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Editorial: EL PAÍS, con el Estatut

La presidenta del Parlament, Carme Forcadell, durante la concentración convocada por ANC y Òmnium, ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), en protesta por las detenciones por los preparativos del referéndum del 1-O. MARTA PÉREZ EFE

Cuando el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 estaba en sus primeras horas y en medio de la incertidumbre general, este periódico sacó a la calle una edición especial. Sin esperar su desenlace, apostó por la democracia con un mensaje tan escueto como contundente bajo su cabecera: “EL PAÍS, con la Constitución”.

A esa seña de identidad hemos procurado ser leales todos estos años sin caer en relativismos sobre los valores del ordenamiento democrático constitucional. Es esa misma seña la que hoy nos convoca a salir en defensa del Estatut de Autonomía de Cataluña, que es a un tiempo la Constitució interna de Catalunya, una ley orgánica clave del Estado que garantiza el autogobierno y un elemento sustancial de su bloque de constitucionalidad. Con todas sus imperfecciones, este instrumento ha organizado el más fértil periodo de prosperidad y libertades en Cataluña y en el conjunto de España.

Hay que defender a toda costa el Estatut, puesto hoy en peligro por quienes han pretendido usarlo en contra de los catalanes y luego derogarlo. Un grupo de dirigentes políticos encabezados por el presidente de la Generalitat concretaron, después de numerosas amenazas, su golpe al Parlament los días 6 y 7 de septiembre con la aprobación de las leyes de ruptura constitucional (convocatoria del referéndum de autodeterminación que se pretende para hoy; y de transitoriedad)con carácter de primacía sobre el Estatut y la Constitución, y que vienen, pues, a derogar ambas normas fundamentales.

 La ilegal consulta derivada de aquellos textos, ya suspendidos por los tribunales, culminaría hoy con la votación sin garantía ninguna, y con la consecutiva proclamación, o declaración, unilateral de independencia.

Porque se trata del derribo de las normas máximas de convivencia —amparándose en el descontento de una parte de la población inducido y manipulado desde las propias instituciones de autogobierno—, esta votación no debe celebrarse. El Estado y sus fuerzas del orden, incluidos los Mossos, deben impedir este atropello. Es insólito que un Gobierno incite a sus funcionarios a incumplir la ley, a crear situaciones o altercados peligrosos y a rebelarse contra un orden democrático, perfectible, pero formidable e internacionalmente homologado.

Aunque no confiamos en ese súbito gesto de sentido común, la Generalitat debería detener instantáneamente esta huida hacia el abismo para tratar de minimizar daños. Porque los registrados hasta ahora son ya excesivos: no solo en términos de fractura de la sociedad catalana, sino también en el menoscabo de algunas de sus creaciones genuinas que fueron más celebradas: los Mossos, la radiotelevisión pública (TV-3/Catalunya Ràdio) y la escuela.

La utilización partidista de los primeros; la manipulación de la segunda, que ha llegado a delictivas llamadas a identificar públicamente localizaciones de la Guardia Civil (¡en situación de alerta 4 antiterrorista!); y las inmorales presiones sobre directores de escuela y hasta escolares menores de edad para que se manifestaran, deben revertirse inmediatamente. De lo contrario, el Estado deberá hacerse con su control, con lo que el futuro de las mismas quedará inevitablemente en entredicho.

Hace tiempo que consideramos que la respuesta del Gobierno a esta serie de episodios de desobediencia de la ley no ha sido la adecuada. Habrá que detenerse en el futuro de forma más pormenorizada en el análisis de esos errores y en la correspondiente demanda de responsabilidades. Pero en esta hora es importante señalar que de ninguna manera son equiparables las conductas de quienes se sublevan al orden constitucional con el Gobierno que más o menos torpemente trata de darles respuesta. Esto no ha sido un choque de trenes. Esto ha sido desde el principio la embestida irracional contra el Estado de unos aventureros y oportunistas.

Si han usado de forma muy proporcionada algunos de los instrumentos de los que el Estado dispone para defender la ley, incluso aunque en ocasiones se hayan equivocado de forma inadecuada, nunca se ha puesto en peligro por parte del Gobierno la vigencia del Estado de derecho en Cataluña. Lo que hoy se juega en las calles y plazas de Cataluña no será el cuestionamiento de la libertad de expresión de los ciudadanos independentistas: gozarán de ella como en todo Estado democrático, contra lo que proclaman aviesamente sus dirigentes. Lo que hoy se juega es si se consuma la ruptura y colapsa el ordenamiento estatutario, ya menoscabado en el Parlament y por el Govern. O, por el contrario, se restaura la plena vigencia del Estatut y de la Constitución.

Hay una estrecha oportunidad de que eso se logre con el menor perjuicio posible para el autogobierno catalán (y para la economía, como juiciosamente ha avisado el Banco de España). Y requiere en todo caso que este se ejerza en las próximas horas con la máxima contención.

Por supuesto que restaurar el Estatut no es indefectiblemente un punto de llegada. Puede serlo de partida, para ampliar el autogobierno. No es imposible —ocurre en el País Vasco— si se vuelve a los cauces de la legalidad que nunca debieron ser desbordados. Ni tampoco lo es ampliar el alcance descentralizador de la Constitución en un sentido federal, que proporcione un mejor encaje a las aspiraciones legítimas de tantos ciudadanos de Cataluña (y de otras comunidades).

Si hay voluntad para ello, los mecanismos con que implementarla no son difíciles de arbitrar: equipos mixtos de trabajo, comisiones parlamentarias, diseño de un nuevo pacto estatutario e, incluso, constitucional, este sí susceptible de ser sometido —por legal— a referéndum de ratificación. Será una vía compleja, pero nada traumática, contra la que ahora se nos propone. Y sobre todo, mucho más portadora de futuro y de reconocimiento global. Pero todo eso ha de hacerse una vez restablecido el orden constitucional, nunca antes. No se puede pactar con golpistas irredentos. Sí es posible dialogar con quienes pretenden más autogobierno para Cataluña. Desde el Estatut, todo. Contra el Estatut, nada.

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