Dos escándalos por semana
El Gobierno ha protagonizado hasta seis escándalos en sus primeras tres semanas de vida, pero no ha habido consecuencias. La sensación de impunidad se extiende. ¿Hasta cuándo?
Lleva el Gobierno Sánchez-Iglesias apenas tres semanas en ejercicio y, a tenor del número de escándalos, pareciera que llevara tres años. El ritmo de decisiones polémicas, declaraciones inoportunas y actuaciones que bordean la legalidad es tal, que parece difícil igualarlo durante las próximas semanas, aunque todo es posible. Ha sido un mes de enero negro, con una media de dos escándalos por semana, y, a pesar de que Sánchez tiene por delante un año garantizado en La Moncloa, no augura nada bueno sobre lo que puede pasar en el futuro.
La legislatura empezó ya mal cuando en la sesión de investidura, entre los inauditos días 4 y 7 de enero, el presidente del Gobierno se descolgó con aquel objetivo tan extraño de «desjudicializar el conflicto político catalán». Y días más tarde, ya en la primera semana del nuevo Gobierno, empezamos a entender a qué se refería exactamente: anunció su decisión de colocar al frente de la Fiscalía General del Estado a la hasta entonces ministra de Justicia, Dolores Delgado, en una descarada treta por controlar a unos fiscales que en los últimos meses se han mantenido firmes frente al desafío independentista.
Ante la polémica desatada, la primera semana del Ejecutivo culminó con una mayúscula cortina de humo para taparla: un ataque frontal contra Partido Popular, Vox y Ciudadanos a cuenta del pin parental. El problema vino cuando, en el segundo Consejo de Ministros de la legislatura, la titular de Educación, Isabel Celaá, nos regaló una frase para la historia: «Los niños no son de los padres«. Bumerán en toda la cara del Gobierno.
Segunda semana
La segunda semana también tuvo sus dos escándalos, y probablemente los dos de más enjundia. El primero se produjo cuando el propio Sánchez sugirió que impulsará un cambio del Código Penal para rebajar las penas del delito de sedición. Nada de esto iba en el programa electoral con el que el PSOE se presentó a las elecciones del 10-N (más bien iba todo lo contrario) ni en el pacto de Gobierno suscrito con Podemos. Se trata de una burda maniobra para conseguir que los líderes independentistas presos puedan salir antes de la cárcel y, de paso, un nuevo intento de «desjudicializar el conflicto político catalán» por la vía de despenalizar directamente sus delitos.
El siguiente escándalo de la segunda semana no fue promovido desde el Gobierno, sino desvelado por Vozpópuli en un ejercicio de impecable periodismo reconocido internacionalmente hasta por el propio The New York Times: la reunión semiclandestina del ministro de Transportes, José Luis Ábalos, con la vicepresidenta de Venezuela, Delcy Rodríguez, de madrugada y dentro de un avión. La noticia por sí misma ya fue motivo de controversia, pero lo fue todavía más durante los siguientes días (y lo sigue siendo) por las torpes explicaciones del ministro y por producirse de forma simultánea al inamistoso gesto del Gobierno hacia Juan Guaidó, reconocido por España como presidente encargado del país caribeño y, sin embargo, esquivado por Sánchez y saludado por la ministra de Exteriores, Arancha González, en la Casa de América, en lugar de en su propio despacho, como si se tratase de un vulgar visitante.
Tercera semana
La tercera semana, la última hasta ahora, también empezó con un gran escándalo no previsto por el Gobierno: la dimisión de Jordi Sevilla al frente de Red Eléctrica de España (REE) por las continuas «injerencias» en su trabajo de la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera. Sevilla no es un peligroso facha, sino que fue un estrecho colaborador de Sánchez en el pasado reciente, por lo que su salida de un puesto que le reportaba más de medio millón de euros anuales sólo hay que entenderla en un sentido: la flamante vicepresidenta del Gobierno pretende hacer de REE su cortijo particular, y ni siquiera Sevilla por ese salario está dispuesto a permitirlo.
Si España fuera un país normal, las denuncias de Sevilla hubieran desatado un escándalo monumental, pues no en vano suponen la demostración de que el Gobierno quiere utilizar a su antojo una empresa cuyo 80% del accionariado está en manos privadas.
Tras una jornada negra, ha quedado claro quién manda realmente en España. El Gobierno ha sido humillado por un político preso en Lledoners
Y, cuando todavía no se habían apagado los ecos del affaire Sevilla, llegó ese amago de elecciones anticipadas en Cataluña que provocó al día siguiente una de las situaciones más vergonzosas que se recuerdan para un Gobierno de España. En un primer momento, La Moncloa anunció que, ante la proximidad de esos comicios, se aplazaba el inicio de la denominada «mesa de diálogo» para resolver ese «conflicto político» del que habla Sánchez. Sin embargo, a continuación llegaron las reacciones airadas del independentismo, llamaron a capítulo al Ejecutivo, incluso fue Gabriel Rufián a La Moncloa y, como consecuencia de todo ello, el Gobierno rectificó y anunció una pronta reunión de esa dichosa mesa.
Fue una jornada de locos, negrísima cabría calificarla, en la que quedó meridianamente claro quién manda en España, que no es otro que un condenado por sedición preso en la cárcel catalana de Lledoners, Oriol Junqueras para más señas. El Gobierno, débil y sin ningún tipo de rubor, se la envainó de forma humillante en apenas ocho horas.
Lo más preocupante de este Gobierno no son sus escándalos, sino su falta de pudor a la hora de afrontarlos o de incluso provocarlos
Sensación de impunidad
Eso es, precisamente, lo más preocupante de este Ejecutivo de Sánchez e Iglesias: no tanto sus escándalos sino su falta de pudor a la hora de afrontarlos o de incluso provocarlos. No les da ninguna vergüenza. Van a lo suyo, dicen lo que quieren y no pasa absolutamente nada porque, al mismo tiempo, cuentan con un numeroso coro de palmeros que están dispuestos a tildar de peligroso facha a todo aquel que ose criticar a este bendito Gobierno.
Y el gran problema que tiene esa falta de pudor y sus escasas consecuencias es que nuestros políticos se crean por encima del bien y del mal, con total impunidad para hacer lo que les venga en gana. El caso de Ábalos, con ocho versiones diferentes sobre el ‘Delcygate’ y esa impresentable chulería («A mí no me echa nadie porque he venido para quedarme«) son una prueba de ello.
El único inconveniente para el Gobierno es que, a este ritmo de escándalos, muchos de esos palmeros se irán cayendo del guindo poco a poco porque, como dicen que dijo Abraham Lincoln, no se puede mentir a todo el mundo durante todo el tiempo.