Donald Trump tendrá sangre en las manos
Si tuviera que adivinar, diría que la voz pertenece a un hombre blanco estadounidense a finales de la mediana edad. El acento era ligeramente sureño y su estilo sonaba amenazador pero relajado. Su voz me era familiar: estoy bastante seguro de que ya me había dejado mensajes en el buzón de voz del teléfono de mi oficina. Pero nunca me había causado una gran impresión hasta que escuché su último mensaje.
“Hola, Bret, ¿qué te parece? ¿Crees que la pluma es más poderosa que la espada o que un rifle AR es más poderoso que la pluma?”. Luego continuó: “No llevo conmigo un AR, pero en cuanto comencemos a dispararles a ustedes, hijos de p…, no van a salir a la luz como lo hacen ahora. No valen nada; la prensa es el enemigo del pueblo estadounidense y, ¿saben qué?, en vez de que yo les dispare, espero que un mexicano o, mejor aún, un negro les dispare en la cabeza y los mate”.
Luego repetía las ofensas racistas diez veces más con un ritmo entrecortado y concluyó con esta frase: “Bonito día, amante de los negros”. No dejó su nombre y su número está bloqueado.
La llamada es de fines de mayo, justo después de que publiqué una columna en la que defendía el hecho de que la ABC despidiera a Roseanne Barr por un tuit racista. “Quizá el motivo por el que a los votantes de Trump muy a menudo se les caricaturiza es que con frecuencia se ajustan a ese estereotipo”, escribí.
Cuatro semanas después, un atacante entró en una sala de redacción en Annapolis, Maryland, y asesinó a cinco empleados del Capital Gazette.
El supuesto asesino en el tiroteo de Annapolis no parece haberlo hecho por motivos políticos. Sin embargo, el mensaje que cito arriba me llegó en mayo y fue la tercera ocasión en que he sido amenazado con violencia de manera expresa o implícita por una persona cuya opinión claramente se alinea con la de Donald Trump. Por otro lado, la única amenaza similar con la que he lidiado en mi carrera involucró a un hombre de Staten Island que más tarde fue a prisión por sus vínculos con Hezbolá.
Lo anterior me lleva a la reunión del 20 de julio entre Trump y dos directivos de alto rango de The New York Times, el editor A. G. Sulzberger y el editor de la página editorial James Bennet. Según la descripción posterior de Sulzberger sobre el encuentro, le advirtió al presidente que “sus palabras no solo eran divisorias, sino cada vez más peligrosas” y que al caracterizar a los medios informativos como “el enemigo del pueblo” está “contribuyendo a un aumento en las amenazas contra los periodistas, lo cual provocará violencia”.
La advertencia de Sulzberger no tuvo efecto. Nueve días después de lo que debía ser una reunión extraoficial, el presidente tuiteó que él y Sulzberger “pasaron mucho tiempo hablando de grandes cantidades de noticias falsas que los medios publican y de cómo las noticias falsas se han transformado en el ‘enemigo del pueblo’. ¡Triste!”.
Actualmente, casi pasa desapercibido que el presidente de Estados Unidos no solo viola las reglas básicas de sus propias reuniones con la prensa, sino que tergiversa la esencia del diálogo.
Casi no hubo comentarios sobre la declaración del presidente, en otro tuit, acerca de que los medios fueron “muy poco patrióticos” por haber revelado “las deliberaciones internas de nuestro gobierno”, lo cual pudo poner en riesgo la vida de la gente. Eso es casi gracioso si consideramos que ningún organismo mediático ha revelado más de tales deliberaciones, con menos consideración de las consecuencias, que su amado WikiLeaks.
Lo que no puede ignorarse es que la mejor manera de describir el comportamiento presidencial es calificarlo de incitación. Quizá Trump supone que lo peor que está haciendo es incitar a la gente a venir a sus mítines para levantarles el dedo medio a reporteros como Jim Acosta, de CNN. Y quizá cree que la mayoría de los periodistas, con su hostilidad incansable hacia su personalidad y sus políticas, se merecen de sobremanera el escarnio público.
Sin embargo, por cada mil simpatizantes de Trump, más o menos, cuyo desprecio por la prensa se eleva tan solo a la misma altura que sus dedos medios, unos cuantos serán personas como la que me llamó. De ellos, ¿cuántos están dispuestos a dar el siguiente paso mortal? En la era del tirador activo, ese número no es cero.
En caso de que eso suceda —cuando suceda— y mueran periodistas porque algún loco cree que está cumpliendo con la orden del presidente en contra de la quinta columna, es decir, los medios, ¿qué dirán los simpatizantes de Trump? No, el presidente no está instando con timidez a sus simpatizantes a que asesinen reporteros, como si Enrique II intentara deshacerse de un sacerdote turbulento. Pero tampoco es un niño que jugó con un arma cargada y no supo qué hizo.
Desde hace mucho tiempo, los defensores más sofisticados de Donald Trump han perfeccionado el arte de fingir que lo único que importa en su presidencia es lo que hace, no lo que dice. Pero no todos los defensores del presidente entienden esa sofisticación. A algunos de ellos no les llegó el memorando de tomar las palabras de Trump en serio pero no literalmente. Algunos escuchan la frase “enemigo del pueblo” y están preparados para llevar esas palabras a su conclusión más lógica.
¿La persona que me llamó es uno de ellos? No lo sé. Pero esto debe quedar claro: nos estamos acercando al día en que la sangre en el piso de una redacción será sangre en las manos del presidente.