Editorial – Presidente Trump: no interfiera en Venezuela
Estados Unidos no debe involucrarse en golpes de Estado, punto.
Así que es un consuelo saber que el gobierno de Trump optara por no apoyar a los líderes rebeldes en Venezuela que buscaban destituir al presidente Nicolás Maduro; pero sí es inquietante que Donald Trump y sus asesores tomaran la decisión correcta por las razones incorrectas: la falta de confianza en que los conspiradores tuvieran éxito en una operación riesgosa, y no la preocupación por la idea de una intervención en sí misma.
No hay duda de que Maduro es un líder electo de manera ilegítima que ha encaminado a su país hacia un desplome político, económico y social catastrófico. Hubo funcionarios estadounidenses que discutieron la posibilidad de ayudar a destituirlo en tres reuniones que sostuvieron durante el último año con líderes rebeldes —quienes iniciaron el contacto—, como reportó The New York Times el fin de semana.
Debido a la crisis en Venezuela, no es descabellado que haya diplomáticos estadounidenses que se reúnan con todas las facciones, incluidos oficiales militares rebeldes, para tener el pulso del rumbo del país. Por ejemplo: ¿quién quedaría a cargo en caso de un proceso de transición política? ¿Qué tipo de gobierno aspirarían a instalar?
Pero tener varias reuniones con los conspiradores empieza a parecer una colaboración. Es una noticia que terminaría por filtrarse, como sucedió.
Y los comandantes rebeldes tenían razones para pensar que los estadounidenses podrían simpatizar con su causa. El año pasado, el presidente Trump declaró que Estados Unidos tenía una opción militar para Venezuela. Marco Rubio, senador republicano de Florida, también ha sugerido que estaría a favor de una acción armada. Desde su cuenta de Twitter, el senador animó a los disidentes de las fuerzas armadas venezolanas a derrocar a su mandatario.
Incluso si Trump se siente tentado a intervenir o actuar militarmente —como sugieren sus declaraciones—, el presidente debería considerar la dolorosa historia de injerencia estadounidense en América Latina y los intentos recientes de interferir en otros sitios para destituir dictadores e instalar democracias.
Durante buena parte del siglo pasado, Estados Unidos acumuló una historia sórdida en América Latina al hacer uso de la fuerza y la astucia para instalar o apoyar regímenes militares y delincuentes brutales con poco interés en la democracia.
Esa “diplomacia de las cañoneras” de principios del siglo XX derivó en el envío de tropas estadounidenses a Cuba, Honduras, México, Nicaragua y otras naciones para erigir gobiernos de acuerdo a la predilección de Washington.
Durante la Guerra Fría, la CIA orquestó, en 1954, la destitución de Jacobo Árbenz, el presidente electo de Guatemala; la invasión en 1961 de bahía de Cochinos en Cuba, y el golpe de Estado en Brasil en 1964. También ayudó a crear las condiciones para que, en 1973, una junta militar en Chile derrocara al presidente democráticamente electo, Salvador Allende.
En años posteriores, Estados Unidos respaldó a los Contras, que enfrentaban a la Revolución Sandinista de Nicaragua (en la década de los ochenta), invadió Granada (1983) y apoyó gobiernos brutalmente represivos en Guatemala, El Salvador y Honduras.
Pocas —si es que alguna— de estas intervenciones puede considerarse que tuvieron un resultado idóneo.
Hay una buena manera de presionar al régimen venezolano: Trump y otros líderes no deben dejar de promover una transición negociada a través del endurecimiento de sanciones enfocadas en Maduro y sus secuaces, quienes han afianzado un sistema autocrático y corrupto. Cuba, que depende de Venezuela por el petróleo y que tiene una buena relación con Maduro, debería ser incentivada a aprovechar esa cercanía. Trump y otros líderes también deben coordinar y ampliar la ayuda para los venezolanos que sufren por la situación en su país.
Es alentador que la Casa Blanca decidiera enviar a las reuniones a un diplomático y no a un miembro de la CIA, lo que habría sido una maniobra más escandalosa. Sin duda, la vía diplomática es preferible a que Estados Unidos intervenga militarmente en otro país, un proyecto que con certeza fracasará de manera miserable.
Sin embargo, gracias a la decisión de Trump de retomar las sanciones a Cuba, de adoptar una postura inflexible sobre el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y su antipatía a los esfuerzos multilaterales, el presidente estadounidense no tiene mucha credibilidad ni buena voluntad para colaborar mientras la región busca una solución a la pesadilla venezolana.
Esta es una situación preocupante porque está claro que Maduro y su visión socialista han sido desastrosos para Venezuela y la región. Maduro debe dejar el poder. El país alguna vez fue uno de los más prósperos de América Latina y tiene las mayores reservas comprobadas de petróleo en el mundo. Pero después de dos décadas de régimen socialista y de una corrupción monumental, la economía está colapsada y la inflación anual puede superar el millón por ciento este año, según el Fondo Monetario Internacional. Los alimentos básicos y medicinas son cada vez más difíciles de conseguir. La crisis humanitaria ha llevado a cientos de miles de venezolanos a huir hacia Colombia, Ecuador, Perú y otras naciones vecinas.
Por lo mismo, aunque la democracia se ha extendido en la mayoría de los gobiernos latinoamericanos en los últimos veinticinco años, hay pocas personas y líderes en la región que protestarían si Maduro fuera destituido.
La participación de Estados Unidos en su derrocamiento, sin embargo, sí atizaría los resentimientos y sospechas regionales hacia Washington. Las noticias de las reuniones le han servido como propaganda a Maduro, quien desde hace tiempo intenta, ridículamente, culpar a Estados Unidos de los problemas de Venezuela.
Es difícil ser optimistas sobre el curso de Venezuela, que muchos expertos predicen terminará colapsando en la anarquía. Aun así, respaldar un golpe de Estado también dificultaría que los estadounidenses se presenten como defensores creíbles de la democracia alrededor del mundo, un esfuerzo que ya ha sido socavado por la desidia de Trump a las normas democráticas en su país y su entusiasmo por algunos tiranos del mundo.