo. Quizá se recuerde como “La noche de los violadores rojos”.

Nada nuevo bajo el cielo. Salvo dos hechos. Uno: estos métodos propios de dictaduras militares los ha aplicado ahora un gobierno que se autocalifica de democrático. Dos: luego de pasar casi quince años sin hacer un solo gesto que pusiera orden en una frontera plagada por todas las formas imaginables de delincuencia organizada, el gobierno toma la acción a tres meses apenas de un decisivo proceso electoral.

El generalísimo Trujillo, el general López y el bachiller Maduro prefirieron, con todos sus riesgos, el camino de la violencia, antes que el del diálogo y la negociación. De los dos primeros ya supimos las consecuencias; del tercero, están por verse. 

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