Edgar Wallace, no existe el crimen perfecto
Creó el canon de la novela de intriga en 'El Círculo Carmesí' (1922), en la que el autor desafía la inteligencia del lector
Las novelas de Edgar Wallace han dejado de leerse hace mucho tiempo. A este escritor inglés se le recuerda hoy más por ser el autor del guion de la mítica película ‘King Kong’ que por su extensa obra literaria que le reportó fama y dinero. Maestro de la intriga y el suspense, contribuyó a crear el canon de la novela de misterio por el que luego transitarían Agatha Christie y otros. Ningún contemporáneo vendió tantos libros como él en las tres primeras décadas del siglo XX.
‘El Círculo Carmesí’, publicada en 1922, es su obra más emblemática. El título hace referencia a una organización criminal que opera en Londres y que chantajea al Gobierno y a los millonarios. Sus víctimas reciben anónimos con un círculo carmesí estampado, que es una amenaza de muerte. Quien se resiste a aceptar sus condiciones, es asesinado en la hora y el lugar fatal que dicta el cerebro de la trama.
En los relatos de Sherlock Holmes, el personaje de Conan Doyle, el ilustre detective es llamado para investigar el autor de un crimen. Sus dotes de observación son esenciales para resolver el enigma. Pero en ‘El Círculo Carmesí’ Wallace lleva al lector a la escena donde se va a cometer el asesinato, anunciado previamente a la víctima y a Scotland Yard, incapaz de detener la mano del homicida.
El autor desafía la inteligencia del lector con el que entabla un sutil juego al proporcionarle los datos para resolver cómo se llevará a cabo la acción del asesino, que siempre logra superar todas las barreras de seguridad que planea el inspector Parr. Éste queda desacreditado ante sus jefes y la prensa, que le acusan de incompetencia. Pero Parr es mucho más listo de lo que parece y consigue descubrir quién está detrás del Círculo Carmesí con una brillante estratagema, demostrando que no existe el crimen perfecto.
El final de la novela es uno de los más sugerentes que se han escrito en el género de la intriga, a la altura de ‘El asesinato de Roger Ackroyd’ de Agatha Christie, que convierte al narrador en el autor del delito. No desvelaré más, pero invito al lector a aceptar el reto de Wallace para adivinar la identidad del asesino. El relato está construido como un mecanismo de relojería en el que todas las piezas ensamblan a la perfección.
Su pasión por el rigor y la verosimilitud le condujo a estudiar la obra de los más afamados criminalistas de la época, entre ellos, Kraft-Ebing. Siempre preocupado por el realismo de sus relatos, acudía al tribunal londinense de Old Balley e interrogaba a los condenados a muerte para inspirarse en sus creaciones. Llegó a ofrecer la cuantiosa suma de 5.000 libras al famoso doctor Armstrong para que le contara la historia de los envenenamientos por los que fue sentenciado a la horca. No dudó en asociarse a un personaje del hampa y se metió en un negocio ilegal de apuestas para documentarse.
No hay en sus libros una crítica política como en los creadores estadounidense de la novela negra, entre los que podríamos destacar a Hammett y Chandler, pero sí que hay una perfecta puesta en escena y un retrato poco complaciente de la sociedad victoriana y de las miserias de la aristocracia inglesa.
Wallace había nacido en Londres en 1875. Era hijo ilegítimo de un actor, que se negó a reconocer su paternidad. Fue adoptado en su infancia por un vendedor de pescado llamado Freeman, que no le dio su apellido. Su madre le registró como Wallace, un nombre ficticio. En su adolescencia, trabajó como albañil, repartidor de leche, cocinero en un buque y tipógrafo. Al cumplir los 18 años, ingresó en el Ejército donde permaneció seis años. Luchó en la guerra de los Boers y se casó en África del Sur con la hija de un presbítero. Al descubrir que la vida militar le aburría, optó por dedicarse al periodismo, llegando a ser corresponsal de Reuters y director de un rotativo de Johannesburgo. Pronto descubrió su gran talento para la ficción y sus dotes para el teatro, que le llevaron a subir al escenario y labrarse una carrera como dramaturgo. La publicación de ‘Los cuatro hombres justos’ en 1905 le catapultó a la gloria literaria.
Wallace se hizo rico y famoso, sus novelas vendían cientos de miles de ejemplares en Inglaterra y Estados Unidos y se convirtió en el autor mejor pagado de la época. Adoptó un estilo de vida extravagante y caprichoso, dilapidando su fortuna. Era un personaje tan popular que la Policía alemana recabó su ayuda para atrapar a ‘El Vampiro de Dusseldorf’. El propio Jorge V le nombró subinspector para asesorar a Scotland Yard. Difícilmente alguien hubiera creído hace un siglo que sus novelas yacerían hoy cubiertas de polvo en las estanterías, una cruel injusticia del tiempo.