¿Dónde estamos?
El uso indiscriminado de las etiquetas de izquierda y derecha ayudó a vaciarlas de significado. Hoy puede suceder lo mismo con conceptos como autoritarismo, tiranía o dictadura.

El lenguaje político abusó de las nomenclaturas ideológicas hasta romper las barreras nunca muy firmes de la racionalidad. Pese a sus esfuerzos y repeticiones discursivas, ni izquierdas ni derechas responden a algo más que las definiciones por oposición o las autoidentificaciones que, rara vez, soportan sus contradicciones. La sobresimplificación de nuestros días triunfó ante las ideologías que cerraron el siglo XX. Ningún debate serio puede partir del señalamiento entre aquellas dicotomías.
¿Qué es de izquierda?, ¿qué de derecha? Contra su instrumentalización reduccionista, son cada vez más frecuentes los llamados al debate que pide no limitarse a etiquetas ideológicas para mejor pensar la realidad política, en buena parte del mundo, bajo los códigos de autoritarismo y democracia.
La reiteración de izquierdas y derechas jugó parte importante en el vaciamiento de sus significados. Hoy, nos arriesgamos a que suceda lo mismo con los conceptos de autoritarismo, tiranía o dictadura. Si ocurre, sus impulsos habrán ganado.
La muerte de Mario Vargas Llosa provocó un alud de recuerdos sobre su conversación con Octavio Paz en el Encuentro Vuelta de 1990, donde pronunció el mote de la dictadura perfecta. Las aclaraciones e interpretaciones sobre aquel diálogo conservan vigencia.
Para quienes conocimos el ejercicio de dictaduras militares, como en mi caso lo son las medio orientales, la precisión de Paz hacia la afirmación de Vargas Llosa se acerca a experiencias familiares. Es claro que, ni en ese momento ni ahora, el escenario mexicano es equivalente al de la realidad latinoamericana de los años ochenta. Tampoco el de Estados Unidos y Bielorrusia en la actualidad, con todo y la impronta autoritaria de Washington. Esto, en lugar de matizar la actual situación nacional, estadounidense u otras, las hace alarmantes.
El autoritarismo del siglo XX encontró en nuestros días un alumno ejemplar, que aprendió cómo eludir la responsabilidad de sus acciones para hacerlas pasar por rescates de la libertad o la democracia.
Cualquier posibilidad de control al poder judicial es ajena a los valores democráticos, crea visos para lo autoritario; si su ejecución práctica termina por entregar actos de control individual, va elevando su condición hasta ser en lo formal un ejercicio autoritario, y de ahí puede subir a convertirse en dictatorial o totalitario. El proceso cuenta. La plausibilidad es suficiente para levantar la mirada, ya sea aquí, en Estados Unidos o en Israel, por mencionar derivas similares, todas originadas en gobiernos electos democráticamente.
Es autoritario el diseño de un aparato de gobierno que no depende de la rendición de cuentas, lo es si no existe apertura democrática, si hay la opacidad de ejercicios presupuestales, construcción de infraestructura o entrega de resultados hacia derechos humanos. Es irremediablemente autoritaria la elaboración de normas que pueden dar lugar a la censura, a la eliminación de un discurso contrario al poder, a la dificultad de construir opciones políticas adversas a quien lo tiene.
¿Cómo hacemos para ponerle nombre a lo que urge nombrar, cuando la repetición amenaza con devaluar las nociones, incluyendo la alerta en el sentido de lo autoritario?
Podríamos empezar por tomar en cuenta que al hablar de todo elemento político hay una búsqueda por interpelar a alguien, no únicamente a quienes coinciden con uno.
La conversación se encuentra absolutamente extraviada. Una facilidad insultante para esgrimir conceptos, definiciones y calificativos anula toda posibilidad de reflexión, diagnóstico y solución de problemas. Nadie puede afirmar, al menos para México, que antes, sin importar la fecha que se designe a ese tiempo, nuestro espíritu político y democrático haya sido una edad de las luces. Pero sí estamos en un peor lugar, gracias a una insistente construcción de un espíritu anticívico donde se puede decir legalidad, justicia, seguridad, violencia, democracia o contrapesos, en medio del catálogo extenso que se pueda enlistar, sin que estos conceptos tengan la menor consecuencia política.
¿Decir autoritarismo, tiranía o dictadura interpela a quien no está convencido de vivir en ellas? Lo dudo, pero es imprescindible dar testimonio de sus aproximaciones, como aproximaciones. Sin caer en lo simplista de la hipérbole. Con la alerta del camino que es capaz de pavimentarse.
¿Al insistir en autoritarismo, tiranía o dictadura, sin llegar al fatal caso de países que las sufren, donde no hay espacio para la relativización, se devalúa su significado? Es casi seguro. También se banaliza lo que pasa en esos lugares.
¿Qué se hace en la paradoja de la realidad de construcciones autoritarias que piden denunciarse y al hacerlo se diluye su condición?
Nuestros años son los de la satisfacción con el relato personal, aquel que privilegia enormemente los convencimientos particulares contra los efectos de las acciones políticas. Prácticamente la totalidad de nuestras peores condiciones y deterioros vienen de ahí.
No es extraño leer declaraciones disociadas que critican la elección judicial en México y, sin embargo, festejan otras políticas que, de jerarquizarse, tienen menos impacto en el futuro del país. Tampoco es poco frecuente la crítica sobre la sinrazón económica de la Casa Blanca, que se acompaña de la aprobación a su policía migratoria, o viceversa. De igual forma se acepta la visión autoritaria en el gobierno de Netanyahu, y se niegan los efectos asesinos de su campaña militar en Gaza y Cisjordania. “Será autoritarismo, pero complace mis inquietudes”, podría ser el lema del entendimiento político contemporáneo.
Los daños, a veces directos y en otras ocasiones colaterales, se han hecho demasiado tolerables. Todos los gobiernos siempre tienen pulsiones autoritarias. Muchos las superaron para entrar en los de su corte y aprendieron a navegar ahí, gracias a sus sociedades.
Los países en deriva autoritaria demandan señalarla, pero antes del adjetivo en primer lugar de una frase, que invariablemente pierde sentido, necesitamos de la insistencia puntual en los posibles efectos de cada política con devenires autoritarios.
La naturaleza de los proyectos poco democráticos, hasta sus versiones totalitarias, es expansiva.
Cada sociedad que apostó por regímenes autoritarios pasó por su aceptación. Luego, tarde, llegó el rechazo. La alarma quiere acortar ese lapso, y para que se escuche tenemos que hablar más que con nosotros mismos. Hacer política, se le dijo en un tiempo a eso. Las meras declaraciones son frecuentemente su camino fácil y menos productivo. En México y otros países quizá convenga abandonar el amor por el discurso, de unos y otros. Quienes tenemos una voz pública seguimos fallando en ese aspecto. ~