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Dos falacias acerca de Trump

La desmemoria ha hecho que, de manera falaz, Trump se erija como un líder mesiánico tras el atentado que enfrentó y como un vocero que denuncia a la élite intelectual. Este ensayo desmonta esos engaños y aboga por un voto informado que no sea solo la expresión de las emociones ciudadanas.

 

 

Una de las muchas comedias siniestras de la era de Trump ha sido su elevación a la condición de figura histórica mundial o incluso de figura metahistórica. Una cantidad alarmante de estadounidenses, en particular estadounidenses cristianos, lo veneran y lo han incorporado a la saga salvífica de la Ciudad Terrena. Esto ha ocurrido no solamente al nivel de la religión popular, donde podía esperarse dada la noción trivializante de un dios acogedor y al servicio de los electores, sino también en algunas de las zonas más elevadas de la cristiandad estadounidense. El intento de asesinato de Trump el verano pasado le hizo perfectamente el juego a la teología política de Make America Great Again (MAGA). La narrativa del martirio se difundió casi tan prontamente como la bala del tirador, más aún porque Trump captó visceralmente el lado teatral del martirologio, la utilidad política de su encuentro con su mortalidad, antes incluso de alzarse de vuelta al podio en el escenario ensangrentado. Todavía sangrando, actuaba un personaje. Su talento no es para los acuerdos sino para los espectáculos.

Más tarde ese día comencé a notar en internet una imagen de Trump en compañía de Jesús. Está sentado en el escritorio de la Oficina Oval, y de pie detrás de él, en un resplandor vaporoso, está el Hijo del Hombre, en ropajes blancos y una barba bien cortada, semejante a un extra de Ben-Hur. Jesús pone sus manos sobre los hombros de Trump a la vez que Trump mueve la mano derecha para tocar su mano izquierda. Detrás de ellos están las barras y estrellas. La imagen fue realizada por un tal Danny Hahlbohm, nacido en Long Island en 1949, en cuyo sitio de internet no me sorprendió enterarme de que su trabajo “tuvo el honor de figurar en los estrenos de La pasión de Cristo de Mel Gibson en selectos teatros de Texas”, y de que jamás tomó clases de arte. Tituló a su obra maestra de iconografía maga No estás solo. Hace que los cristos de Warner Sallman parezcan pintados por Ingres.

El problema de esta imagen no es que sea kitsch: siempre he sostenido que el kitsch religioso es un signo de vida religiosa, y que la religión vivida no requiere de obras maestras. (Los espectadores seculares, que no leen religiosamente el arte religioso y que con frecuencia no pueden identificar a los personajes en una escena bíblica, son los que insisten en Rembrandt y Tintoretto.) La ofensa en la imagen de Hahlbohm no es estética sino religiosa. Incluso para un judío testarudo como yo, parece blasfema. ¿Cómo puede alguien con un mínimo conocimiento sobre Jesús y un mínimo conocimiento sobre Trump imaginar semejante unión? En la imagen, el único error más insolente que el teológico es la corbata roja de Trump, que aquí tiene franjas azules.

Ah, ¡pero es precisamente porque Trump es un pecador que Jesús lo ama! Es un mensajero más perfecto precisamente por la magnitud de su imperfección. Esta es una idea vieja, y no solo cristiana. (En el siglo XIII le preguntaron a un rabino alemán si estaba permitido que un hombre deforme guiase los rezos, y contestó: “No está permitido, es obligatorio, porque el Rey de Reyes prefiere las vasijas quebradas.”) Pero el encanto de esta idea puede fácilmente ser explotado, bueno, por escorias. Hay pecadores para quienes el perdón no es más que una estafa. Consideren esto no un peligro moral sino metafísico. En una concentración de pastores y ministros en Palm Beach Oeste el pasado verano, Ben Carson señaló el asunto explícitamente, si bien no dudo de que todo el mundo evangélico piense lo mismo: “En la Biblia, David era también un tipo turbio, lo que significa crimen, adulterio, engaño. Y, sin embargo, Dios dijo: es un hombre conforme a mi propio corazón.” No importa que a David lo guiaba el Espíritu Santo y escuchaba la voz de Dios y Trump es guiado por el espíritu de Roy Cohn y escucha la voz de Steve Bannon. Es cierto que todos somos imperfectos, pero Trump abusa de ese privilegio.

La justificación religiosa de Trump se sustenta en un abandono completo de las normas éticas para la presidencia de Estados Unidos. No la perturban los crímenes ni las condenas que pesan sobre el presidente –sobre el candidato–, acerca de las cuales confunde enjuiciamiento con persecución. En esta vulgar exégesis partidaria, la falta de mérito de Trump es lo que lo hace meritorio –esto y el frío hecho de que pretende imponer una agenda particular–. ¿Qué no creerá esta gente con tal de conservar sus accesorios para armas bump stocks? La fe no necesita tener semejante falta de inteligencia como lo hace parecer la iglesia de Trump. Así, el candidato ha sido recibido en el panteón del pecador sagrado, de la redención por medio del pecado. Él es el redentor y Hulk Hogan, su Elías.

Además, en Estados Unidos la providencia a menudo se asocia con la fortuna. Dios ha sido bueno con Trump, ¿o no? ¡Miren su casa! Este también es un lugar común estadounidense. En 1877, Junius Morgan, el padre de J. P. Morgan, declaró en una cena elegante que “un tipo de providencia ha sido muy pródiga con nosotros, y bajo esta guía el futuro está en nuestras manos”. Nótese que esta versión de la providencia no interfería con las satisfacciones del ego empresarial, no era un insulto determinista para la vanidad plutocrática. John D. Rockefeller también creía que su éxito era el plan del Señor y afirmó abiertamente: “Dios me dio dinero.” En realidad, los ricos no son los únicos que interpretan el éxito como providencia. Todos deseamos tener suerte, y hay algunos que se esmeran en hacerse merecedores de ella. Pero cuando la suerte nos favorece, nos resistimos a llamarla suerte. ¿Yo, un accidente? Queremos que nuestro logro signifique algo más. La suerte es indiferente y poco halagüeña. Preferimos que nuestra trayectoria no sea fortuita; que sea, además de benevolente, nuestro justo merecimiento; que sea validada por las más altas autoridades. Estas huidas piadosas de la contingencia histórica me recuerdan la broma de Heine sobre un industrial francés: “es un hombre que se hizo a sí mismo, lo cual absuelve a Dios de una terrible responsabilidad”. El providencialismo es una lectura de la suerte, una extracción de la necesidad de la desmoralizante doctrina del capricho. (En hebreo, la palabra para “destino” es la misma que para “lotería”: goral, lo cual ilustra bien la tensa proximidad de los polos. En inglés hay una relación más suelta: lotlottery).

Hay muchas formas de ser engañado. Tras el atentado contra Trump en Pensilvania, el analista político Ross Douthat nos ofreció una de ellas. “La escena del sábado por la noche en Pensilvania”, escribió jadeante en el New York Times, “fue la confirmación definitiva de su condición de hombre de destino, un personaje salido de Hegel o Thomas Carlyle o algún otro verborreico filósofo de la historia del siglo XIX, una figura tocada por los dioses de la fortuna de una manera que trasciende las reglas normales de la política” (para ser sinceros, no debería tirar piedras contra la verborrea). La grandeza de Trump, dice Douthat, está “basada en las vibraciones”, algo así como el análisis de Douthat. Pero la grandeza de Trump puede ser la mayor mentira de todas. ¿Quién puede dudar de que la historia demostrará que ha sido el más insignificante de todos los presidentes estadounidenses?

Fue solo cuestión de días para que Douthat se viese forzado él mismo a confrontar la realidad. Lo que ocurrió es que Trump abrió la boca. Dio su discurso de aceptación en la Convención Republicana y fue un fiasco histórico de nivel mundial. Toda la maldad y el narcisismo del hombre, todas sus limitaciones intelectuales y cognitivas, su cinismo y oportunismo estuvieron agresivamente expuestos. La aureola de Pensilvania se había desvanecido. Esta no era la actuación de un gran hombre de la historia. Hegel y Carlyle hubieran cambiado de canal a TCM. Pero ahí estaba el pobre de Douthat, el portador de buenas nuevas, atrapado en los escombros de sus propios absurdos. El encabezado de su siguiente artículo era “Cómo Trump saboteó su propia apoteosis”. Cuando lo vi me permití una sonrisita historiosófica. “Después del intento de asesinato”, comenzaba, “llamé a Trump un ‘hombre de destino’ y nada en su errático discurso cambia esta valoración”. Las apologías entraron aquí en el terreno de la desesperación, como hacen frecuentemente las apologías. Había que fabricar distinciones lo más pronto posible. “Pero es crucial comprender”, seguía, “que la naturaleza de su destino, muy probablemente, no es gobernar a plenitud. No puede dominar la política estadounidense como Franklin Delano Roosevelt o incluso Ronald Reagan, o para el caso como líderes nacionalistas contemporáneos como Viktor Orbán de Hungría o Narendra Modi en la India. En parte esto es porque no tiene el tipo de agenda disciplinada que tienen ellos, pero en parte es solo porque nunca puede ser otro que él mismo”. Un exceso de autenticidad es lo que entorpece al dirigente supremo de Estados Unidos. Y esta fue la revisión final de la erudición providencialista de Douthat: “El candidato republicano domina nuestra política no porque gane todo el tiempo o porque obtenga todo lo que quiera (puede ser que ni siquiera sepa con certeza qué es lo que quiere día a día) sino porque hace que todo lo demás exista perpetuamente en relación a él –aun cuando esté perdiendo, fuera del cargo o sufriendo derrotas políticas– y porque se niega a permitir que ningún orden separado de él se establezca, mientras esté vivito y coleando.”

Otra de las siniestras comedias de la era de Trump es su antielitismo desenfrenado. A veces pienso que cualquiera que use la palabra “élites” es ipso facto un miembro de las élites. Estamos inundados de populistas con “tarjeta oro”. A menudo se representa la campaña de 2024 como una competencia entre populistas de derecha y populistas de izquierda, pero podría describirse con igual precisión como una guerra intestina entre elitistas antielitistas. Esto no es nuevo. Los tribunos del pueblo –intelectuales marxistas y socialistas de Knightsbridge, para no mencionar al típico “obrero” que vive en Palm Beach y Bedminster– han emergido con frecuencia de clases más privilegiadas; Marx mismo, un pensador burgués consagrado al proletariado, se esforzó mucho para explicar cómo personas como él eran posibles. El ejemplo más brillante de este cruce ciertamente fue Franklin Delano Roosevelt, el traidor a su clase. Estas deserciones y paradojas son todas ellas edificantes, puesto que desafían la tiranía de los orígenes. (A veces son fingidas, como cuando Tom Joad, quiero decir Bruce Springsteen, regresa de un concierto donde habla de sopa caliente alrededor de una fogata bajo un puente, a su finca en New Jersey.) También refutan la sociología del conocimiento que se encuentra en la raíz de varios aspectos de nuestra crisis; la idea de que todos somos meramente voceros de nuestros grupos, de que nuestras perspectivas están socialmente determinadas, que la independencia intelectual es imposible y aun indeseable. En la izquierda llaman a esta doctrina “epistemología del punto de vista”, en la misma línea en que Richard Rorty utilizaba “etnocentrismo” como un halago. Si añades a esto la preferencia de un grupo sobre otros, de modo que los miembros de ese grupo (como Marx reclamaba para el proletariado y nosotros reclamamos para todas nuestras víctimas favoritas) son epistemológicamente privilegiados, más sabios, más profundos, sagazmente traumatizados, más en contacto con lo realmente real, entonces el debate se destruye por deferencia. Tanto en nuestra cultura consiste en nerviosos ejercicios de deferencia, lo que explica que el calor es alto pero la luz es baja, que muchos puntos de vista no son escuchados y que la traición epistemológica es evidencia de libertad de pensamiento. No todo lo que dice la gente desfavorecida es correcto y no todo lo que dice la gente favorecida es falso. En tiempos antiguos, cuando a los estadounidenses todavía les importaba la verdad, comprendíamos que el mérito de una opinión no lo establece la posición social del individuo que sostiene esa opinión.

Pero el antielitismo de Trump-Vance es culpable de pecados peores que la hipocresía. La manipulación que hacen del resentimiento es una traición a la gente sufriente que pretenden salvar. Después de todo, esos resentimientos tienen una base real. La desigualdad económica en nuestro país es incontrovertiblemente obscena. ¿Pero qué hacemos cuando los reclamos legítimos se envenenan? Es la perplejidad central de nuestra política. Y la estrategia de Trump-Vance es precisamente hacerlos venenosos, y de ese modo distraer a los pobres y desposeídos de la búsqueda de soluciones. (Daniel Bell observó una vez que lo opuesto del antielitismo es la equidad.) Les ofrecen panaceas políticas que complacen a los pobres pero benefician a los ricos, un aval a la malicia y un terror al futuro. La credulidad es con frecuencia la hija de la infelicidad. Cuando Trump y Vance concuerdan con la aversión al cambio de su electorado herido, los condenan –a los millones de maga– a que las circunstancias que han causado sus heridas sean mayores: a más carbón. En términos económicos, quieren sus votos a cambio de nada. Con toda su retórica populista, se quedan atrás del grupúsculo de pensadores y activistas republicanos que parecen haber descubierto sinceramente la verdadera clase trabajadora estadounidense y haberse acercado a los sindicatos; estoy tentado a llamarlos el ala demócrata del Partido Republicano, salvo que el Partido Demócrata mismo está teniendo dificultades para establecer su propia relación con los trabajadores de Estados Unidos, cuyas luchas no son adecuadamente personificadas por George Clooney.

El problema con el antielitismo no es que las élites no existan. Es que existen en todas partes, en cada movimiento y partido, en todos los bandos. Una mera revuelta contra las élites es una política estúpida. La pregunta importante es qué es lo que esas élites defienden. Confrontar el poder con verdades no tiene sentido si el poder resulta estar actuando correctamente. De modo similar, tampoco tiene sentido si resulta que el poder sabe de lo que está hablando. Por esta razón, los populistas deberían tener más respeto por la tecnocracia y por su deuda con los tecnócratas. Uno de los obstáculos más serios de la política estadounidense es el carácter arcano de algunos de los problemas más urgentes que enfrenta. ¿Quién entiende realmente los detalles en materia de salud pública, cambio climático o regulación financiera? (Yo no.) Hay materias en la administración pública que no son solo asuntos morales, los que todos nosotros estamos más o menos calificados para evaluar. E incluso algunos asuntos morales deben esperar las precisiones de la ciencia social. Esto significa que a la vasta mayoría de los votantes estadounidenses se les pide con frecuencia tomar decisiones sobre asuntos que no comprenden. Tienen el derecho democrático al voto, pero son democráticamente incompetentes. Votan con ignorancia, como si un voto fuera solo una expresión de emociones y no de razonamiento informado, como si el derecho a votar fuera todo lo que importara sobre el voto. Pero junto con el derecho a votar viene la obligación de votar de manera inteligente. El conocimiento no debería ser un accesorio en una sociedad que se gobierna por sus opiniones, ni debería ser difamado como un distintivo del elitismo. Cuando Trump dice que “ama a los de bajo nivel educativo”, un amor que en su caso es también autoamor, injuria la promesa democrática; y el colapso en años recientes del prestigio de la educación universitaria es un mal presagio para la calidad de nuestro orden social. ~

Traducción del inglés de Andrea Martínez Baracs.
Fragmento de “Three republican fallacies”,
publicado originalmente en «Liberties».
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