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El año que Adolf Hitler conquistó Alemania

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El 2 de agosto de 1934, Hitler se autoproclamó Führer (conductor) de Alemania. Nada más morir el anciano presidente Paul Von Hindenburg de cáncer de pulmón, Hitler unificó por decreto los cargos de canciller, que ya ostentaba, y el de presidente. Pocos días después convocó un plebiscito para legitimar su actuación. Con el 88 por ciento de los votos a su favor, nacía oficialmente el Tercer Reich. Para entender el proceso, hay que retroceder en el tiempo, al juicio por su fallido intento de golpe de Estado (el Putsch de Múnich, en noviembre de 1923). Hitler fue condenado a cinco años de prisión, de los que solo cumplió nueve meses por buena conducta.

 

alternative textEl escenario del crimen. Hitler interviene ante el Parlamento, reunido en la Ópera de Berlín (dado que su sede había ardido), el 13 de julio de 1934. Hindenburg moriría días después, pero ya estaba claro quién tenía el control total.

La lenidad de la condena tiene explicación. La República de Weimar era una democracia moribunda debilitada por los levantamientos revolucionarios (la Liga Espartaquista, la República Soviética de Baviera, el golpe de Estado de Wolfgang Kapp), por la hiperinflación que había arruinado a las clases medias y por la ocupación francesa de la cuenca del Ruhr, que, combinada con la Gran Depresión (1929), arruinó al Estado. En ese contexto, la única fuerza que disputaba la calle a las agresivas milicias comunistas era la del emergente Partido Nazi con su ejército de camorristas integrados en las «secciones de asalto» o SA.

En 1931, un importante ‘lobby’ empresarial financió a Hitler con 25 millones de marcos para que contuviera a los comunistas

 

En 1931, un importante lobby empresarial financió a Hitler con 25 millones de reichsmarks (marcos) para que contuviera a los revolucionarios. La inversión resultó tan rentable que al año siguiente los 19 magnates más potentes de la industria y la banca presionaron al presidente, Paul von Hindenburg, con una «solicitud industrial» en la que le pedían que nombrara canciller a Adolfo Hitler. El 30 de enero de 1933, Von Hindenburg designó a Hitler como canciller (jefe de Gobierno) de Alemania. Los nazis lo celebraron con una impresionante procesión nocturna de antorchas que Hitler presenció desde el majestuoso balcón de la Vieja Cancillería.

El vagabundo cambia de imagen

En su flamante puesto de canciller, el antiguo vagabundo hasta entonces considerado jefe de una cuadrilla de matones cambió de imagen, abandonó el atuendo mitinero y aprendió a usar chaqué y chistera. Alemania se dejaba arrastrar tras el verbo abundante y eficaz del demagogo que predicaba lo que sus votantes querían oír: «La postración de Alemania se debe a la traición de los demoliberales y los bolcheviques judíos que la vendieron al enemigo en la Gran Guerra. Votadme y os liberaré de la ignominia del Tratado de Versalles y devolveré a Alemania su grandeza y prosperidad».

 

 

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El débil muro contra los nazis. Paul von Hindenburg fue presidente de Alemania entre 1925 y 1934. Se había ganado el prestigio como jefe del Estado Mayor del Ejército y, aunque había intentado retirarse varias veces, en 1932, con 84 años y la salud deteriorada, lo convencieron para volver a presentarse a las elecciones porque sería el único capaz de vencer a Hitler. Lo hizo, pero, enfermo de cáncer y bajo una enorme presión, aceptó nombrarlo canciller (jefe de Gobierno) en 1933. Su muerte, un año después, daría a Hitler todo el poder.

«Los alemanes que prefieren el orden a la libertad, y cuya pasión es la obediencia, se sintieron felices de tener que encuadrarse en la supraordenación y subordinación –escribió Ludwig–. Hitler conquistó el alma del pequeño burgués y le restituyó su orgullo en forma de títulos, uniformes y desfiles».

 

 

alternative textLa creación de un dictador. Hitler, poco después de ser nombrado canciller y todavía vestido de civil bajo la gabardina, abandona la sede del Partido Nazi.

Solo faltaba liquidar la huera democracia. En la noche del 17 de febrero de 1933, el noble y algo mamotrético edificio del Parlamento (el Reichstag) ardió por los cuatro costados. ¿Atentado o accidente? La propaganda nazi culpó a los comunistas. Mientras se fingía persona de orden, el canciller Hitler cortejó a los políticos derechistas. «El criminal incendio del Reichstag lo culmina todo. Os solicito una ley de plenos poderes que me permita acabar con los desórdenes y restaurar Alemania: concededme cuatro años y no la reconoceréis».

Superado por los hechos, el irresoluto presidente Von Hindenburg se avino a firmar un decreto para la protección del pueblo y del Estado que suspendía las libertades democráticas (expresión, prensa, asociación, reunión, inviolabilidad de las comunicaciones y del domicilio). Incluso se suspendió el habeas corpus para que la Policía estatal pudiera detener a los ciudadanos durante el tiempo que considerara necesario antes de hacerlos comparecer ante el juez.

Las SA, el ejército privado de Hitler, detuvo a decenas de miles de izquierdistas y periodistas contrarios al nazismo y los internó en campos de detención ilegales. Con promesas que después incumpliría, Hitler obtuvo del católico Zentrum, del Partido Popular Bávaro y del Partido Nacional Alemán los votos necesarios para aprobar la llamada ‘ley habilitante’, en marzo de 1933, que le cedía el poder legislativo quebrantando el principio de separación de poderes. Sobre este endeble soporte jurídico se construyó la transición de una república parlamentaria a la Alemania totalitaria.

 

Hitler logró el poder absoluto por procedimientos democráticos, como prometió en 1924, pero advirtió que rodarían cabezas. Y rodaron

 

Dueño del cotarro, Hitler situó a sus adeptos en los puestos vitales del Gobierno y suprimió los sindicatos y los partidos. En adelante solo habría un sindicato, el Frente de Trabajo Alemán, y un partido político, el Nazi. Los alemanes hicieron largas colas en las oficinas del partido para obtener el carné. De pronto, toda Alemania se había vuelto parda. Los disidentes tuvieron que optar entre el exilio interior y la abdicación moral.

Hitler había logrado el poder absoluto por procedimientos democráticos, tal como prometió en 1924, pero también advirtió en aquella ocasión que cuando lo consiguiera rodarían cabezas. En adelante, solo él interpretaría los deseos del pueblo. No serían menester consultas ni urnas. El Führer es «ejecutor de la voluntad común de la nación y, por lo tanto, su poder debía ser completo y total, libre e independiente, exclusivo e ilimitado».

El periodista español Manuel Chaves Nogales, viajero por Alemania ese año, escribió: «Cada vez se ve con más claridad que para esta faena de gobernar dictatorialmente los pueblos no son precisas unas dotes excepcionales […]. Ahora resulta que un señor con gabardina que no acierta a pintar un cuadro decorosamente puede, merced a unas circunstancias providenciales, convertirse en uno de los seres señeros de la Humanidad».

 

alternative textAsí ardió la democracia. El incendio del Parlamento el 17 de febrero de 1933, que los nazis atribuyeron a los comunistas, sirvió de excusa para la represión. Sigue sin saberse qué lo causó.

 

 

Otro periodista español, este asalariado por Goebbels, César González Ruano, escribe este ditirambo: «Hitler, surgido entre el cielo y la tierra, con una palabra de primavera prendida en los labios […] surge este hombre simple y genial, encarnación exacta de nuestro tiempo, como un ángel con gabardina y bigote que recoge las alas todos los días en las puertas de las cervecerías de Múnich […], viejo soldado al que brota por debajo del casco de hierro ese mechón de pelo, penacho lacio de los altos sueños […], tiene algo de Rey Natural».

El quinto congreso anual nazi de Núremberg (del 30 de agosto al 3 de septiembre de 1933), ya con Hitler en el poder, se denominó Reichsparteitag des Sieges, ‘congreso de la victoria‘, en memoria del vencimiento de la caduca República de Weimar. El acontecimiento fue tan multitudinario que puso a prueba a la ciudad. ¿Cómo acomodar al medio millón de militantes concurrentes? Hubo que habilitar edificios administrativos, colegios, templos, fábricas y estadios. Como si no fuera suficiente, se instalaron diez campamentos de tiendas de lona con sus puestos de información y socorro, sus comedores, sus cocinas y sus retretes de campaña.

El embajador de la República española, Agramonte Cortijo, nos ha dejado sus impresiones del evento: «Asistimos a asambleas de miles de partidarios en recintos cerrados y en el gran estadio; desfiles de trescientos mil miembros del Arbeitsdienst, que tardaron cinco horas en entrar, formarse y partir; muchos discursos del Führer y algunos peces menores. Como manifestación de fuerza y organización, resultó magnífico; pero ¡qué cansado!, ¡qué duro!, ¡qué inhumano, en el sentido más amplio de la palabra!».

 

Chaves Nogales, ante «un señor con gabardina que no acierta a pintar un cuadro», concluye: «Para gobernar dictatorialmente no son precisas dotes excepcionales»

 

El 2 de agosto de 1934, no solo Alemania, también el mundo, se rendía al liderazgo de Hitler, el hombre que ganaba batallas sin disparar un tiro (anexiones de Austria, Bohemia, Checoslovaquia…). En 1938, la revista Time lo declaró Hombre del Año. Doce meses después intentó anexionarse media Polonia. Esta vez, las débiles democracias occidentales comprendieron que ellas mismas peligraban. Fue necesaria una nueva guerra mundial para acabar con la amenaza nazi.

Hoy, algunos historiadores discuten si la adhesión de la nación alemana al nazismo fue una reacción defensiva frente a la amenaza del comunismo soviético, una überschiessende reaktion (‘reacción exagerada’) a los crímenes de los bolcheviques, percibidos como una horda amenazadora que se abatía sobre Europa. Cualquier explicación se admite con tal de eximir al pueblo alemán del pecado nazi.

 

 

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