El arte de insultar
Recientemente le montaron a Alfonso Guerra un aquelarre por burlarse de Yolandísima Díaz, a quien pintó como una mujer que apenas tiene tiempo, entre peluquería y peluquería, para decir sandeces. Por supuesto, a Guerra de inmediato lo señalaron como ‘machista’ todos los centinelos y centinelas de la corrección política.
Machista es quien adopta una actitud prepotente hacia las mujeres, no quien considera estúpida a una mujer en concreto
Pero machista es quien adopta una actitud prepotente hacia las mujeres o las discrimina, no quien considera estúpida a una mujer en concreto y se burla de ella en concreto. De machista podemos motejar a un hombre que considere que las mujeres sólo sirven para ir a la peluquería y decir sandeces. Pero Alfonso Guerra no piensa tal cosa de las mujeres, sino concretamente de Yolandísima, que es una mujer que siempre sale en la tele llamativamente mona y vestida de seda; tan mona y vestida de seda que son muchos los especialistas en moda y estética que comentan –a veces en un tono admirativo, a veces jocoso– su transformación física (o siquiera su intentona) e indumentaria. Es decir, Alfonso Guerra se hace eco de una evidencia, a la que aplica el método hiperbólico y caricaturesco propio de la sátira. Guerra no es un machista, sino un burlón; pero, como nos recuerda Borges, la burla puede ser un género literario, y aun de los más valiosos.
Pero para elevar la injuria a la categoría de arte hacen falta mucho ingenio y elegancia malvada, como las que probó Samuel Johnson cuando, en mitad de una discusión, le dijo a uno de sus detractores: «Su esposa, caballero, con la excusa de que trabaja en un lupanar, vende género de contrabando». Aunque el insulto a Yolandísima no figure entre los mejores de su repertorio, hay que reconocer que Alfonso Guerra es un maestro del género, tal vez el último político que ha sabido injuriar con ingenio y guasa maligna; pues los que han venido después son gentes mazorrales y sin lecturas, con la cabeza llena de borra y la lengua roma. Aunque tal vez no lo sepan las más jóvenes entre las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, Alfonso Guerra es el hombre que llamaba a Adolfo Suárez «tahúr del Misisipi», a Tierno Galván «víbora con cataratas», a Verstrynge «liendre con gafas», a Soledad Becerril «Carlos II disfrazado de Mariquita Pérez», a Loyola de Palacio «monja alférez» y a José María Aznar «híbrido de Onésimo Redondo y Escrivá de Balaguer». Un hombre que domina con tanta gracia y crueldad el arte del insulto merece nuestra rendida devoción. Ciertamente, el dardo que dirigió a Yolandísima no está a la altura de estos otros que acabo de enumerar, tal vez porque con los años nuestro ingenio se va desecando un poco (nos ocurre a todos); pero creo que, si se lo trabajara un poco más, si le diese una vuelta más al berbiquí de su incisiva y reviradilla mala leche, Alfonso Guerra podría dejar clavada a Yolandísima con tan pérfida maestría como hizo con los otros políticos mencionados, dejándola disecada para siempre, como esas mariposas a las que se las ensarta con un alfiler sobre el corcho.
La gente ignara no entiende el insulto artístico, que consiste en mezclar traviesamente la exageración y el sofisma; y como no lo entiende necesita demonizarlo, como siempre los ignaros demonizan todo aquello que excede sus limitadas capacidades de comprensión. Como Freud, pienso que el primer hombre que insultó con arte a su enemigo en lugar de tirarle una piedra fue el fundador de la civilización. En cambio, esas personas que, cuando las insultan con gracia, en lugar de responder a su insultador con la misma moneda, empiezan a acusarlo de ‘machista’ y a hacerse las víctimas me parece que anhelan el fin de la civilización; porque, en el fondo, buscan que su vituperador sea lapidado. Y, en el fondo de este victimismo hediondo, está siempre escondida una apabullante, cetrina, sórdida mediocridad. Porque la persona brillante que ha sido insultada lo que hace es responder a su insultador de forma más divertida y aguda, más ingeniosa y memorable, como hizo en cierta ocasión Jacinto Benavente con otro escritor de mucho éxito en su tiempo (aunque hoy olvidado), José María Carretero, que firmaba con el seudónimo de ‘El Caballero Audaz’. Cuentan que, en cierta ocasión, se toparon Benavente y El Caballero Audaz en una acera muy estrecha. El Audaz dijo entonces, desafiante y faltón: «Yo no cedo el paso a maricones». A lo que Benavente repuso, con rapidez felina, mientras se bajaba de la acera: «Pues yo sí».
Pero Yolandísima no es tan ingeniosa como Benavente; y la falta de ingenio la suple con victimismo. Benavente, por cierto, no pisaba las peluquerías porque estaba calvo; ni tampoco perdía el tiempo vistiéndose de seda, sabiendo que hay cosas que no se pueden cambiar.