Edward Albee, en la montaña rusa
Edward Albee, en el teatro Cherry Lane de Greenwich Village de Nueva York en 1967. AP
‘¿Quién teme a Virginia Woolf?’ fue un descomunal zambombazo de la sulfúrica y desmesurada vivisección de un matrimonio
La célebre frase de Scott Fitzgerald “no hay segundos actos en las vidas americanas”, referida a los artistas, no deja de ser un cliché generalizador. Desde luego no casa con dramaturgos como Edward Albee, fallecido el pasado viernes a los 88 años. Cierto que tuvo enormes éxitos, pero también una serie de estruendosos fracasos que en otro país le habrían expulsado muy pronto del circuito. Albee irrumpe como un extraño meteorito en 1958 con The Zoo Story, que ha de estrenar en Alemania porque en Nueva York se la rechazan una y otra vez: “demasiado europea”, le dice un productor. A su manera, el productor tenía razón, porque Albee era hijo de O’Neill, de Miller y de Tennessee Williams, pero, como salta a la vista en su pieza de debut, del existencialismo y del entonces llamado “teatro del absurdo”.
La rabia y el dolor visceral de The Zoo Story, que permanece cuatro meses en cartel en el Off Broadway, marcan una nueva forma de contar en el teatro americano. William Layton la da a conocer en 1963 en el Bellas Artes, en adaptación libre y sesión única. En 1971, que es cuando muchos la descubrimos, formidablemente interpretada en el TEI de Magallanes por Antonio Llopis y José Carlos Plaza, Historia del zoo seguía golpeando.
Después de The Zoo Story, Albee estrena varias piezas cortas (entre ellas The Death of Bessie Smith y The Sandbox, de 1969, y The American Dream, de 1960) que no conocen el favor del público ni de la crítica.
En 1961 llega el descomunal zambombazo de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, esa sulfúrica y desmesurada vivisección de un matrimonio, casi una puesta al día, con humor negrísimo, del teatro de Strindberg, triunfa en Broadway y en la pantalla, y afianza su nombre en medio mundo. En nuestro país la estrenan en 1966 Mary Carrillo y Enrique Diosdado en el Goya madrileño, a las órdenes de José Osuna. Otros montajes destacables son el que a finales de los 90 protagonizan Nuria Espert y Adolfo Marsillach vuelven a llevarla a la escena, y en 2012 dirige Daniel Veronese, primero con Emma Vilarasau y Pere Arquillué, en el Romea, y luego con el tándem Carmen Machi-Arquillué, en La Latina.
En la década de los sesenta, Albee busca nuevos caminos. Tiny Alice (1964), una elegante y enigmática pieza satírica protagonizada por John Gielgud e Irene Worth, permanece cuatro meses en cartel, pese a las malas críticas. Adapta con mediano éxito The Ballad of the Sad Café (1963), la novela breve de Carson McCullers, pero se estrella con su versión de Malcolm (1965), de James Purdy, y los diálogos de Breakfast at Tiffany’s (1966), de Capote, un musical con libreto de Abe Burrows y partitura de Bob Merrill, que ni siquiera llega a estrenarse en Broadway.
Tampoco funcionan Everything in the Garden (1967), sobre una obra de Giles Cooper, que en 1971 interpretaron aquí Fernando Guillén y Gemma Cuervo, ni el programa doble formado por Box y Quotations from Chairman Mao Tse-Tung(1968), que no sobrepasa las doce funciones.
Su mejor trabajo de esa época es, a mi juicio, A Delicate Balance (1966), que le valió su primer Pulitzer: de nuevo el infierno de la pareja, empapado en alcohol y desesperación, pero con un humor más sutil y una inquietante clave onírica. Se ha repuesto muchas veces, con excelentes repartos, y es formidable su filmación a cargo de Tony Richardson, en 1973, con Katherine Hepburn, Paul Scofield, Lee Remick, Joseph Cotten y Kate Reid. Mario Gas la dirigió en el Lliure (Un fràgil equilibri, 2011), con un sensacional trabajo de Rosa Novell.
En los setenta se lleva un segundo Pulitzer por Seascape (1974), pero la obra apenas dura dos meses. All Over (1971), muy cercana al Pinter más poético, se queda en cuarenta representaciones. The Lady from Dubuque (1977) cuenta con ocho preestrenos y doce funciones. El mayor desastre, por la altura del empeño, es su versión de Lolita, de Nabokov, en 1981. La crítica la despedaza en los preestrenos y vuelve la cifra fatídica: doce funciones y telón rápido. Esa tónica sigue, tristemente, en los ochenta, a juzgar por los datos del Internet Broadway DataBase, hasta que en 1990, cuando casi todos le consideraban ya un dramaturgo perdido en la experimentación, como el último Tennessee Williams, Albee vuelve a la palestra con el inesperado éxito de Three Tall Women, una finísima comedia amarga sobre las difíciles relaciones de Albee con su madre. No despega del todo en el off Broadway (aunque consigue su tercer Pulitzer), pero triunfa en el West End, con Maggie Smith, Frances De la Tour y Anastasia Hill. En el Lara (Tres mujeres altas, 1995) la dirigió Jaime Chavarri, con Maria Jesús Valdés, Magüi Mira y Silvia Marsó.
Y en 2002, de nuevo el éxito con The Goat or Who Is Sylvia, una pieza que firma un Albee otoñal pero que, por su valentía y ferocidad, bien podía haberla firmado un dramaturgo adolescente. José María Pou asistió a su estreno en el John Golden Theatre de Broadway, protagonizado por Bill Pullman y Mercedes Ruehl, y al acabar, entusiasmado, llamó a su agente para que comprara los derechos. En Nueva York hizo 300 funciones; duró cinco meses en el Almeida londinense, con Jonathan Pryce y Kate Fahy, y en España, Pou obtuvo uno de los mayores éxitos de su carrera: La cabra tuvo tres montajes entre 2005 y 2007, con Marta Angelat (en catalán) y, en castellano, con Mercè Aránega y Amparo Pamplona.
En sus últimos años, Albee escribió una precuela de Historia del Zoo, que con el título de At Home at the Zoo (2009), narraba lo que sucedía en el hogar de Peter antes de su encuentro con Jerry. Y se dedicó a dirigir e impartir talleres en su Fundación para Jóvenes Autores en Montauk (Long Island, Nueva York), como narró recientemente el novelista catalán Albert Forns en Jambalaia, donde Albee, retratado con afecto e ironía, aparece como personaje tutelar de un grupo de aspirantes a escritores.