Es absolutamente injustificable que una nación con los recursos materiales y humanos de que dispone Venezuela esté atravesando una crisis humanitaria inconcebible donde el desabastecimiento crónico ya es la menor de las dificultades. Ahora hay que sumar la impotencia de un sistema sanitario destruido para luchar contra el avance de la difteria —enfermedad de una alta mortalidad si no es tratada adecuadamente— y sobre cuya extensión ha advertido, alarmada, la Asamblea Nacional, sede de la soberanía popular cuya autoridad y legitimidad Maduro y su circulo niegan.
Los insultos, las descalificaciones, las amenazas y los desprecios sistemáticos del oficialismo chavista a quienes dentro y fuera del país denuncian la catástrofe a la que ha conducido a la sociedad no servirán para revertir la situación. El presidente de Venezuela ha optado por tapar el sol con el dedo y centrar sus esfuerzos en su perpetuación personal en el poder aunque sea al precio de convertir a Venezuela en un paria de la comunidad internacional y de provocar una profunda fractura social cuyos efectos, desgraciadamente, durarán muchos años.
En esta línea hay que interpretar la paralización de la recogida de firmas para convocar el referéndum que debe decidir sobre la continuidad de Maduro en el cargo. Después de incontables e injustificados retrasos y de todas las triquiñuelas posibles para aplazar su celebración, el chavismo ha optado por paralizar el proceso acusando de fraude a la oposición. Además, sus tribunales han prohibido la salida del país de ocho líderes opositores, entre ellos Henrique Capriles, por participar en un fantasmagórico montaje para lograr la recogida de las firmas necesarias que permitan legalmente la votación. Algo absurdo. No hay más que echar un vistazo a las recogidas de firmas anteriores, que la oposición ha tenido que cumplimentar, y a las encuestas para tener meridianamente claro que no es necesario ningún tipo de trampa para conseguir las ratificaciones necesarias.
Es decir, en su intento de aferrarse al poder, Maduro no solo ha paralizado un procedimiento previsto en la legislación como es el referéndum revocatorio —y que él mismo apoyó con entusiasmo cuando lo introdujo en la Constitución el fallecido Hugo Chávez— sino que ha dado un paso más al colocar a Venezuela en el siniestro grupo de países que tienen presos políticos —Leopoldo López, el caso más conocido, sigue en un penal militar— y prohíbe a algunos de sus ciudadanos, en función de su ideología, viajar al extranjero.
El mandatario venezolano utiliza machaconamente en sus discursos el lenguaje militarista para referirse a los desafíos a los que hace frente el país. Uno es el de “guerra económica”, pero con medidas como las adoptadas parecería que la guerra se la ha declarado a su propio pueblo.