Donald Trump o el triunfo del resentimiento de las élites
“Butters, no soy negro, no iré al infierno” Eric Cartman de South Park
No se puede negar que la victoria de Donald Trump fue un verdadero triunfo personal. Ganó por encima de las encuestas, la oposición de Silicón Valley, los artistas, las feministas, los antirracistas, latinos, musulmanes, negros, ecologistas, un buen número de dirigentes del Partido Republicano y, sobre todo, de los medios.
Entre los republicanos que le retiraron su apoyo se encuentra el propio George W. Bush. De otro lado del espectro político, el presidente Obama y su esposa hicieron campaña alertando sobre el peligro que representaban sus políticas disfuncionales y su estilo compulsivo.
Su éxito constituyó una sorpresa, entre otras cosas porque no resulta fácil dar cuenta de cómo cambia un país y no siempre se puede captar qué fenómenos subyacentes operan en sus vísceras. Lo cierto es que no solo fue un triunfo de la fuerza de voluntad, sino que esa voluntad estuvo sincronizada con fuerzas subterráneas y para muchos este resultado electoral está a punto de causar una verdadera hecatombe en la historia de esa nación.
Donald Trump logró cabalgar una ola afín a su naturaleza. Alineó su intuición histórica con el espíritu de su tiempo: su signo desequilibrado concuerda con los impulsos caóticos del inconsciente colectivo de los Estados Unidos. En cualquier caso, su victoria introduce un elemento de transgresión del orden mundial. Los líderes de todos los países están a la expectativa de lo que sucederá con el país más poderoso del planeta y cruzan los dedos para que las promesas extremistas del candidato se domestiquen —o lo domestiquen las instituciones— en el derrotero de un ejercicio responsable de la presidencia. Mientras los hechos se despliegan en el proceso, nos toca reflexionar sobre lo que ha sucedido y sobre qué posición podemos tomar ante el nuevo escenario.
El resentimiento del hombre masa
La mente de los Estados Unidos, especialmente su inconsciente colectivo, ha oscilado entre el arquetipo del liderazgo del cosmopolitismo liberal y el nacionalismo racista. Y el presente no parece ser época para la generosidad y la fraternidad humanas. Cada quien tira para su grupo, ya sea social, religioso y hasta racial.
Lo que ha sucedido en Estados Unidos no es más que una manifestación de un proceso global. A nivel mundial se evidencia un desplazamiento hacia la derecha. Se han sacrificado las utopías por opciones más realistas y duras. Se ha abandonado el sueño y la apertura hacia el otro por la realidad y los propios intereses. Mejor tener poco, pero tenerlo hoy, que apostar a un futuro incierto.
El pasado febrero, Noam Chomsky proclamó, en un artículo de sugestivo título: “Donald Trump está ganando porque está muriendo la América Blanca”, que el sector demográfico de tendencia autoritaria “se está hundiendo en la desesperanza, la desesperación y la ira —ira no dirigida tanto contra las instituciones— que son los agentes sino contra aquellos que son aún más duramente victimizados”.
Chomsky vivió durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, y alude a similitudes entre esta época y esos acontecimientos, señalando que la abrumadora popularidad de Trump es una reminiscencia del ascenso de Hitler. “Los signos son familiares, y evocan aquí algunos recuerdos del surgimiento del fascismo europeo”.
El columnista Chris Hedges, en su artículo “La venganza de las clases más bajas y el ascenso del fascismo estadounidense”, nos advierte que los movimientos autoritarios no construyen su base sobre la población políticamente activa, sino sobre los políticamente inactivos, los “perdedores” que sienten, a menudo correctamente, que no tienen voz ni rol en el poder político.
El sociólogo Émile Durkheim, en La división del trabajo en la sociedad (1893), advirtió que la privación de derechos de una clase social produce un estado de “anomia”: la falta de normas o incapacidad de la estructura social de proveer a ciertos individuos de lo necesario para lograr las metas de la sociedad, es decir, la sociedad es incapaz de orientar la moral a los individuos. Aquellos atrapados en esta “anomia” son presa fácil a la propaganda y susceptibles de plegarse a movimientos de masas manipulados emocionalmente.
Hannah Arendt, en su libro Los orígenes del totalitarismo (1951), haciendo eco a Durkheim, señala que la principal característica del hombre de masas no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y la falta de relaciones sociales normales.
El resentimiento de las elites
Uno de los temas cruciales de la filosofía de la primera mitad del siglo XX fue la rebelión de las masas. Los privilegiados estaban preocupados por la invasión de grandes contingentes que reclamaban su derecho a la participación en la política y la cultura. Tales ecos están presentes en Ortega y Gasset, así como en la Escuela de Frankfurt. Teodoro Adorno, por ejemplo, sostenía que la alta cultura se degradaba debido a su divulgación masiva a través de los nuevos medios de reproducción.
Detrás de ese reclamo se ocultaba otra cosa: la rebelión de las elites. Los privilegiados se quejaban de estar perdiendo sus espacios de poder. Existe un gran riesgo para la democracia cuando la rebelión de las masas está dirigida por la rebelión de las élites. Eso sucedió en el ascenso del fascismo, lo cual fue la antesala de la Segunda Guerra Mundial.
La opinión sociológica convencional supone que el factor determinante es el económico. El malestar consiste en la insatisfacción de la clase trabajadora por la pérdida de empleos, por ejemplo. Según esta manera de ver las cosas, la causa en última instancia está en el sistema de producción y el reparto de las ganancias.
Existe otra lectura, develada por las ciencias sociales. En ambos lados del Atlántico, el problema principal no es la economía, sino el rechazo a los inmigrantes, especialmente si esos inmigrantes tienen otra religión o es más oscuro el color de su piel. En Estados Unidos hay otro factor: el racismo contra la población negra. No son inmigrantes, son hijos de esa nación por generaciones, pero todavía se les considera ciudadanos de segunda. Fue muy simbólico que, años atrás, cuando Obama fuera electo presidente, Trump le exigiera que demostrara que era un legítimo ciudadano norteamericano.
Esto nos puede llevar a preguntarnos por qué Trump incluyó tanto en su retórica la crítica a las élites. Cuando el presidente electo habla de élites se refiere a las políticas, las cuales desde su cosmovisión, han accedido al poder de manera oportunista. Las élites políticas son un estorbo para lo que él considera las verdaderas élites, aquellas compuestas por los privilegiados económicos y descendientes de europeos, quienes se sienten dueños del país y han dominado de forma tradicional.
El filósofo Mark Lilla nos alerta que vivimos en una era reaccionaria. Lo que mueve la política en todo el mundo ya no es la esperanza, sino la indignación, la desesperación y el resentimiento. “Y por encima de todo, la nostalgia”. Las élites suspiran nostálgicamente por un pasado imaginario. Esa aspiración a regresar a un pasado idealizado es la seña de identidad de las corrientes políticas que proponen cambios disruptivos tanto en Occidente como en el lejano Oriente, así como en el mundo islámico. El eslogan de nuestro tiempo, afirma Lilla, es como el de Trump, “Make America Great Again”, sustituyendo América por el paraíso perdido que corresponda.
Los demonios desatados
Nietzsche promociona la posesión por Dionisos. La embriaguez de este dios permite que nos desinhibamos y se desaten los demonios. El gran atractivo, para el electorado del tipo basura blanca o del privilegiado resentido, fue la invitación de Trump a rechazar las buenas maneras, implícitas en lo políticamente correcto.
El gobierno de Obama ha sido el del liderazgo mundial. El mundo se ha sentido bien representado por Obama. Los Estados Unidos eran grandes porque tenían una figura mayestática, elegante, ampliamente aceptada en todos los países. Ahora pasamos a una nueva figura, que no cuenta con tal aceptación; más bien provoca rechazo y en ocasiones repulsión. Su eslogan ha sido volver a hacer grande a América. Pero es paradójico. Sus actitudes parecen tener consecuencias negativas hacia esa misma intención. Lo cual implica que la posición de los Estados Unidos se puede ver comprometida a nivel internacional.
Hay que reconocer que, expresado de esta manera, los liderazgos oscilan de un extremo al otro. Hay dos actitudes respecto a lo que llamamos la sombra. La primera apunta a negarla; la segunda a someterse a ella. La administración Obama representa la primera. Tal vez el error de su administración ha sido el negarla tanto que ahora resurge con violencia.
No es difícil liberar las fuerzas del inconsciente colectivo; el problema es volverlas a poner en su lugar. Nixon jugó también a esa carta, pero no de forma tan radical como Trump. Igual presenciamos su aparatosa caída.
Para comprender el fenómeno Trump debemos retraernos a la historia del subconsciente de los Estados Unidos. La sombra colectiva de esa nación está fundada en, al menos, tres realidades inhumanas y opresivas con las que nunca se ha reconciliado: en primer lugar, el genocidio de millones de personas de los pueblos indígenas originarios del continente norteamericano. Estos eran pueblos de personas de piel cobriza con costumbres y cosmologías íntimamente conectadas con la Tierra. En segundo lugar, la esclavitud, aplicada a personas de raza africana que durante tres siglos al menos permitió la expansión y el afianzamiento de la base económica de América del Norte. Mientras la esclavitud finalizó, el racismo cultural ha permanecido y ha reencarnado en todos los rincones de la campaña Trump. En tercer lugar, el uso de la bomba atómica por los Estados Unidos de América en 1945, para terminar la Segunda Guerra Mundial y someter a la nación de Japón, un país racialmente diferente.
De acuerdo a la psicología analítica, cuando un individuo o una sociedad no se enfrentan a su sombra, invariablemente la proyectan sobre el “otro”. La sombra ama el concepto de excepcionalismo por sobre todas las cosas. El gemelo de excepcionalismo, por supuesto, es el derecho. Tenemos derecho porque somos excepcionales. Tenemos derecho internacionalmente a extender los tentáculos del capitalismo corporativo a cada centímetro del planeta, y tenemos el derecho internacional por la “virtud” de la raza, la clase y el estatus económico, para apropiarnos de todo lo que se nos ponga por delante, así como a oprimir y dominar a todo aquel que creemos no es excepcional.
La actitud prepotente del próximo residente de la Casa Blanca está justificada por ese excepcionalismo, que invita a patear los traseros de todos los que podamos etiquetar de diferentes.
Existe el peligro de que Trump devenga en fascista en el sentido propio. A esto hay que agregarle una idea que pese a su ironía no puede ser descartada: no hay nada más peligroso que una victoria. Existe la posibilidad de que, como lo hemos visto una y otra vez en el pasado, el nuevo presidente de los Estados Unidos termine siendo víctima de sus propios demonios.