El asilo geriátrico del Caribe
En las últimas semanas, algunos medios de prensa han vuelto a prestar atención a la insólita evolución poblacional de Cuba. Un país —afirman— que presenta características demográficas de nación desarrollada junto con una economía tercermundista. En esa línea, el diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba (PCC), recogía recientemente una actualización de las cifras del último censo (2012), realizada a finales de 2015 por el Centro de Estudios de Población y Desarrollo de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información.
Como casi siempre ocurre en el régimen, las estadísticas contienen ciertos ajustes y un poco de maquillaje, con el fin de que los números no se alejen demasiado de la realidad ideal que pretenden reflejar. Por solo citar el ejemplo más flagrante, en el documento se afirma que el balance migratorio de 2015 fue de menos 25.000. O sea, que de la Isla solo se marcharon 25.000 personas más de las que llegaron allí en calidad de residentes.
Resulta difícil conciliar esa cifra con los datos migratorios de Estados Unidos, Ecuador, Panamá, México, España y otros países a los que regularmente llegan emigrantes/exiliados cubanos. No he visto estadísticas exactas al respecto, pero los números consultados apuntan a que las dimensiones del éxodo de ese año fueron al menos el doble de las que citan las autoridades de La Habana.
La coartada de la mentira estadística es el cambio de denominación de los prófugos, resultado de la última reforma migratoria cubana. Antes de 2013, a quienes abandonaban la Isla sin intención de regresar se les apuntaba en la casilla de «permiso de salida indefinido», si el Gobierno les autorizaba a viajar, o de «salida ilegal», si se marchaban por su cuenta y riesgo. Ahora esas personas son simplemente «residentes en el exterior» que, en teoría, pueden regresar al país en los dos años siguientes sin perder su condición de súbditos del régimen. De manera que no cuentan como emigrantes ni se deducen del cómputo total de población.
Como la realidad va por un lado y el análisis demográfico por otro, las previsiones negativas parecen cumplirse cada vez más pronto. Hace un decenio se calculaba que hacia 2025 los jubilados igualarían en número a los trabajadores activos. Hoy se cree que esa paridad puede alcanzarse en 2021.
Si el censo de 2012 indicaba que el 18,3% de la población de Cuba tenía entonces 60 años o más —2.041.392 habitantes— y superaba en más de un punto porcentual a la de 0-14 años, en la actualidad casi el 20% de los cubanos tienen 60 años o más, lo cual comprende a unos 2.200.000 personas, en tanto que la población de 0 a 14 años apenas representa el 16 % del total de habitantes. Un cambio tan brusco (tres puntos y medio porcentuales en apenas tres años) indica que algo funciona muy mal, tanto en el sistema estadístico como en el conjunto de la sociedad.
Hasta hace poco, la interpretación oficial de los datos demográficos era a la vez primaria y triunfalista, como casi todo lo que emanaba del Gobierno. El descenso de la natalidad y el envejecimiento de la población eran pruebas irrefutables del desarrollo y la modernización aportados por el comunismo. En ese ámbito, Cuba estaba al mismo nivel que los países más avanzados de Europa, etc. etc. Si crecía el número de ancianos era porque aumentaba la esperanza de vida, gracias a los adelantos de la medicina socialista. Y si disminuía el número de niños era porque, gracias al castrismo, las mujeres eran dueñas de su sexualidad y se habían liberado de la esclavitud doméstica.
En esa argumentación se soslayaban u ocultaban aspectos tan básicos como las causas y consecuencias de la migración, la incidencia del divorcio, el aborto y el suicidio, el deterioro de las condiciones económicas y la ausencia de medidas que favorecieran la natalidad.
El problema de los exégetas es que la ideología suele resistir bastante mal a los embates de la realidad. Por mucho que traten de manipular las estadísticas o de edulcorar su interpretación, es evidente que Cuba se está convirtiendo en un gran asilo geriátrico y muy pronto el número de jubilados superará al de personas económicamente activas.
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Una de las primeras imágenes que saltan a la vista en las ciudades cubanas es el crecido número de ancianos que malviven en la miseria y la mendicidad. Caminan por las ciudades tratando de vender cualquier fruslería o de brindar algún servicio, a cambio de unas monedas. La prensa oficial no los llama mendigos o pordioseros, sino que los denomina eufemísticamente «deambulantes» y la policía los detiene y encierra en albergues durante unos días cuando va a llegar a la Isla algún visitante de postín. Estas medidas constituyen «un protocolo de actuación para la admisión, diagnóstico, atención y reinserción social de las personas con conducta deambulante», según el pomposo comentario que publicó recientemente el periódico Juventud Rebelde. En este enfoque, el desamparo y la mendicidad se transforman en «un estilo de vida», generalmente causado por los conflictos familiares, el alcoholismo o la demencia senil, sin que la política gubernamental tenga la más mínima responsabilidad en origen del fenómeno.
Sin planes de pensión privados, sin propiedades, sin negocios, sin posibilidad de trabajar más y en muchos casos abandonados por los hijos que se marcharon del país, el destino de miles de viejos cubanos es vivir de la mísera jubilación que les proporciona el Estado —10 dólares mensuales en 2016—, de la caridad de la Iglesia católica o de los parientes afincados en el extranjero. Y su número crece de manera inexorable, con el consiguiente aumento de los costes de asistencia social, pensiones y atención médica.
En los próximos años esta situación va a empeorar, porque las tendencias demográficas son profundas y no cambian de la noche a la mañana. La población envejece y la emigración va en aumento, sobre todo entre los jóvenes, que ven escasas perspectivas de futuro en un régimen opresor e improductivo. No hay inmigración a la vista. Aunque algunos emigrados han vuelto, por diversas razones, son pocos —cubanos o no— quienes desean establecerse permanentemente en un país donde no hay libertad y la economía está en quiebra. Tampoco se han creado alicientes para que los jóvenes funden familias y procreen más.
La crisis demográfica de la Isla encierra un potencial de pobreza, sufrimiento y atraso social cuyos efectos apenas empiezan a manifestarse. Las causas reales del fenómeno no se examinan abiertamente, porque hacerlo entrañaría un debate sobre la naturaleza del régimen, la ausencia de libertades, la violación sistemática de derechos y la incapacidad productiva del comunismo. Y sin una discusión de esos asuntos fundamentales, difícilmente surgirán soluciones eficaces a medio o largo plazo.
La paradoja de la situación es que los ancianos son a la vez víctimas del sistema que los ha sumido en la miseria y sus más seguros defensores. Las sociedades envejecidas —tanto en Japón, como en Alemania o Uruguay— tienden a ser muy conservadoras y sienten aversión hacia los cambios bruscos. Los viejitos cubanos, que dependen en grado sumo de las limosnas del régimen, en forma de pensiones, subsidios y servicios médicos, funcionarán en el porvenir como pilares del mismo sistema que los transformó en seres pobres, medrosos y sin autonomía.
Tres generaciones de cubanos han vivido coreando consignas, marchando en la plaza, cortando la caña y montando la guardia del CDR. Mientras duraron los subsidios extranjeros —primero la URSS, luego Venezuela— el tinglado propagandístico funcionó medianamente y el régimen logró disfrazar las carencias de todo tipo con escuelas relucientes, hospitales historiados y medallas olímpicas. Pero cuando las dádivas se acabaron, la escenografía de cartón piedra se vino abajo. Hoy las escuelas se pudren en el campo, los hospitales están cochambrosos y carecen de los insumos más elementales y los atletas huyen al extranjero en busca de libertad y salarios que reflejen su valía.
La metamorfosis del «pueblo combatiente», que exaltaba la propaganda, en la masa mendicante que impone la realidad resume la intrahistoria de la mal llamada «revolución cubana». Ningún volumen de discursos, ninguna manipulación estadística, ninguna complicidad de admiradores extranjeros alcanzará a enmascarar ese fracaso. Y nada lo simboliza mejor que la cáfila de jerarcas octogenarios que en la clausura del último congreso del PCC prometían, entre vítores y aplausos de sus secuaces, que los próximos diez años traerán más de lo mismo.
*Miguel Sales preside la Unión Liberal Cubana y es vicepresidente de la Internacional Liberal.