El 16 de julio, Celia Cruz entró en la escena eterna
Con el nombre de Úrsula Hilaria Celia de la Caridad De La Santísima Trinidad Cruz Alfonso, ella misma escogió el que sintió que le cuadraba, desechando lo demás; así mismo hizo Celia Cruz cuando el triunfo de la “revolución cubana” en 1959. Con la postura y presencia de mujerona sabia y con carácter, todos la recuerdan siempre por una dulce palabra: ‘Aaaazúca’. Recibió homenajes y premios alrededor del mundo, hasta un asteroide (5212) fue bautizado en su honor: “Celiacruz”. No se descarta que un día se desprenda del firmamento y caiga en el mar. No cualquiera. En el mar Caribe, en cierta porción donde reside una isla que entonces será libre y a la que podrá, por fin, volver esta hija inmensa.
Podría ser ocioso plantearse una explicación del éxito de Celia Cruz, fallecida en Nueva Jersey, Estados Unidos, un día como hoy, 16 de julio de 2003. Pero tiene que haberla, puesto que cuando hablamos del éxito de Celia Cruz hablamos de un éxito monumental. Un impacto planetario y, además, que es lo que cuenta, un triunfo no solo de vigencia en las marquesinas, de dinero o reconocimientos, sino en el corazón de enormes audiencias que vimos en ella una excepcional figura del espectáculo y una gran señora, cuya sola aparición instauraba un reino de show y de hogar a un mismo tiempo. Eso no es común.
La belleza ayuda para todo. Sobre todo en los escenarios, donde los individuos están expuestos a la curiosidad como un insecto bajo la lupa. Y aunque, como casi todo el mundo, Celia en su juventud tuvo muy buena figura y, en general, la gracia y lozanía de la mocedad, no puede decirse que sus atributos físicos hubieran sido la clave de su carrera. ¿Sería su voz? Vozarrón, más bien, de contralto, con tal potencia que al reseñar un concierto suyo The New York Times observó que Celia Cruz “podría ser la última de las grandes artistas del pop que suena como si hubiera aprendido a cantar sin un micrófono”. Y, bueno sí, un chorro de voz te facilita el ingreso a las tablas, pero ¿te pone en las alturas a las que Celia Cruz se izó y, más hazañoso todavía, se mantuvo por décadas? Podría no ser suficiente tampoco.
A ver, Celia Cruz era muy afinada; tenía mucha melodía y, digamos, sabor, capacidad de estimular al bailador, de armar la rumba; al tener un tono bajo, podía interactuar con los cantantes masculinos sin tener que cantar como un pájaro; tenía mucha escena, cuando aparecía, con aquel vestuario exagerado, las pelucas, los zapatos arquitectónicos, aquellos versos probados en todas las plazas: “Se oye el rumor de un pregonar que dice así: ‘El yerberito llegó, lle-e-gó / Traigo yerba santa, pa’ la garganta…”, ahí no quedaba para nadie, el público parecía olvidar que estaban muchos otros músicos, incluso de los grandes. Era como si a un cardumen de peces dorados ingresara, flotando con majestuosidad, a una ballena.
Tengo una tesis. El personaje de Celia Cruz no era, ni en el escenario ni en la vida, de reclamo erótico. Ni su repertorio ni su devenir privado eran los de la mujer despechada, la loca de amor, la anhelante de pasiones borrascosas ni mucho menos la amenaza para las otras mujeres, tampoco la desafiante de la masculinidad. Era, más bien, la matriarca que está a cargo. La mujerona sabia, con carácter, cariátide que soporta en sus hombros un mundo en conflicto, que siempre tiene la última palabra: Pero una palabra dulce: Aaaazúca.
Celia no era la amante, la devoradora, era la tía, la abuela, que distribuye buñuelos tibios embebidos en miel, cuya sola presencia instaura la casa: Una casa caribeña siempre llena de música, de primos que entran y salen como en un trencito de fiesta buena.
Celia era mujer de decisiones. Lo demostró desde el principio. Baste pensar que su nombre de pila, el que le pusieron al nacer en La Habana, el 21 de octubre de 1925, era Úrsula Hilaria Celia de la Caridad De La Santísima Trinidad Cruz Alfonso. Y de esa retahíla ella escogió el que sintió que le cuadraba, desechando lo demás. Así mismo hizo cuando, al triunfo de la “revolución cubana” en 1959, mucha gente mucho más formada que ella y con más experiencia y herramientas académicas para desmontar discursos y fraudes, se dejó engatusar por Fidel Castro y su banda, ella lo caló desde el primer momento. Y tuvo hacia Castro una actitud de desconfianza y frialdad.
En el libro de sus memorias, aparecido un año después de su muerte, la Guarachera de Cuba contó: “Durante los primeros meses de 1959 tratamos de seguir con nuestras vidas, como siempre, pero era imposible. Esos meses siguientes a la entrada de ‘los barbudos’ a La Habana fueron de terribles angustias. El régimen se apoderó de todas las compañías, de todos los negocios, de todas las emisoras de radio y de la televisión. Al régimen no le importaba la libertad de expresión artística para nada. Así que la Sonora y yo tomamos la decisión de irnos a México y trabajar allí, en donde sí había trabajo garantizado”.
Se refería, naturalmente, a la Sonora Matancera, orquesta a la que se había unido en 1950, y cuyo segundo trompetista, Pedro Knight, sería su marido hasta que la muerte los separó. En julio de 1960, ya iniciada la revolución, a la Sonora Matancera le salió un contrato en México, antes de subir la escalerilla del avión, Celia se volvió para mirar a su madre, que le decía adiós desde la balconada del Aeropuerto. Nunca más volvería a verla. En 1961, cuando la señora enfermó de gravedad, la famosa cantante solicitó al régimen permiso para viajar a la Isla y la respuesta fue negativa. Celia Cruz era apátrida, “gusana”, y no merecía ni el mínimo consuelo de asistir al lecho de su madre agonizante.
Fidel Castro le cobraba así un episodio que la de Bemba Colorá cuenta en sus memorias:
“Un día, el señor Quevedo, director de la revista Bohemia, me dijo que Fidel El Diablo quería conocerme. ‘Fidel te quiere conocer, dice que en la Sierra Maestra limpiaba el fusil escuchándote cantar Burundanga’ me dijo. Le contesté: ‘Si a ese señor le interesa conocerme, que venga él a donde estoy yo’. En esos días Fidel todavía se disfrazaba de buena gente. Pero había algo en mí que me hacía rechazarlo, y no me equivoqué. Una noche, en el teatro Blanquita de La Habana, al terminar mi número todo el público me aplaudió. Ni esperé que se acabaran los aplausos. Viré la espalda y me fui porque Fidel estaba sentado en la primera fila. Al bajar las escaleras del camerino, vino el director artístico y me dijo: ‘Celia, qué pena que hoy no te puedo pagar, porque tú has sido la única que no le ha hecho reverencia al comandante’. Le contesté: ‘Si me tengo que rebajar para tener dinero, prefiero no tenerlo’”.
Y concluye: “Conforme pasaba el tiempo, la desconfianza aumentaba. Los que un día fueron amigos y a veces hasta familiares se fueron convirtiendo en espías. Hermano hería a hermano, todo por temor a ese demonio que no es nadie sin el arma del terror. Esos diablos no nacen, se hacen. Es la gente a la que manipulan quien les da poder. Aun no entiendo por qué el pueblo cubano no se dio cuenta de eso antes de que fuera demasiado tarde”.
No es de extrañar que, en 1993, cuando Celia Cruz fue incluida entre las estrellas que cantarían en una velada programada para la Cumbre de las Américas, en Miami, donde concurrirían los jefes de Estado de América Latina y el de los Estados Unidos, Bill Clinton, al cantar la Guantanamera, aprovechó el solo de violín para clamar: “Señores presidentes, por favor, en nombre de mis compatriotas, no ayuden más a Fidel Castro, para que se vaya y nos deje una Cuba libre de comunismo”. Un gesto de valentía y autoridad moral que pocos han tenido.
Venezuela adoró a Celia Cruz. La aplaudió, la cantó, la acompañó hasta sus últimas visitas. De hecho, este país había sido su primera plaza fuera de la capital cubana. Su primer pasaporte, expedido en 1947, lo sacó para un viaje a Caracas, donde, por cierto, también hizo sus primeras grabaciones y donde, en 1987, fue reconocida con una estrella en el Boulevard Amador Bendayán.
En 2002 tuvo un problema de salud, en una presentación en México. Tenía un tumor cerebral muy agresivo, que fue extirpado en una intervención quirúrgica. Del quirófano pasó a la cabina de grabación para ocuparse de su último disco, “Regalo del alma”. En julio de 2003, Celia Cruz falleció en su casa de Fort Lee, Nueva Jersey. Tenía 77 años. Pero todavía le faltaba dar una vuelta. Tal como ella había dispuesto, sus restos fueron trasladados a Miami para recibir durante dos días el homenaje de sus admiradores del exilio cubano. Concluido este ritual, fue llevada al cementerio Woodlawn del Bronx, Nueva York, ciudad donde se instaló en 1961.
En 1989, el asteroide 5212 fue bautizado en su honor. Se llama Celiacruz. No se descarta que un día se desprenda del firmamento y caiga en el mar. No cualquiera. En el mar Caribe, en cierta porción donde reside una isla que entonces será libre y a la que podrá, por fin, volver esta hija inmensa.