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Eduardo Mendoza: El descarrilamiento del ‘procés’

Hace unos días me pasaron a la firma un manifiesto sobre el referéndum catalán. Los firmantes eran personas que respeto y con muchas de las cuales tengo una buena amistad y el contenido del manifiesto era inocuo, a pesar de lo cual no quise sumarme a la lista de firmantes por varias razones de forma y de estrategia: en primer lugar, todos los firmantes tienen, sin ánimo de ofender, una cierta edad, con lo cual su opinión encarna la sabiduría y la experiencia, pero no representa el ímpetu y la esperanza de una población más joven. Al margen de esto, en el momento presente, un manifiesto publicado en un determinado órgano de expresión sería tomado como una declaración de guerra dijera lo que dijera. Y así ocurrió. Sin embargo, de poco sirvió mi exquisita prudencia y mi nombre ha sido incorporado a la lista de los firmantes a la hora de repartir denuestos. Qué le vamos a hacer.

Seguramente esta adhesión virtual se debe a unas declaraciones recientes, expresadas en el curso de una entrevista, en las que dije que el procés había descarrilado. Con eso quise decir que el planteamiento de la cuestión y su desarrollo posterior habían sido erróneos y seguían un camino equivocado, no tanto por su contenido, discutible en algunos puntos, pero merecedor de un serio debate, sino el espíritu que lo había alimentado y del que se seguía nutriendo. Con esta frase tan retorcida me refería, como añadí, al nacionalismo.

En la entrevista a que me refiero dije que el nacionalismo era un concepto anacrónico. Pervive, sin duda, en el ánimo de muchas personas, pero ha cambiado de sentido. Lo mismo ocurre con otros conceptos. Por ejemplo, el romanticismo. Si hoy digo que soy un romántico, nadie interpretará que pienso como Schiller o como Lord Byron, sino que me gustan las canciones melódicas y las películas ñoñas que acaban bien. Otros conceptos sufren hoy el mismo desgaste: democracia, por ejemplo; o socialismo. Pero no nos alejemos del tema. Lo que quería decir es que los que invocan el nacionalismo lo hacen en vano. El amor a la comunidad a la que uno pertenece y el cuidado de los intereses materiales y culturales de esa comunidad no se articulan hoy en día por medio del nacionalismo ni son, en rigor, nacionalismo. El nacionalismo tuvo su momento y pasó. Ahora es un conjuro que permite al que lo usa creer que representa los intereses de la comunidad y descalificar al que no comparte su postura. Por suerte o por desgracia, hoy en día los problemas son otros y añadir el elemento emocional a las cuestiones prácticas lo enreda todo. Pero también es cierto que las emociones existen y son importantes para quien las siente y rechazarlas con la altanería de quien está de vuelta de todo es contraproducente y está mal.

Cataluña no es un país de ideas. Las relaciones humanas, el pragmatismo y la creatividad artística son sus principales virtudes. En uno y otro terreno subyace un elemento infantil que hace a Cataluña especialmente atractiva, como se demuestra por un turismo que la desborda. Y los visitantes acuden en masa a ver la obra de Gaudí y la de Dalí, dos artistas que apelan a lo que algunos llaman “el niño que todos llevamos dentro” y esta cualidad le ha permitido pasar rápidamente y con éxito de una economía industrial en decadencia a una economía de servicios y a Barcelona en la capital europea del desmadre. Nadie escapa a este influjo. Lo mismo se aplica las grandes manifestaciones públicas. Comparadas con las broncas de cualquier otro país, las manifestaciones que tienen lugar en Barcelona, sea para protestar o para exigir, son una fiesta escolar. La gente se ríe, se abraza, canta y su comportamiento, en todo momento ejemplar, hace que la manifestación parezca un juego. Los corresponsales extranjeros, que del niño ven la inocencia y no la rabieta, flipan y se apuntan a una causa tan guai. Del mismo modo, las actitudes desafiantes de los dirigentes, los insultos y las descalificaciones les salen del alma, pero vistas objetivamente, son de tebeo.

A esto el Gobierno español, tanto el actual, como todos los gobiernos que le han precedido a lo largo de una historia que dura más de cien años, no sabe cómo responder. En el caso del Gobierno actual la cosa se agrava porque sus recursos intelectuales son, por decirlo de algún modo, limitados. Regaña, llama al orden y amenaza, todo lo cual da el resultado contrario al que busca, si es que busca resolver el conflicto y no encrespar los ánimos con fines electorales. El recurso a la legalidad difícilmente surte efecto cuando ni este Gobierno ni ninguno ha demostrado mucha preocupación por las leyes a la hora de manejar los dineros propios y ajenos. Y la amenaza de poco sirve frente a la irresponsabilidad.

¿Qué hay que hacer? No tengo ni idea. Lo preocupante es que tampoco parece haber nadie que tenga alguna, salvo la de continuar la batalla de slogans y llegado el momento salir a la calle y liarse a mamporros. Mientras tanto, el papel de las personas como yo, apartadas de la cosa pública por inclinación, pero metidos en ella por las circunstancias, sólo puede ser el de intentar aclarar las ideas y reconducir las cosas a un terreno más serio. Y en cumplimiento de esta noble función hago dos apuntes de orden lingüístico e histórico.

El primero es de uso interno: La Historia nos enseña que no se grita por las calles que no hay democracia cuando realmente no hay democracia; si te dejan salir a gritar lo que te da la gana es que las cosas no están tan mal. El segundo se refiere a la Guardia Civil. Los medios de información extranjeros califican a la Guardia Civil de “paramilitares”, lo cual es una falsedad, primero porque la Guardia Civil es una rama más de la policía estatal y segundo porque este término remite al lector a otros países y otras actividades que por fortuna no tienen nada que ver con lo que ahora pasa en Cataluña. Y quienes en Cataluña invocan la Historia reciente bien saben que el levantamiento militar de 1936 no triunfó en Barcelona gracias a la lealtad de la Guardia Civil a la República. Es verdad que luego fue un instrumento del franquismo, pero no más que los curas que ahora declaran su apoyo al referéndum.

Los medios de información cumplen una labor necesaria. Algunos son tendenciosos e incluso sectarios, pero en conjunto son la salvaguardia de las libertades o, al menos, una defensa contra el abuso de poder, en la medida en que son una tribuna abierta donde cabe la disidencia y la denuncia. Pero no son infalibles y, por la propia naturaleza de su función, son fragmentarios y precipitados. Alguien dijo que la guerra es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los militares. Lo mismo se puede decir de la opinión pública: algo demasiado importante para dejarlo exclusivamente en manos de los medios de información. Y esto va también para el periódico en el que aparece este artículo. En medio de la vorágine, alguien tiene que pararse y ponerse a pensar un poco más a fondo.

Eduardo Mendoza es escritor y Premio Cervantes 2016.

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