Edad de la locura
¿Qué ocurre cuando las sociedades se dejan seducir por actos delirantes? Los daños son diversos, pero siguen patrones.
Delirios populares extraordinarios y la locura de las masas es un compilado de breves registros sobre desvaríos económicos, sociales, políticos y filosóficos, que, en su momento, fueron aceptados sin desatar mayor escepticismo o noción de consecuencias. Escrito en tres volúmenes a mediados del siglo XIX por el escocés Charles Mackay, su lectura hoy, a pesar de contar con más méritos anecdóticos que literarios, impide guardar altas dosis de optimismo sobre nuestros comportamientos.
Desde la transformación en Holanda de los bulbos de tulipanes a un instrumento especulativo de intercambio –por los que la gente convertía al valor de sus casas, ganados o herramientas, entregando estos y perdiéndolos con entusiasmo, desestimando que, a diferencia de las propiedades, aquellas flores, como todas, marchitan y mueren–, pasando por el fervor de la alquimia o la lectura de fortunas, Mackay relata cómo la historia no es ajena a dolorosos y crueles episodios de demencia colectiva.
Como sucede con los contenedores de la violencia, el avance de la razón se da en respuesta a las peores expresiones de nuestro comportamiento, una vez que se han experimentado sus efectos.
En una reflexión decimonónica, lo que se llamaba locura individual fue vista como la lucha contra la aceptación de la realidad. Después, fuimos entendiendo el cerebro, pero ciertos elementos de aquella apreciación son absolutamente vigentes.
¿Qué ocurre cuando las sociedades se dejan seducir por actos que se parecen a la demencia?
Las jerarquías del daño son muchas y no comparables, pero siguen patrones.
Lo caricaturesco angustia al incorporarse a la vida. El absurdo tiene sus límites en la realidad, en su construcción, siempre social, a través del tiempo. Lo ridículo o lo espantoso, abarcando desde el mejor de los casos hasta las más espantosas de las tragedias, lo es por su choque con las normas lógicas de un entorno. No todo es admisible, ni siquiera en la época de la subjetividad capaz de aplaudir cada visión de la vida como si no hubiésemos aprendido nada en unos cuantos milenios de recorrerla.
Cuando las sociedades entran en un periodo de delirio colectivo, son incapaces de diferenciar el bien del mal, lo lógico de lo ilógico, lo real de lo surreal, lo justo de lo injusto, lo salvaje y bárbaro. Se rompen los parámetros que definen códigos compartidos para privilegiar unos cuantos dictados por la exaltación. El fascismo del siglo XX es el ejemplo tradicional, con un gran quizás. Muchas veces, lo que surge como anomalía es un componente durmiente de las sociedades. Algo que siempre estuvo ahí y solo necesitaba de un detonador y condiciones para exacerbarse.
Si el poder define como no locura el comportamiento anormal, las sociedades que les siguen anulan los rasgos patológicos y se acomodan a sus desviaciones.
En Bananas, el retrato satírico de Woody Allen a las dictaduras latinoamericanas, una multitud en la nación ficticia de San Marcos escucha, primero entusiasmada y luego confundida, las ordenes ejecutivas de su nuevo presidente: el sueco es decretado nuevo idioma oficial del pequeño país. Los niños que no han cumplido 16 años, para el instante de la proclama contarán ya con esa edad. La ropa interior deberá cambiarse cada media hora. Su uso será exterior, para facilitar la revisión de la medida. Medio siglo después, bajo el mismo espíritu y por un decreto televisado, la temporada navideña en Venezuela comenzó en octubre.
Tras el atentado contra el expresidente Trump en Pensilvania, no pocos de sus seguidores salieron a la calle con una especie de almohada minúscula, suerte de curación simulada en sus orejas, incorporada a la vestimenta en muestra de apoyo al candidato republicano.
Mackay utiliza una frase del poeta Lucano como epígrafe. “¿Qué locura es ésta, ciudadanos?”.
En México, el juego de una tómbola decidió el destino de jueces a concursar en su elección. El sorteo sustituye todo ejercicio de gobierno; representa la renuncia al mismo. La rueda de la fortuna como método para designar justicias, arruinar proyectos de vida. Solo la decencia aprendida por las inquietudes civilizatorias le da importancia a la existencia del individuo, solo la masa es capaz de pasar por encima de ese individuo por el simple hecho de ser un uno, pequeño número contra el resto, insignificante e imposibilitado a resistir el peso de los muchos.
En cada episodio de demencia política colectiva, la exaltación de la mayoría es el mejor instrumento para ocultar lo enfermo.
Normalidad y realidad tienen en esta ocasión un punto de coincidencia. La construcción de la primera se hace un hecho social. Es normal debatir, diagnosticar, medir consecuencias antes de actuar, porque la ruta opuesta no obedece a la realidad de la sociedad que se supone hemos buscado tener. El azar no es democracia, como un simple juego de probabilidades fácilmente manipulables.
La razón contraria al delirio proviene del escepticismo, de la duda sobre un hecho que se ofrece inapelable. En una época los marinos escogían entre muchas, la vara más corta para saber quién haría una tarea morbosa o se sacrificaría. El ejercicio eliminaba responsabilidades. Nadie era culpable por mandar a su compañero a la deriva. ¿Podemos reconocer algún avance desde la costumbre de este método?
Las sociedades modelan sus límites a través de corrientes de pensamiento. Los riesgos y los peligros para el mantenimiento no violento, o justo, o democrático de dichas sociedades establecen lo permisible. Así se recorren los márgenes para lo que en otras épocas fue normal y luego locura.
Somos el único país en hacer lo que estamos empezando. No hay genialidad alguna en sortear quienes interpretarán la ley, juzgarán culpas, otorgarán condenas, sino una acción suicida al entendimiento compartido de lo justo; una acción exaltada donde se perdieron límites e impusieron fueros en nombre de un proyecto ideológico. El delirio no solo está en la mecánica, también en la eliminación de la duda. En nuestra nueva etapa de locura, si la realidad contradice el postulado, lo que se afirma que está mal es la realidad y no la perorata.
La necesidad humana de creer se ha impuesto sobre las contradicciones. El rechazo a la verdad en lo que se dice y se hace está a la vista: la negación de que la suerte no equivale a política, de que la política debe llevar a acuerdos, de que la democracia debe incluir a minorías y de que la vida de quien porta la toga y la de quienes dependerán de ella no se escoge por la vara más corta.
En el delirio colectivo, las sociedades dejan de censurar lo riesgoso para sí mismas. Atraen como normal lo anómalo. Y cambian su casa, la de todos, por unos tulipanes. ~