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El alma de la democracia (I) y (II)

 

Se supone que el alma de la democracia, entendida como fundamento de Gobierno, es el sufragio universal, convertido en única fuente de legitimidad. En cualquier régimen democrático moderno que se precie, el voto es la más genuina expresión de la soberanía: «Un hombre, un voto», suele aducirse, como si así estuviese zanjada la discusión. Ante la urna, el pueblo decide; y lo que decide va a misa (o siquiera a una misa negra). Pero… ¿de veras esto es cierto?

¿De veras alguien en su sano juicio cree que los votos del pueblo estén reflejados con fidelidad en las cámaras legislativas?

La crítica más recurrente a la democracia niega la bondad del sufragio, arguyendo que el bien común no siempre coincide con la voluntad general; y que esa voluntad general lograda a través del sufragio a menudo se equivoca (la Historia, desde luego, nos ofrece ejemplos innumerables). También podría aducirse que, en la práctica, se pueden adulterar y falsificar los resultados de unas elecciones; y no solamente a través del consabido y burdo pucherazo. A medida que los regímenes democráticos se resabian, a medida que el poder acapara funciones y dispone de tecnologías más complejas y refinadas, puede ‘refinar’ (como se hace en una refinería con el petróleo) los cómputos del voto y, por lo tanto, refinar también sus trampas. Por otro lado, existen –como sabe cualquier estudioso de la psicología de masas– otros modos mucho más sibilinos y asépticos de alterar el sufragio, por ejemplo mediante la inducción al voto que procura la propaganda (infiltrando miedos o euforias) o mediante la demoscopia, que maneja datos que siempre están ‘cocinados’. Ciertamente, mediante sondeos demoscópicos se puede ‘fabricar’ el paisaje político; pues la estadística, antes que para reflejarla, sirve para construir la realidad.

Pero estas dos objeciones –una de principio y otra de aplicación–dejan intacto un aspecto capital del problema al que no se presta demasiada atención. Supongamos que el voto sea siempre certero, que la voluntad general nunca se equivoque; y supongamos también que ese voto no esté inducido ni falseado. ¿De veras alguien en su sano juicio cree seriamente que los votos del pueblo estén reflejados con fidelidad en la formación de las cámaras legislativas? ¿Son de veras los parlamentos la trasposición, a escala reducida, de la voluntad general?

La cruda realidad es que entre los votos y el candidato proclamado que los representa se interpone una maquinaria procesal complicadísima, que unas veces empequeñece y otras veces agranda esa representación, que deja sin representación a formaciones minoritarias y dispara la representación de las formaciones mayoritarias; una maquinaria que, en cualquier caso, siempre deforma. Hay una ‘manufactura’ o ‘procesamiento’ del voto que puede ofrecer, a partir de una misma materia prima (los votos), productos muy dispares que la hacen casi irreconocible. En primer lugar, mediante la división de las circunscripciones (en España, por ejemplo, se vota con circunscripciones cambiantes, dependiendo de si las elecciones son nacionales o europeas), después mediante el número de escaños que se adjudican a cada circunscripción (muy variable, y no sólo por razones de población), que hace que algunas circunscripciones estén más representadas que otras, etcétera. Y, por si esto fuera poco, los votos cosechados en cada circunscripción son sometidos a una contabilización que nada tiene que ver con la mera suma de papeletas, fundada en ‘procesamientos’ matemáticos de la más diversa índole, que condiciona sorprendentemente el resultado. El mismo número de votos puede decantar la composición de las cámaras de forma drástica, según el sistema electoral que se aplique.

Y los sistemas electorales, que en teoría son infinitos, en la práctica son numerosísimos, agrupados en dos tipos: el mayoritario y el proporcional. Según el primero, en cada circunscripción resulta elegido el candidato que haya obtenido el mayor número de votos (o bien el que haya obtenido más de la mitad de los votos, para lo que se suele requerir la convocatoria de segundas y hasta terceras votaciones). Inevitablemente, en el sistema de representación mayoritaria, el voto de las minorías queda por completo excluido, expulsado a un limbo democrático; y si además hay segundas o terceras votaciones, se fuerza al pueblo a votar a quien no quiere, en aras de un supuesto mal menor (y con frecuencia a elegir irracionalmente entre dos males que considera mayores). ¿Y qué ocurre en el sistema de presentación proporcional, que es el que rige por estos pagos? ¿Nos libra de tamaños males?

[Concluirá]

 

 

El alma de la democracia (y II)

 

El sistema de representación proporcional, a diferencia del sistema mayoritario, trata de evitar la volatilización de las minorías y de asegurar una cierta representación parlamentaria a aquellos partidos cuyos candidatos no alcanzan la mayoría. Pero las dificultades de aplicación de este sistema son tan ímprobas que, para resolverlas, se ha tenido que recurrir a matemáticos ociosos, como aquel D’Hondt de nuestras entretelas, inventor de una fórmula electoral que en España hemos hecho nuestra. Son, en todo caso, fórmulas arbitrarias que, mediante ecuaciones, ‘procesan’ o transforman la materia prima del voto, haciéndola depender de cálculos previos bastante arbitrarios. Lo cierto es que cada régimen democrático suele crear su propio método, a través de leyes electorales que, con el tiempo, sufren además reformas varias (casi siempre, por supuesto, las reformas que interesan a los partidos mayoritarios).

 

¿Se le ha permitido a la gente elegir entre los diversos sistemas que ‘procesan’ el escrutinio? Evidentemente no

 

La gente lega cree que los diferentes métodos de escrutinio del voto son cuestiones técnicas de escasa trascendencia. Pero lo cierto es que de estos métodos depende el resultado electoral en mayor medida que de los sufragios puramente dichos. A la postre, la materia prima, convenientemente ‘procesada’, puede deparar productos muy variopintos. El resultado de las elecciones en Francia, por ejemplo, sería muy diverso si se aplicara el escrutinio mayoritario simple, sin recurrir a ‘segundas vueltas’ (y no digamos si se aplicara el proporcional). Las leyes electorales no sólo alteran los resultados en unas pocas décimas, como piensa la gente ingenua, sino que pueden llegar a invertirlos por completo, de tal modo que resulten elegidos gobiernos de distinto signo. Algo semejante ocurriría en España, si se eligiese otra fórmula matemática para aplicar el sistema proporcional, o si se cambiasen las circunscripciones; no digamos si se aplicara un sistema mayoritario simple o compuesto.

Desde luego, desde el punto de vista formal cualquiera de estos métodos podría ser igualmente democrático si hubiese sido votado por el pueblo. Pero, ¿acaso lo ha sido? ¿Se le ha permitido a la gente elegir entre los diversos sistemas y entre los cientos o miles de fórmulas matemáticas que ‘procesan’ el escrutinio? Evidentemente no. Pero es que, además, existen problemas de fondo todavía más inquietantes. Los sistemas electores mayoritarios deforman el sufragio porque no admiten el acceso a las cámaras legislativas a las minorías; sólo uno triunfa, los demás se esfuman, un voto de más o de menos otorga el triunfo o envía a las tinieblas (esto ocurrió, por ejemplo, en Florida, en las elecciones que Bush Jr. ganó a Gore). También puede ocurrir con mucha frecuencia que el partido que obtenga más votos sea enviado a la oposición, tanto en el sistema mayoritario (así ocurrió en las elecciones ganadas por Trump) como en el proporcional (en Cataluña, por ejemplo, alguna vez un partido con menos votos ha obtenido el triunfo). El sistema proporcional, además, tiene el grave inconveniente de atomizar las cámaras legislativas, fomentando la ingobernabilidad. Pero, además, también tira a la basura cientos de miles de votos; votos de personas que, simplemente, son ‘descartadas’ (como embriones excedentes de una fecundación in vitro), pues a las fórmulas matemáticas elegidas para ‘procesar’ el escrutinio les resultan engorrosas, lorzas de grasa indeseables. Son esas fórmulas matemáticas arbitrarias las que eligen los escaños, no el cómputo de los votos.

Los sistemas de escrutinio del voto deforman siempre el sufragio, en mayor o menor medida; y su tendencia es hacerlo siempre en la mayor medida posible, no nos engañemos. ¿Hasta qué punto es legítimo este ‘procesamiento’ del voto que desvirtúa la voluntad general? Sin entrar a discutir esta espinosa cuestión, lo cierto es que el carácter representativo de la democracia es –digámoslo suavemente– impreciso, difuso, en el mejor de los casos ‘aproximado’. En realidad, habría que concluir que los regímenes democráticos se fundan en el relativismo, pues admiten técnicas electorales diversas cuyos resultados pueden ser contradictorios entre sí y siempre distorsionadores de la llamada ‘voluntad general’. A la postre, lo que queda claro es que la democracia, en su realización práctica, no se funda en principios, sino en artilugios procesales que, mediante fórmulas matemáticas, distorsionan –a veces sutilmente, a veces de la forma más gruesa– el sufragio. No se puede ser demócrata por principios, porque lo cierto es que en los regímenes democráticos hay reglamentos que establecen arbitrariamente fórmulas que ‘modelan’ el voto. Es duro aceptarlo; pero también, en determinado momento de nuestras vidas, tuvimos que aceptar que los Reyes Magos eran los padres.

 

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