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The Economist: Clinton, la mejor esperanza para Estados Unidos

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Por qué le daríamos nuestro  hipotético voto a Hillary Clinton.

Una cuarta parte de los estadounidenses nacidos desde 1980 cree que la democracia es una mala forma de gobierno, muchos más que quienes opinaban lo mismo hace 20 años. Si los dos principales partidos hubieran acordado diseñar de un concurso para incrementar las dudas de los votantes jóvenes, no podrían haber hecho algo mejor que la campaña presidencial de este año. El voto, el 8 de noviembre, está a la vista, sin embargo muchos estadounidenses se someterían voluntariamente a intentarlo de nuevo, con dos candidatos nuevos. Por supuesto que no es una oferta: el próximo presidente será o Donald Trump o Hillary Clinton.

La X indica el lugar

La elección no es difícil. La campaña ha proporcionado evidencia diaria de que el Sr. Trump sería un terrible presidente. Ha explotado las tensiones raciales latentes de los Estados Unidos (ver artículo). Su experiencia, temperamento y carácter le hacen terriblemente inadecuado para ser el jefe de estado de la nación que el resto del mundo democrático considera líder, el comandante en jefe de las fuerzas armadas más poderosas del mundo y la persona que controla la disuasión nuclear norteamericana.

Eso por sí solo impediría la emisión del voto, si tuviéramos uno, a favor de Trump. Da la casualidad de que ofrece un conjunto de políticas que van con su personalidad. Un gobierno Trump reduciría los impuestos para los más ricos al mismo tiempo que otorgaría protecciones comerciales que elevarían los precios para los más pobres. Asimismo no estamos de acuerdo con él sobre el medio ambiente, la inmigración, o el papel de los EEUU en el mundo, además de otras cosas. Sus ideas sobre los ingresos y gastos son una afrenta a las estadísticas.  Nosotros preferiríamos haber apoyado a Richard Nixon, incluso si hubiéramos sabido que más tarde se vendría a pique.

Nuestro voto, entonces, va a Hillary Clinton. Los que la rechazan simplemente porque ella es una Clinton, y porque detestan la maquinaria clintoniana, no están prestando atención a cuán depravada es la alternativa. A pesar de que, en sí mismo, no es un gran aval, vamos más allá. Clinton es una mejor candidata de lo que parece y sin duda más adecuada -más allá de lo que sus críticos admitirían- para hacer frente a las terribles condiciones de la política en Washington. También merece triunfar por sus propios méritos. 

Al igual que con Trump, Clinton tiene ideas con las que no estamos de acuerdo. Su plan de impuestos es engorroso. Su oposición al acuerdo comercial con Asia -que una vez defendió- es desalentadora. La escala de estos defectos, sin embargo, se mide en incrementos pequeños en comparación con lo que propone  Trump. En muchas otras cuestiones sus políticas son las típicas del centrismo pragmático del Partido Demócrata. Ella quiere encerrar a un menor número de delincuentes no violentos, ampliar la oferta de educación preescolar e introducir el permiso por paternidad remunerado. Ella quiere continuar los esfuerzos de Barack Obama para frenar el calentamiento global. En Gran Bretaña su casa ideológica sería la corriente tradicional del partido conservador; en Alemania sería una demócrata-cristiana.

En un sentido, la señora Clinton es revolucionaria. Ella podría ser la primera mujer presidente de Estados Unidos en los 240 años transcurridos desde la independencia. Esto no es una razón decisiva para votar por ella. Pero sería un genuino logro. En todos los demás sentidos, sin embargo, la señora Clinton es una gradualista confesa. Ella cree en el poder de los pequeños cambios que con el tiempo conducen a logros mayores. Una incapacidad para sonar como si ella estuviese ofreciendo una transformación inmediata es una de las razones de su reconocida mediocridad en las campañas electorales. Ahora se espera que los candidatos presidenciales inspiren. Clinton hubiera sido una aspirante más adecuada en el primer medio siglo de campañas presidenciales, cuando los candidatos ni siquiera daban discursos públicos.

Sin embargo, un estilo prosaico combinado con gradualismo y una labor ardua podrían producir una presidencia más exitosa de lo que sus críticos pensarían. En política exterior, donde el poder del presidente es más grande, la señora Clinton estaría alerta, observando un mundo que ha heredado algunos de los riesgos de la guerra fría, pero no su estabilidad. El ascenso de China y la decadencia de de Rusia exigen combinar flexibilidad y firmeza. Las instituciones internacionales, como la ONU, son débiles; el terrorismo es transnacional.

Así, juicio y experiencia son esenciales y, a pesar de los intentos republicanos de atacarla por el asalto al consulado norteamericano en Bengasi en 2012, la realidad es que Clinton posee ambos. Como senadora hizo un trabajo sólido en el comité de las fuerzas armadas; como secretaria de Estado impulsó con habilidad las políticas presidenciales en el exterior. Su visión de los Estados Unidos tiene mucho en común con la de Obama. Ella argumentó con razón sobre la necesidad de involucrarse desde el principio en Siria. Tiene además una visión más clara de la capacidad de Estados Unidos para hacer el bien; su ex jefe está más alerta acerca de los peligros de las buenas intenciones. La diferencia es de grado, sin embargo. Clinton ayudó a sentar las bases para poner fin al embargo contra Cuba, llegar a un acuerdo nuclear con Irán y alcanzar a un acuerdo con China sobre el calentamiento global. Una presidencia de Clinton se basaría en estos logros.

Mantener grande a América 

La pregunta más difícil de responder es de qué manera Clinton gobernaría en casa. Seguramente no es coincidencia que los votantes cuya conciencia política surgió en los años entre el intento de destitución de Bill Clinton y las vulgaridades de Trump tienen una opinión tan baja de su sistema político. Durante las últimas dos décadas el estancamiento político y las descalificaciones mutuas se han convertido en normales. En recientes sesiones del Congreso se ha paralizado el gobierno, coqueteado con una cesación de pagos, y promulgado poca legislación sustantiva. Incluso algunos conservadores inclinados a confundir inacción con un gobierno limitado están hartos.

Lo mejor que se puede decir de Trump es que su candidatura es un síntoma de la aspiración popular por un renacimiento político. Cada ultraje y cada tabú roto se toma como evidencia de que él fracturaría el sistema con el fin de que, supervisado por un Tribunal Supremo debidamente conservador, los que viniesen a continuación podrían reemplazarlo por algo mejor.

Esta elección presidencial es mucho más importante que lo esperado debido a la gran imprudencia de dicho esquema. Se basa en la creencia de que la complejidad de Washington es puro pretexto y engaño,  diseñada fundamentalmente para engañar al ciudadano de a pie; y que cuanto más usted sepa, menos confiable es. Esperar que algún bien pueda provenir del trabajo de demolición de Trump refleja la creencia narcisista de que, en política, acuerdo es una palabra sucia, así como deviene en una confianza imprudente de que, después de un período de caos y destrucción, se podrá unir mágicamente a la nación y arreglar lo que esté mal.

Si gana, Clinton asumirá la carga de refutar los aspirantes a demoledores. En cierta manera, es la candidata equivocada para el trabajo. La esposa de un ex presidente, que se trasladó a la Casa Blanca hace casi 24 años, es poco probable que sea vista como un heraldo de renovación. En su larga carrera a veces ha ocupado la tierra de nadie entre lo digno y lo indigno, lo legal y lo ilegal. Es por eso que las historias sobre la Fundación Clinton y sus correos electrónicos, que el FBI está escrutando de nuevo, han sido tan perjudiciales. Quizá apenas puedan ser percibidas en un Trumpometro  de indiscreciones, pero, en el ejercicio del cargo, la reputación de la señora Clinton de buscar romper las reglas podría destruirla.

En otras aspectos, ella es muy adecuada para la tarea. Conducir proyectos de leyes a través del Congreso hasta el momento de su firma requiere de una tolerancia para la negociación paciente y un dominio del detalle soporífero. A pesar de que ha sido difícil oír su mensaje, ante la exigencia de que hay que «encerrarla», Clinton ha hecho campaña por un país más abierto y optimista. Puede sentirse alentada porque, fuera de Washington, hay más bipartidismo y resolución de problemas de lo que la mayoría de los estadounidenses se dan cuenta, y del hecho de que el pesimismo popular ha sobrepasado, de lejos, la realidad. Alrededor del 80% de los seguidores de Trump afirma que, para gente como ellos, Estados Unidos está peor que hace 50 años. Eso es falso: hace medio siglo 6 millones de hogares carecían de inodoro. También es una forma muy antinorteamericana de ver el mundo. El momento está maduro para un repunte.

En las elecciones a veces hemos deseado que el Congreso y la presidencia sean controlados por partidos diferentes. Algunos de los que no pueden decidirse a votar por Trump, y que tampoco les importa Clinton, optarán por esa alternativa. Sin embargo, la pérdida del Congreso aumentaría las posibilidades de una reforma del Partido Republicano que tanto la organización como los Estados Unidos necesitan.

De ahí que nuestro voto vaya tanto a la señora Clinton como a su partido. En parte porque ella no es Donald Trump, pero asimismo con la esperanza de que ella pueda demostrar que la política ordinaria funciona para la gente común, y que impulse el tipo de renovación que requiere la democracia estadounidense.

 

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The Economist

America’s best hope

Why we would cast our hypothetical vote for Hillary Clinton

A QUARTER of Americans born since 1980 believe that democracy is a bad form of government, many more than did so 20 years ago. If the two main parties had set about designing a contest to feed the doubts of young voters, they could not have done better than this year’s presidential campaign. The vote, on November 8th, is now in sight, yet many Americans would willingly undergo the exercise all over again—with two new candidates. Of course that is not on offer: the next president will be either Donald Trump or Hillary Clinton.

X marks the spot

The choice is not hard. The campaign has provided daily evidence that Mr Trump would be a terrible president. He has exploited America’s simmering racial tensions (see article). His experience, temperament and character make him horribly unsuited to being the head of state of the nation that the rest of the democratic world looks to for leadership, the commander-in-chief of the world’s most powerful armed forces and the person who controls America’s nuclear deterrent.

That alone would stop us from casting a vote, if we had one, for Mr Trump. As it happens, he has a set of policies to go with his personality. A Trump government would cut taxes for the richest while imposing trade protection that would raise prices for the poorest. We disagree with him on the environment, immigration, America’s role in the world and other things besides. His ideas on revenue and spending are an affront to statistics. We would sooner have endorsed Richard Nixon—even had we known how he would later come to grief.

Our vote, then, goes to Hillary Clinton. Those who reject her simply because she is a Clinton, and because they detest the Clinton machine, are not paying attention to the turpitude of the alternative. Although, by itself, that is not much of an endorsement, we go further. Mrs Clinton is a better candidate than she seems and better suited to cope with the awful, broken state of Washington politics than her critics will admit. She also deserves to prevail on her own merits. 

Like Mr Trump, Mrs Clinton has ideas we disagree with. Her tax plan is fiddly. Her opposition to the trade deal with Asia that she once championed is disheartening. The scale of these defects, though, is measured in tiny increments compared with what Mr Trump proposes. On plenty of other questions her policies are those of the pragmatic centre of the Democratic Party. She wants to lock up fewer non-violent offenders, expand the provision of early education and introduce paid parental leave. She wants to continue Barack Obama’s efforts to slow global warming. In Britain her ideological home would be the mainstream of the Conservative Party; in Germany she would be a Christian Democrat.

In one sense Mrs Clinton is revolutionary. She would be America’s first female president in the 240 years since independence. This is not a clinching reason to vote for her. But it would be a genuine achievement. In every other sense, however, Mrs Clinton is a self-confessed incrementalist. She believes in the power of small changes compounded over time to bring about larger ones. An inability to sound as if she is offering an overnight transformation is one of the things that makes her a bad campaigner. Presidential nominees are now expected to inspire. Mrs Clinton would have been better-suited to the first half-century of presidential campaigns, when the candidates did not even give public speeches.

However, a prosaic style combined with gradualism and hard work could make for a more successful presidency than her critics allow. In foreign policy, where the president’s power is greatest, Mrs Clinton would look out from the Resolute desk at a world that has inherited some of the risks of the cold war but not its stability. China’s rise and Russia’s decline call for both flexibility and toughness. International institutions, such as the UN, are weak; terrorism is transnational.

So judgment and experience are essential and, despite Republican attempts to tarnish her over an attack in Benghazi in 2012, Mrs Clinton possesses both. As a senator she did solid work on the armed-services committee; as secretary of state she pursued the president’s policies abroad ably. Her view of America has much in common with Mr Obama’s. She rightly argued for involvement early on in Syria. She has a more straightforward view of America’s capacity to do good; her former boss is more alert to the dangers of good intentions. The difference is of degree, though. Mrs Clinton helped lay the foundations for ending the embargo on Cuba, striking a nuclear deal with Iran and reaching agreement with China on global warming. A Clinton presidency would build on this.

Keep America great

The harder question is how Mrs Clinton would govern at home. It is surely no coincidence that voters whose political consciousness dawned in the years between the attempted impeachment of Bill Clinton and the tawdriness of Mr Trump have such a low opinion of their political system. Over the past two decades political deadlock and mud-slinging have become normalised. Recent sessions of Congress have shut the government down, flirted with a sovereign default and enacted little substantive legislation. Even those conservatives inclined to mistake inaction for limited government are fed up.

The best that can be said of Mr Trump is that his candidacy is a symptom of the popular desire for a political revival. Every outrage and every broken taboo is taken as evidence that he would break the system in order that, overseen by a properly conservative Supreme Court, those who come after him might put something better in its place.

This presidential election matters more than most because of the sheer recklessness of that scheme. It draws upon the belief that the complexity of Washington is smoke and mirrors designed to bamboozle the ordinary citizen; and that the more you know, the less you can be trusted. To hope that any good can come from Mr Trump’s wrecking job reflects a narcissistic belief that compromise in politics is a dirty word and a foolhardy confidence that, after a spell of chaos and demolition, you can magically unite the nation and fix what is wrong.

If she wins, Mrs Clinton will take on the burden of refuting the would-be wreckers. In one way she is the wrong candidate for the job. The wife of a former president, who first moved into the White House almost 24 years ago, is an unlikely herald for renewal. In her long career she has at times occupied a no-man’s-land between worthy and unworthy, legal and illegal. That is why stories about the Clinton Foundation and her e-mails, which the FBI is looking at again, have been so damaging. They may barely register on the Trump-o-Meter of indiscretions but, in office, Mrs Clinton’s reputation for rule-breaking could destroy her.

In another way, she is well-suited to the task. Herding bills through Congress to the point of signing requires a tolerance for patient negotiating and a command of sleep-inducing detail. Though it has been hard to hear above the demand to “lock her up”, Mrs Clinton has campaigned for an open, optimistic country. She can take heart from the fact that, outside Washington, there is more bipartisanship and problem-solving than most Americans realise, and from the fact that popular pessimism has far overshot reality. Around 80% of Trump supporters say that, for people like them, America is worse than it was 50 years ago. That is false: half a century ago 6m households lacked a flushing lavatory. It is also a most un-American way to see the world. The time is ripe for a rebound.

In elections we have sometimes hoped for Congress and the presidency to be controlled by different parties. Some who cannot bring themselves to vote for Mr Trump but do not care for Mrs Clinton either will opt for that choice. Yet the loss of Congress would increase the chances of a Republican Party reformation that both the party and the United States need.

Hence our vote goes to both Mrs Clinton and her party. Partly because she is not Mr Trump, but also in the hope she can show that ordinary politics works for ordinary people—the sort of renewal that American democracy requires.

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