El 24 de enero de Donald Trump: sobre los golpes, las tragedias y las parodias
Se escriben estas líneas cuando el mundo aún contiene el aliento por los sucesos de Washington. Para asombro de la humanidad, las peores predicciones sobre el proceso electoral norteamericano parecen haberse cumplido, y en el centro del Mundo Libre acabamos de ver a un presidente desconociendo resultados electorales, a una turba de sus seguidores asaltando el Congreso, a unas fuerzas de seguridad extrañamente impotentes para detenerlos, a unos parlamentarios que deben salir corriendo. Aunque la institucionalidad logró imponerse en cuestión de horas, los latinoamericanos, más acostumbrados a este tipo de cosas, rápidamente las llamamos autogolpe. O algo que se le parece bastante, aunque no lo haya sido exactamente. Los norteamericanos tardaron más en convencerse de ello, pero ya Steven Levitsky, quien se hizo famoso por anunciar la crisis de la democracia estadounidense en su How Democracies Die (2018, en coautoría con Daniel Ziblatt), lo llamó también autogolpe en una entrevista a la BBC. George Bush fue más allá: esto es propio de una república bananera.
La referencia no deja de ser hiriente, comoquiera que la hace el ex presidente de un país que tuvo mucho que ver con que las repúblicas bananeras se convirtieran en lo que fueron. Pero no por eso está desencaminado. Sobre todo como punto de comparación: ¿qué permite que en las Banana Republics los autogolpes triunfen y, al menos en este caso, el desenlace en Washington haya sido otro? Por supuesto, los politólogos ya llevan un buen trecho al respecto, de modo que la idea es sólo consignar algunos datos de una experiencia venezolana que puede ser una referencia de interés en el momento. Qué tanto pueda extraerse de los paralelismos, ya es asunto de los especialistas.
Las imágenes de la turba entrando al Capitolio, del personaje con tocado de chamán sioux en el presídium, como una especie de Antonio Tejero ancestral; del que paseó con la bandera confederada o del otro explayado en la oficina de Nancy Pelosi, nos trajo muchos recuerdos a los venezolanos, en especial del último quinquenio de nuestro parlamento. Si bien la irrupción de chavistas el 5 de julio de 2017 fue el caso más sonado, pero no el único en los últimos tiempos, ni mucho menos el más importante de nuestra historia. En la tarde de ayer algunos historiadores y otros interesados en el tema, comenzamos a pensar en un episodio más lejano en el tiempo. Un poco en broma y un poco en serio, en las redes se comenzó a hablar de un 24 de enero de Trump. Aunque no sé de quién es la autoría, apareció lo de José Tadeo Trump, y la frase ya se extendió lo suficiente como para llegar a un tuit de Elías Pino Iturrieta.
Tal vez fuera del círculo de los que nos ocupamos de la historia, esto no diga demasiado, pero el guion de lo vivido en el Capitolio de Washington se parece lo suficiente a lo que ocurrió en el Convento de San Francisco el 24 de enero de 1848, suceso que es bueno repasar. Todo comenzó, como en Estados Unidos, por unas elecciones muy controvertidas, las de 1846. De hecho, ellas marcan un deslinde en la historia de venezolana. Para entonces éramos una república que gozaba de una estabilidad, libertad e institucionalidad notables para los estándares latinoamericanos. No es cuestión de idealizar, como tiende a hacerse, a la llamada oligarquía conservadora o gobierno deliberativo, pero comparada con las tormentas de México o Argentina, los quince años de vida republicana que habían corrido de nuestra secesión de Colombia (la primera, la conocida como Gran Colombia), a estas elecciones, habían sido bastante buenos. Sí, tuvimos un golpe de Estado en 1835 y algunos otros alzamientos, incluso de cimarrones, de realistas que seguían apostando al Rey de España o de militares que querían reunificarnos con Colombia. Pero todos fracasaron de forma más o menos rápida. José Antonio Páez tenía un poder que iba más allá de lo que dictaminaban las leyes, el grupo que gobernaba (la “oligarquía”, en palabras de la oposición), lo estaba haciendo desde hacía un cuarto de siglo, y los cargos solían repartirse dentro de un círculo relativamente pequeño. Pero había libertad de imprenta, en general funcionaban los tribunales, se llevaba una década sin violencias importantes y las elecciones eran competitivas.
Esto cambió en 1846. En medio de una profunda crisis económica, Antonio Leocadio Guzmán, fundador del Partido Liberal y candidato, parecía tenerlo todo para ganar. Existía la duda de que se le fuera a entregar el poder, lo que ayudó a acicatear una rebelión en Aragua (por cierto, en la que Ezequiel Zamora entra a la historia). Una vez más el alzamiento fue sofocado de manera fácil, pero el viraje que se le dio dañó la institucionalidad de forma importante. Como los alzados, mal armados y organizados, habían proclamado a Guzmán, el gobierno lo acusó de haber estado conspirando, lo encarceló sin tener pruebas reales y le abrió un juicio que en pocos meses terminó nada más y nada menos que en una condena a la pena de muerte. Guzmán lograría salvarse, pero de momento esto lo sacó de la carrera electoral, quedando el candidato del gobierno, José Tadeo Monagas, sin contrincantes reales. Así, ganó sin problemas para el período 1847-1852.
Pero Monagas tenía un proyecto propio, distinto al de aceptar el tutelaje de Páez, y pudo apreciar que la popularidad de Guzmán podía convertirse en un activo a su favor. Así poco a poco comenzó a acercarse a los liberales, conmutó la pena de muerte de Guzmán por el destierro y hasta llegó a nombrar ministros opositores. Cuando en enero de 1848 el Congreso, dominado por conservadores, debía revisar la memoria de su primer año, corrió la noticia de que la iba a improbar y muy probablemente destituir al presidente. Esto generó un hondo disgusto en la población, que ya era mayoritariamente guzmancista.
Lo que ocurrió entonces sigue sin estar claro: miembros de los círculos liberales se congregaron en los alrededores del Convento de San Francisco, donde se reunía el Congreso. La situación se hizo tensa y, como suele pasar en estos casos, algún incidente prendió la chispa, las personas irrumpieron en el recinto del Congreso, obligando a los diputados a huir, aunque algunos fueron alcanzados (Santos Michelena murió a las semanas por las heridas que recibió). Monagas no se apareció en el lugar hasta mucho después, se declaró muy sorprendido, condenó los hechos y pidió que volviera a reunirse el Congreso. En fin, logró hacerse dueño de la situación. La mayor parte aceptó, pero escarmentada y sumisa (Fermín Toro no lo hizo: “mi cadáver podrán llevarlo, pero Fermín Toro no se prostituye”, fue su célebre frase). La memoria fue aprobada, Monagas rompe con los conservadores, trae de vuelta a Guzmán y lo nombra vicepresidente y cuando Páez se alza en armas logra derrotarlo, encarcelarlo y deportarlo; consolida su poder, le da a Guzmán y a los liberales casi todo lo que quieren, menos la presidencia, y por diez años gobernará de forma cada vez más personalista.
Hasta acá la historia. Comparar el 24 de enero de 1848 (fecha heroica mientras el Partido Liberal gobernó) con el 6 de enero estadounidense, recuerda a aquello de que la historia ocurre dos veces, como tragedia y como parodia. Al cabo, Karl Marx la inventó para comparar dos trances parecidos: el 18 Brumario de 1799 y 2 de diciembre de 1851, el golpe de Napoleón Bonaparte y de Luis Napoleón Bonaparte (como quien escribe copió el título del ensayo de Marx para este artículo, sin ánimos de parodia, o al menos esperando que no resulte eso). En función de lo que representa para el mundo –nada menos que la crisis de la democracia en lo que se entiende como el bastión de la democracia- lo de Washington tal vez sea potencialmente más trágico que nuestro 24 de enero, que, hasta donde hemos podido compulsar, no influyó en ninguna otra parte fuera de Venezuela. Por el contrario, para los que promueven formas personalistas, para los iliberales que hoy se expanden por el mundo, para un Monagas, tal vez sí haya resultado una parodia, habida cuenta de cómo la fuerza pública resolvió el asunto con relativa rapidez, el Congreso logró reunirse a las pocas horas, y no sumiso, como el venezolano, sino para ratificar la victoria del candidato opositor.
En su entrevista, Levitsky señala que el autogolpe fracasó porque no tuvo apoyo militar y la institucionalidad se mantuvo (los especialistas dirán que sin apoyo militar, no llegó nunca realmente a autogolpe). Parece una verdad de Perogrullo, sobre todo para un latinoamericano, pero no siempre puede verse en la práctica. La carta de Mike Pence, en la que afirma, con base en la historia constitucional norteamericana, que un Vicepresidente no tiene facultad para aceptar o rechazar unilateralmente los votos, o la frase de Michael McConell, líder republicano del Senado, de “si invalidamos la elección, dañaríamos a la república para siempre”, le dieron una desembocadura principista a una situación que ya empezaba a hacerse muy peligrosa. Trump llamó cobarde a Pence (literalmente: “no tiene el coraje para proteger al país”), pero si seguimos con las comparaciones, se trató más bien del coraje de un 9 de Termidor. Como en muchas otras ocasiones, al final el cambio se da cuando muchos de los más cercanos al gobernante consideran que ha traspasado límites después de los cuales no lo pueden acompañar. Es lo que hizo Pence con su carta, lo que hizo McConell con su discurso, y lo que en noviembre hizo públicamente el General Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto, con otra frase que pasará a la historia: el Ejército, le advirtió en un discurso en el que Trump estaba presente, es leal a la Constitución, no a un Dictador.
Sin ejército que apoye la maniobra y con parlamentarios que al menos en un aspecto o en el momento grave, tienen el talante de Fermín Toro, lo que comenzó como un 24 de enero, salvando las distancias, que acá son muchas, termina como un 9 de Termidor. Es la institucionalidad, entendida como la forma en la que las instituciones actúan apegadas a sus principios, según la definición del jurista e historiador venezolano Hans-Henning von Der Osten. Es lo que separa a una república bananera de lo que no lo es. Pero Levitsky llama a la cautela. Queda un mal sabor en la boca. El mundo comienza a suspirar con alivio. Las instituciones han respondido, la tormenta parece vadeada, pero que se haya tenido que llegar tan lejos, que las acciones de un presidente estadounidense empiecen a ser comparables con el 24 de enero, el 18 de Brumario y hasta el 9 de Termidor, debe llamar a la reflexión. De los norteamericanos y de todos los demócratas del mundo.