El 11-M ganó el terror
Zapatero y Sánchez demuestran de manera irrefutable que en España la violencia obtiene una altísima rentabilidad política
De todas los masacres cometidas por el yihadismo contra democracias occidentales, ninguna ha cosechado resultados más satisfactorios para sus instigadores que la perpetrada en Madrid el 11 de marzo de 2004. En el corto y en el largo plazo. Porque a diferencia de lo sucedido en el resto de las naciones atacadas, donde el horror sirvió de acicate para unir a la sociedad y reforzar su determinación de defender ciertos valores, aquí venció el miedo y se impuso la división. Al cumplirse el vigésimo aniversario de este atentado atroz, que ayer prescribió a efectos legales sin que sepamos quién o quiénes fueron sus autores intelectuales, ni dar respuesta a un sinfín de incógnitas relativas a la investigación, ni hacer justicia plena a las víctimas, es preciso constatar esta realidad dolorosa: el 11-M ganó el terror. No solo el de raíz islamista, sino también el de ETA. El 11-M demostró de manera irrefutable que en España la violencia obtiene una altísima rentabilidad política. A los hechos me remito.
Quienquiera que planificara la matanza de los trenes escogió meticulosamente la fecha: a tres días de unas elecciones cuyo escrutinio dio un vuelco a resultas de esa tragedia. En lugar de suspenderlas hasta esclarecer lo ocurrido, los dos partidos en liza se lanzaron a una carrera por ver cuál de ellos demostraba mayor carencia de escrúpulos. El PP, aferrándose a la autoría de la banda vasca convencido de que así afianzaría su victoria. El PSOE, con Zapatero al frente, culpando de los muertos al presidente Aznar, instigando manifestaciones frente a las sedes populares y achacando esa salvajada a la presencia testimonial de tropas españolas en Irak, lo que equivalía poco menos que a justificarla. Ambos mintieron con descaro. Ambos recurrieron a tácticas infames. Pero así como los de Génova lo pagaron caro en las urnas, los socialistas sacaron un provecho indiscutible de su miserable conducta.
Han pasado los años y hemos ido a peor. Tras el éxito alcanzado por los fundamentalistas islámicos (o quienquiera que los suplantara) al forzar un cambio de gobierno y la salida deshonrosa de nuestros soldados de Irak, llegó el turno de los etarras. Conocían bien a Zapatero. Habían estado negociando con su representante, Eguiguren, mientras él firmaba un pacto antiterrorista a sabiendas de estar incumpliéndolo. Su desembarco en la Moncloa les permitió legitimar, en la práctica, cuarenta años de asesinatos, regresar triunfantes a las instituciones y borrar su historial sanguinario para convertirse en «gentes de paz». Con Pedro Sánchez a los mandos del Ejecutivo y los de Otegi convertidos en socios prioritarios, es la hora de los golpistas. Tras los pasos de su maestro, el presidente premia el desafío al Estado de derecho, la declaración de independencia, los graves disturbios de Barcelona, la malversación y demás delitos cometidos por el prófugo Puigdemont con una ley de amnistía. Aquí el crimen sale a cuenta.