El arte de conversar
El diálogo crea un fuerte vínculo de cooperación: estamos dispuestos a escuchar y a ser escuchados, a confesar las profundidades de nuestro pensamiento y a comprender las de nuestro interlocutor. En definitiva, a entender lo que significa ser humanos.
Nos hemos convertido en la generación que menos escucha y que más opina. También en aquella que se encierra en su burbuja intelectual y toma decisiones basándose en creencias previas, a pesar de la ingente información que la era digital ha puesto a nuestra disposición. Nuestras ideas nunca habían estado tan polarizadas. ¿Qué está ocurriendo con el arte de hablar con calma?
La conversación se asentó en nuestro vocabulario a partir del verbo latino con-versare, algo así como «dar vueltas en reunión», una idea que no hacía referencia a ninguna clase de paseo físico, sino al sinuoso recorrido de los pensamientos cuando los compartimos con alguien. Era una demostración verbal de nuestra racionalidad, una reivindicación de que nuestro sistema de comunicación estaba un escalón por encima del resto de seres vivos. ¿Acaso hay una forma mejor que la palabra para transmitir conocimiento? Al fin y al cabo, es ella la que ha permitido la creación y desarrollo de nuestra civilización.
Pero las buenas charlas son mucho más que una herramienta para entender la existencia humana: son píldoras de desahogo, comprensión y satisfacción.Todos hemos sido protagonistas, alguna vez, de la conexión que ocurre entre dos personas cuando sus discursos avanzan sincronizados, aunque el contenido sea opuesto. De alguna forma, el diálogo crea un vínculo de cooperación: estamos dispuestos a escuchar y a ser escuchados, a confesar las profundidades de nuestro pensamiento y a comprender las de nuestro interlocutor. Cuando se crea este vínculo, el destino de nuestras palabras se vuelve irrelevante, pues la virtud está en el camino, y cuanto más largo y sinuoso sea este, mejor calidad tiene la conversación. Ya lo sugiere la propia etimología: nos encanta dar vueltas a las ideas.
Desafortunadamente, quizás por falta de práctica o miedo al conflicto, nos cuesta reclamar las conversaciones que merecemos
Esto es precisamente lo que aleja la conversación del concepto de debate: la primera pone al individuo en el centro, mientras que la segunda se centra en los argumentos. La conversación es una exploración de la conciencia sin propósito definido; por contra, el debate es una disputa intelectual con recompensa para el ganador. En este sentido, una charla dominical en el bar debajo de casa no es un evento con el que poder demostrar nuestras capacidades cognitivas; es, en realidad, una contribución inconsciente al desarrollo de la civilización. Y a pesar de no trazar un objetivo, regresamos a casa sintiéndonos inspirados o inspiradores.
Desafortunadamente, quizás por falta de práctica, por temor al conflicto o por la percepción de que el diálogo respetuoso es un lujo, a menudo nos cuesta reclamar las conversaciones que merecemos. Hay quien llega a pensar que las charlas largas aburren a su interlocutor, ya que los temas banales se acaban en seguida y la interacción tiende a la incomodidad. No obstante, un estudio publicado en Journal of Personality and Social Psychology no encontró ninguna evidencia que confirme nuestra intuición: «La suposición –errónea– de que la gente se queda sin temas de conversación puede causar aprensión a las charlas profundas, quedándonos, por tanto, sin construir relaciones interpersonales más fuertes», sugiere Michael Kardas, psicólogo líder de la investigación.
¿Podría ser que esta «anticipada» incomodidad haya influido en el desacuerdo social generalizado? Hoy en día, los escenarios que podrían ser embarazos, como los eventos familiares, son fácilmente eludibles: metemos la mano en el bolsillo, sacamos el móvil y creamos una barrera. La pantalla nos desconecta instantáneamente del entorno con mensajes nuevos, videos nuevos, noticias nuevas… con toda clase de notificaciones que llaman nuestra atención. Por cada parpadeo, una novedad o un refugio virtual con el que sacrificar las conversaciones de ascensor, las sobremesas con primos lejanosy hasta las reflexiones con nuestra pareja antes de dormir.
Ante esta tesis, la misión inaplazable es aproximarse ligeramente al entusiasmo de Cicerón por el arte de la buena conversación, no con el fin de romantizar la tradición oral y demonizar las prácticas comunicativas que entraron en juego este siglo, sino para ilusionarnos con nuestros allegados, sorprendernos con los desconocidos, permitir la entrada a nuevas perspectivas y, aunque duela reconocerlo, aprender a callar de vez en cuando.