Dos años antes de que regresara a la presidencia en 2007, cuando ostentaba el cargo de líder de la oposición, Daniel Ortega me brindó la que sería su última entrevista en el programa televisivo Esta Semana. El país estaba saliendo de la enésima crisis de gobernabilidad en la Administración del presidente Enrique Bolaños, un demócrata conservador de talante liberal, provocada precisamente por el férreo control bipartidista sobre los poderes del Estado que ejercían Ortega y el corrupto expresidente Arnoldo Alemán, en virtud del ¨pacto¨ y la reforma constitucional fraguada entre ambos en 1999. Irónicamente, Alemán permanecía bajo arresto domiciliar, procesado por cargos de corrupción imputados por Bolaños, su antiguo vicepresidente, y a la sazón era rehén de Ortega quien ya controlaba ¨desde abajo¨ los resortes del sistema judicial.
Con una mano, Ortega ponía a disposición de Bolaños los votos parlamentarios del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) para permitirle gobernar, pues el mandatario había perdido el apoyo del Partido Liberal Constitucionalista (PLC) que le llevó al poder; y con la otra, en alianza con Alemán, paralizaba al Ejecutivo y practicaba un chantaje a dos bandas, obteniendo el máximo de ambos para su propio beneficio. El exguerrillero y expresidente (1984-1990) había logrado sofocar la disidencia interna del Movimiento Renovador Sandinista (MRS) que en 1994 intentó hacer del FSLN un partido de izquierda democrática y en 1998, defendido a capa y espada por su esposa Rosario Murillo, sobrevivió a la denuncia pública de abuso sexual de su hija adoptiva Zoilamérica Narváez. A pesar de la disidencia interna del sandinismo y del devastador terremoto moral que significó la denuncia de Zoilamérica, el caudillo mantenía inalterable el control sobre una base social capaz de paralizar al país en una asonada, aunque sin poder alcanzar la mayoría política para ganar una elección, pero a partir de ese momento, tendría que compartir para siempre el poder político con su esposa.
Cuando conversamos en la entrevista, en octubre 2005, Ortega ya cosechaba los frutos de su obra maestra: una paciente labor conspirativa de infiltración en las instituciones del Estado, de antiguos cuadros del Ministerio del Interior de los años ochenta, abogados formados en cursos sabatinos devenidos ahora en jueces, contralores, fiscales, inspectores y magistrados, ascendidos a cargos de máxima influencia, como resultado del reparto de poder institucional del ¨pacto¨ con Alemán. Uno de esos cuadros, la juez Juana Méndez lo había absuelto en el caso de Zoilamérica por “prescripción del delito penal”, dictaría la sentencia condenatoria contra el expresidente Alemán por corrupción, y coronaría su carrera como magistrada de la Corte Suprema de Justicia, un cargo en el que permanece hasta hoy.
Mi interés al entrevistar a Ortega era registrar para el récord público el mayor secreto a voces que circulaba en los corrillos empresariales de Managua: el lucrativo tráfico de influencias que se realizaba con las sentencias judiciales desde el ¨Bufete El Carmen¨, como se apodaba entonces a la Secretaría del FSLN ubicada en el reparto de ese nombre, la misma oficina donde por cierto hoy funciona la flamante Casa Presidencial. Como era de esperarse, el comandante negó que existiera dicho tráfico de influencias y alegó que la Corte Suprema de Justicia era completamente ¨independiente¨. Más adelante, hablando con total candidez fuera de cámara, justificó la actuación de su partido y sus magistrados en la Corte: ¨Los que corrompieron el sistema judicial fueron los banqueros¨, dijo, evidenciando que manejaba información de primera mano. ¨Ellos fueron los primeros que empezaron a comprar las sentencias, pero sobre eso nadie dice nada y solo nos acusan a nosotros¨, se quejó.
Ortega describió a la justicia como un campo de batalla en el que los jueces de uno u otro bando disparan a matar, ¨si no los mato yo, me matan ellos¨, indicó, y aseguró que no creía en el apego al Estado de Derecho y las normas jurídicas de la ¨democracia burguesa¨. ¨Yo no estoy satisfecho con esta democracia, siempre lo he dicho, pero lo que hago es, sencillamente, luchar en el marco constitucional que está establecido en estos momentos en Nicaragua¨, reiteró.
Le pregunté cuál era el modelo de democracia que proponía de regresar al poder y respondió tajante: ¨Nosotros queremos llegar a la presidencia para acabar con el presidencialismo, para provocar un cambio verdaderamente democrático en este país.¨. Y cuando le pedí que explicara su concepto de ¨democracia directa¨, se explayó: ¨Yo quiero que el poder quede en el pueblo y se establezcan Asambleas de Poder Ciudadano en cada departamento, y que tengan el poder real que luego se refleje, en donde el Parlamento nacional no sea más que el Ejecutivo de esas Asambleas de Poder Ciudadano, que sean los ciudadanos los que decidan si les parece bueno o no este planteamiento con su voto¨
Su definición convenientemente ambigua me recordó la teoría chapucera de los Comités Populares de su aliado y protector económico en esos años, Mohamar El Gaddafi, según la cual en Libia el poder descansaba en el pueblo de forma directa, sin el Estado o el partido como intermediarios, aunque el poder real residía en el gran líder de la “Jamahariya Árabe Libia Popular Socialista” (algo así como la “Nicaragua, Cristiana, Socialista y Solidaria”, acuñada en estos tiempos por la señora Murillo).
El expresidente que el 26 de febrero de1990 reconoció la derrota electoral del FSLN, tras el triunfo de la coalición opositora encabezada por mi madre, Violeta Barrios de Chamorro, y al día siguiente proclamó que gobernaría “desde abajo”, en realidad pensaba y actuaba como el jefe de una mafia política, un líder sin ninguna clase de escrúpulos para conseguir su objetivo de llegar y afianzarse en el poder. Ortega nunca aceptó los derechos humanos como principios universales, ni la democracia como rendición de cuentas y la posibilidad de alternabilidad en el Gobierno, sino únicamente como un atajo procedimental para acceder al poder, para después demolerlos “desde arriba”. Su autojustificación nace, al parecer, de una mesiánica declaración de fe en la que por su militancia de “izquierda”, el caudillo autoritario se arroga una presunta misión redentora de los pobres, en la que el fin justifica los medios. Su único sustento ideológico se reduce a una copia desdibujada del fidelismo (“el pluripartidismo divide a la nación”, afirmó Ortega, para congraciarse ante la televisión cubana en 2009), en una suerte de estalinismo tropical, aunque mucho más pragmático, y remozado por los petrodólares chavistas del siglo XXI.
Ortega regresó al poder en 2007 después de ganar una elección democrática, no por una marejada de votos como Hugo Chávez y Evo Morales, sino como resultado de un éxito de táctica política y otro incidente fortuito. El primero fue la división del 55% de los votantes antisandinistas en dos partidos de derecha, lo que le permitió ganar en primera vuelta con el 38% de los votos, –un porcentaje menor que el obtenido en sus tres anteriores derrotas en 1990, 1996 y 2001 que promediaron el 40%– gracias a una regla sui géneris convenida en el ¨pacto¨ con Alemán, según la cual, como un traje a la medida del techo electoral de Ortega, se podía ganar en primera vuelta con más del 35% de los votos y cinco puntos de ventaja sobre el segundo lugar. Y la segunda, lo que de verdad le permitió alcanzar ese 38% de los votos, fue el súbito fallecimiento tres meses antes de la elección –en circunstancias nunca totalmente aclaradas–, de Herty Lewites, el popular exalcalde de Managua, que había sido expulsado del FSLN por disputarle la candidatura a Ortega, y se proyectaba como el candidato de la izquierda democrática a través del MRS, que amenazaba con arrebatarle a Ortega un alto porcentaje de los votantes sandinistas.
La segunda presidencia de Ortega sentó las bases para su primera reelección consecutiva en 2011, violando la Constitución, e imponiendo un régimen político de concentración total del poder, a través de un “Golpe desde arriba” que demolió las instituciones democráticas. Ortega restableció como práctica el fraude electoral, ilegalizó y reprimió a la oposición, y estableció un monopolio sobre los Poderes del Estado –la Corte Suprema de Justicia, el Poder electoral, y la Contraloría–, cooptando al Ejército y la Policía –otrora las joyas de la transición democrática–, al control político familiar de la pareja presidencial.
Desde 2009, este sistema antidemocrático encontró una senda de legitimidad y estabilidad al concertar un pacto corporativista con los grandes empresarios, a los que Ortega les permitió cogobernar en los asuntos económicos, a costa de democracia y transparencia. Fueron los años de las vacas gordas de la cooperación venezolana y los programas asistencialistas del régimen, y el desvío de más de 4000 millones de dólares a través de canales privados para apoyar el presupuesto del Estado, pero sobre todo para financiar sus negocios privados y partidarios. Nuevamente, Ortega se reeligió en 2016, inaugurando un sistema de partido hegemónico, sin oposición, apuntando a su perpetuación como una dictadura dinástica en 2021, después de instalar a su esposa como vicepresidenta en la línea de sucesión constitucional.
El autócrata que prometió terminar con el presidencialismo, instauró el régimen más personalista de la historia de Nicaragua, superando incluso a Somoza con el grado de concentración de poder con su sistema de Estado-Partido-Familia. Pero cuando le tocó empezar a gobernar sin el músculo económico de los petrodólares de Venezuela, y a enfrentar las primeras protestas populares de los estudiantes universitarios, el régimen que nunca fue diseñado para gobernar con una oposición democrática, desató una escalada de represión y provocó un baño de sangre que continúa hasta hoy.
Ahí comienza la nueva historia que, entre el dolor y la esperanza, se está escribiendo en Nicaragua desde el 18 de abril.
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*Este artículo se publicó originalmente en la revista Nexos de México