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Editorial: Amenazar a Cuba es contraproducente

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Mientras los cubanos continúan llorando o celebrando la muerte de Fidel Castro, el presidente electo Donald Trump emitió un ultimátum  impreciso al gobierno de Cuba el pasado lunes. «Si Cuba no está dispuesta a hacer una oferta mejor para el pueblo cubano, el pueblo cubano-americano,  y los EE.UU. en su conjunto, yo pondré fin al acuerdo»,  escribió Trump en Twitter.

 Cuba no es el desafío de política exterior más apremiante que Trump heredará en enero, pero el futuro presidente está recibiendo diversos llamados para que dé marcha atrás a la política del gobierno de Obama de diálogo e interacción, una decisión que sería extremadamente miope.

La apertura del presidente Obama  con La Habana en el año 2014 no ha sido un catalizador inmediato de la democracia, la libertad y la prosperidad. Sin embargo, ha ayudado a establecer condiciones para que los cubanos de a pie tengan una mayor autonomía en una sociedad que por mucho tiempo ha sido gobernada por un Estado policial.   También ha permitido a los cubano-americanos  desempeñar un papel más importante en la construcción del futuro de la nación, principalmente por la provisión de capital para el sector privado incipiente de la isla. Mientras que el gobierno cubano y la Casa Blanca de Obama siguen teniendo profundos desacuerdos sobre cuestiones tales como los derechos humanos, los dos gobiernos han establecido una agenda bilateral robusta que incluye la cooperación en materia de política ambiental, las cuestiones marítimas, la migración, el crimen organizado y las respuestas a las pandemias. Estos logros diplomáticos conseguidos con tanto esfuerzo han beneficiado a ambas partes.

Como hombre de negocios, el Sr. Trump exploró la posibilidad de invertir en Cuba durante la década de 1990, en violación del embargo comercial. Como candidato presidencial, él consideró positiva la relación con Cuba, antes de tomar una posición más de línea dura durante los últimos días de la campaña, en la búsqueda de votos cubanoamericanos en la Florida.

Si la política hacia Cuba de Trump coincide con su último discurso, la cooperación es probable que disminuya. Eso sólo alentaría a los representantes de la línea dura en el régimen cubano, siempre recelosos de restablecer las relaciones con los Estados Unidos y que se han comprometido a mantener a Cuba como un bastión socialista represivo. En Trump, pueden encontrar el complemento ideal para avivar el nacionalismo entre los cubanos que son muy celosos de la soberanía de su nación y del derecho a la libre determinación.

Más de cinco décadas de aislamiento durante la Guerra Fría nunca condujeron a mayores libertades para los cubanos. El gobierno de Castro ha justificado siempre sus controles asfixiantes sobre los ciudadanos y su economía de planificación centralizada afirmando que Cuba es una nación en estado de sitio.

Por otra parte,  Trump podría basarse en el enfoque de Obama presionando a los legisladores para acabar con el embargo, hoy un hecho absurdo. Una vez que eso ocurriese, el gobierno estadounidense estaría mejor posicionado para seguir promoviendo la libertad de expresión, la libertad de empresa y la gobernabilidad democrática, dejando claro que el futuro de Cuba debe ser decidido por los cubanos.

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The New York Times

Threatening Cuba Will Backfire

As Cubans continued either to mourn or to celebrate the death of Fidel Castro, President-elect Donald Trump issued a vague ultimatum to the Cuban government on Monday. “If Cuba is unwilling to make a better deal for the Cuban people, the Cuban/American people and the U.S. as a whole, I will terminate deal,” Mr. Trump wrote on Twitter.

While Cuba is hardly the most pressing foreign policy challenge Mr. Trump will inherit in January, he is facing calls to roll back the Obama administration’s policy of engagement, a move that would be extremely shortsighted.

President Obamas opening with Havana in 2014 hasn’t been an instant catalyst of democracy, freedom and prosperity. But it has helped establish conditions for ordinary Cubans to have greater autonomy in a society long run as a police state. It has also enabled Cuban-Americans to play a larger role in shaping the nation’s future, primarily by providing capital for the island’s nascent private sector. While the Cuban government and the Obama White House continue to have profound disagreements on issues such as human rights, the two governments have established a robust bilateral agenda that includes cooperation on environmental policy, maritime issues, migration, organized crime and responses to pandemics. These hard-won diplomatic achievements have benefited both sides.

As a businessman, Mr. Trump explored the possibility of investing in Cuba during the 1990s, in violation of the trade embargo. As a presidential candidate, he spoke approvingly of engaging with Cuba, before taking a more hard-line position during the final days of the race in the pursuit of Cuban-American votes in Florida.

If Mr. Trump’s Cuba policy matches his latest rhetoric, cooperation is likely to wane. That would only embolden hard-liners in the Cuban regime who are leery of mending ties with the United States and are committed to maintaining Cuba as a repressive socialist bulwark. In Mr. Trump, they may find the ideal foil to stoke nationalism among Cubans who are fiercely protective of their nation’s sovereignty and right to self-determination.

More than five decades of Cold War isolation never led to greater freedoms for Cubans. The Castro government has long justified its stifling controls on its citizens and its centrally planned economy by portraying Cuba as a nation under siege.

Alternatively, Mr. Trump could build on Mr. Obama’s approach by pressing lawmakers to do away with the senseless embargo. Once that happened, the American government would be better positioned to keep promoting freedom of expression, free enterprise and democratic governance, while making it clear that the future of Cuba must be decided by Cubans.

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